Francisco Fernández-Carvajal 13 de julio de
2019
— Nuestro prójimo es quien está cerca de nosotros y
necesita ayuda. Acercarle a la fe, la primera muestra de caridad.
— Pecados de omisión en la caridad. Jesús, objeto de
nuestra caridad.
— Caridad práctica y eficaz. Lo nuestro debe pasar a
segundo término ante las necesidades de los demás.
I. Amarás...
al prójimo como a ti mismo. El doctor de la
ley respondió acertadamente. Jesús lo confirma: Has respondido bien:
haz esto y vivirás. Lo narra el Evangelio de la Misa de hoy1.
Este precepto ya existía en la ley judía, e incluso
estaba especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, leemos en
el Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás
hasta el límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás
el rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los
frutales; lo dejarás para el pobre y el extranjero2.
Y, después de especificar otras muestras de misericordia, dice el Libro
Sagrado: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu
pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo3.
Es un lejano anticipo de lo que será el mandamiento
del Señor. Pero existía la incertidumbre sobre el término «prójimo». No se
sabía a ciencia cierta si se refería a los del propio clan familiar, a los
amigos, a quienes pertenecían al pueblo de Dios... Había diversas respuestas.
Por eso, el doctor de la ley le pregunta al Señor: ¿y quién es mi
prójimo?, ¿con quién debo tener esas muestras de amor y de misericordia?
Jesús responderá con una bellísima parábola, que
recogió San Lucas: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en
manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de
heridas y se marcharon, dejándole medio muerto4.
Este es mi prójimo: un hombre, un hombre cualquiera, alguien que tiene
necesidad de mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza, amistad o
parentesco. Nuestro prójimo es cualquiera que esté cerca de nosotros y tenga
necesidad de ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su
condición social: homo quidam, un hombre cualquiera.
En el camino de nuestra vida vamos a encontrar gente
herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por
ayudar a otros, si estamos unidos al Señor, nos sacará de nuestro camino
rutinario, de todo egoísmo, y nos ensanchará el corazón guardándonos de caer en
la mezquindad. Encontraremos a gentes doloridas por falta de comprensión y de
cariño, o que carecen de los medios materiales más indispensables; heridas por
haber sufrido humillaciones que van contra la dignidad humana; despojadas,
quizá, de los derechos más elementales: situaciones de miseria que claman al
Cielo. El cristiano nunca puede pasar de largo, como hicieron algunos
personajes de la parábola.
También encontraremos cada día a ese hombre al que han
dejado medio muerto porque no le enseñaron las verdades más
elementales de la fe, o se las han arrebatado mediante el mal ejemplo, o a
través de los grandes medios modernos de comunicación al servicio del mal. No
podemos olvidar en ningún momento que el bien supremo del hombre es la fe, que
está por encima de todos los demás bienes materiales y humanos. «Habrá ocasiones
en que, antes de predicar la fe, haya que acercarse al herido que está al borde
del camino, para curar sus heridas. Ciertamente. Pero sin excluir nunca de
nuestra preocupación de cristianos la comunicación de la fe, la educación de la
misma y la propagación del sentido cristiano de la vida»5.
Y procuraremos dar, junto a los bienes de la fe, todos los demás: los de la
cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido del trabajo, la
honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo
de justicia social, expresiones vivas y concretas de una caridad rectamente
entendida.
Un cristiano no puede desentenderse del bienestar
humano y social de tanta gente necesitada, «pero no podemos dejar en un segundo
plano, nunca jamás, esa otra preocupación por iluminar las conciencias en el
orden de la fe y de la vida religiosa»6.
II. Y continúa la
parábola: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote, y
viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, pasando cerca de aquel lugar, lo
vio y pasó de largo.
Él nos habla aquí de los pecados de omisión.
Los que pasaron de largo no hicieron un nuevo daño al hombre malherido y
abandonado, como terminar de quitarle lo que le quedaba, insultarle, etc. Iban
a lo suyo –quizá cosas importantes– y no quisieron complicaciones. Dieron más
importancia a sus asuntos que al hombre necesitado. Su pecado fue ese: pasaron
de largo.
Sin embargo, aquel servicio que no prestaron habría
merecido del Señor estas palabras: una buena obra ha hecho conmigo7,
porque todo lo que hacemos por otros, por Dios lo hacemos. Cristo nos esperaba
en esa persona necesitada. Él estaba allí. «No te digo: arréglame mi vida y
sácame de la miseria, entrégame tus bienes aun cuando yo me vea pobre por tu
amor. Solo te imploro pan y vestido, y un poco de alivio para mi hambre. Estoy
preso. No te ruego que me libres. Solo quiero que, por tu propio bien, me hagas
una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el Cielo. Yo te libré a ti
de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me vengas a ver de
cuando en cuando.
»Pudiera, es verdad, darte tu corona sin nada de esto,
pero quiero estarte agradecido y que vengas después a recibir tu premio
confiadamente. Por eso, yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar
vueltas a tu alrededor, pidiendo, y extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó
a tanto, que quiero que tú me alimentes. Por eso profiero, como amigo, tu mesa;
de eso me glorío y te muestro ante todo el mundo como mi bienhechor»8.
Este es el secreto para estar por encima de
diferencias de raza, cultura o, simplemente, de edad o de carácter: comprender
que Jesús es el objeto de nuestra caridad. En los demás, le vemos a Él: «con
razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz
para despertar la caridad de sus discípulos»9.
III.
Continúa el Evangelio: Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta
él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en
ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la
posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio
al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi
vuelta.
El samaritano, a pesar del gran distanciamiento que
había entre judíos y samaritanos, enseguida se dio cuenta de la desgracia,
y se movió a compasión. Hay quienes están cegados para lo que pueda
resultarles enojoso, y hay quienes intuyen con prontitud una pena en el corazón
del prójimo. Es necesario, en primer lugar, querer ver la desgracia ajena, no
ir tan deprisa en la vida que justifiquemos con facilidad el pasar de largo
ante la necesidad y el sufrimiento.
La compasión del samaritano no es puramente teórica,
ineficaz. Por el contrario, pone los medios para prestar una ayuda concreta y
práctica. Lo que lleva a cabo este viajero no es, quizá, un acto heroico, pero
sí hace lo necesario. En primer lugar se acercó; es lo primero
que debemos hacer ante la desgracia o la necesidad: acercarnos, no verla de
lejos. Luego, el samaritano tuvo las atenciones que la situación requería: cuidó
de él. La caridad que nos pide el Señor se demuestra en las obras. Se
manifiesta llevando a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto.
Dios nos pone al prójimo, con sus necesidades
concretas, en el camino de la vida. El amor hace lo que la hora y el momento
exigen. No siempre son actos heroicos, difíciles; con frecuencia son cosas
sencillas, pequeñas muchas veces, «pues esta caridad no hay que buscarla
únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida
ordinaria»10: en prestar un pequeño servicio, en dar un poco de aliento a
quien esa mañana hemos encontrado más desalentado, en una palabra amable en la
que mostramos nuestro aprecio, en una sonrisa, en indicar con amabilidad la
dirección de una calle que nos han pedido, en escuchar con interés...
Los quehaceres de este buen samaritano pasaron por
unos momentos a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo, sin
regateos, en auxiliar a quien lo necesitaba. Y no solo nuestro tiempo, también
nuestras aficiones personales, nuestros gustos –no digamos ya nuestros
caprichos– deben ceder ante las necesidades de los demás.
Jesús concluye la lección con una palabra cordial
dirigida al doctor: Ve, le dice, y haz tú lo mismo. Sé
el prójimo inteligente, activo y compasivo con todo el que te necesita. Son
palabras que nos dirige también a nosotros al acabar esta meditación, y para
poder vivirlas acudimos a la Santísima Virgen: «No existe corazón más humano
que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María,
la llena de gracia, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios
Espíritu Santo: en su Corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones.
Cada uno es su hijo, su hija»11.
1 Cfr. Lc 10,
27. —
2 Lev 19,
9-10. —
3 Lev 19,
18. —
4 Lc 10,
25-37. —
5 Card.
M. González Martín, Libres en la caridad, Balmes, Barcelona
1970, p. 58. —
6 Ibídem,
p. 59. —
7 Mc 14,
6. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilía 15 sobre la Epístola a los Romanos.
—
9 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 88. —
10 Ibídem,
38. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 801.
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