CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON MOTIVO DEL
ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Altar
de la Cátedra, Basílica de San Pedro
Lunes,
8 de julio de 2019
Hoy la Palabra de Dios nos habla de
salvación y liberación.
Salvación. Durante su viaje desde Berseba a
Jarán, Jacob decide detenerse y descansar en un lugar solitario. Tuvo un sueño en el que vio una escalera apoyada
en la tierra y cuya cima tocaba el cielo (cf. Gn 28,10-22). La escalera, por la que los ángeles de Dios subían y
bajaban, representa la unión entre lo divino y lo humano, que se cumplió
históricamente en la encarnación de Cristo (cf. Jn 1,51), una ofrenda amorosa de revelación y salvación por parte
del Padre. La escalera es una alegoría de la iniciativa divina que precede a
todo movimiento humano. Es la antítesis de la torre de Babel, construida por
hombres que con sus propias fuerzas querían alcanzar el cielo para convertirse
en dioses. En este caso, por el contrario, es Dios quien “baja”, es el Señor
quien se revela a sí mismo, es Dios quien salva. Y el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros, cumple la promesa de que el Señor y la humanidad se
pertenezcan mutuamente, en el signo de un amor encarnado y misericordioso que
da la vida en abundancia.
Frente a esta revelación, Jacob
realiza un acto de entrega al Señor, que se traduce en un compromiso de
reconocimiento y adoración que marca un momento esencial en la historia de la
salvación. Le pide al Señor que lo proteja en el difícil viaje que tendrá que
proseguir y dice: «El Señor será mi Dios» (Gn
28,21).
Como
un eco de las palabras del patriarca, hemos repetido en el Salmo: «Dios mío,
confío en ti». Él es nuestro refugio y fortaleza, nuestro escudo y armadura,
ancla en los momentos de prueba. El Señor es refugio para los fieles que lo
invocan en la tribulación. Por lo demás, precisamente en estas situaciones es
donde nuestra oración se vuelve más pura, cuando nos damos cuenta de que las
seguridades que ofrece el mundo valen poco y no nos queda más que Dios. Sólo
Dios abre el Cielo al que vive en la tierra. Sólo Dios salva.
Y este confiar de modo total y
extremo es lo que une al jefe de la sinagoga y a la mujer enferma en el
Evangelio (cf. Mt 9,18-26). Son
episodios de liberación. Ambos se
acercan a Jesús para obtener de él lo que ningún otro les puede dar: la
liberación de la enfermedad y la muerte. Por una parte, tenemos a la hija de
una de las autoridades de la ciudad; por otra, tenemos a una mujer que padece
una enfermedad que la convierte en una excluida, una marginada, una persona
impura. Pero Jesús no hace distinciones: la liberación se concede generosamente
en ambos casos. La necesidad coloca a las dos, a la mujer y a la niña, entre
esos “últimos” que hay que amar y levantar.
Jesús revela a sus discípulos la
necesidad de una opción preferencial por los últimos, que han de ser puestos en
el primer lugar en el ejercicio de la caridad. Son muchas las pobrezas de hoy;
como escribió san Juan Pablo II, los «“pobres”, en las múltiples dimensiones de
la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los
pequeños y cuantos son considerados y tratados como los “últimos” en la
sociedad» (Exhort. ap. Vita consecrata, 82).
En este sexto aniversario de mi visita a
Lampedusa,
pienso en los “últimos” que todos los días claman al Señor, pidiendo ser
liberados de los males que los afligen. Son los últimos engañados y abandonados
para morir en el desierto; son los últimos torturados, maltratados y violados
en los campos de detención; son los últimos que desafían las olas de un mar
despiadado; son los últimos dejados en campos de una acogida que es demasiado
larga para ser llamada temporal. Son sólo algunos de los últimos que Jesús nos
pide que amemos y ayudemos a levantarse. Desafortunadamente, las periferias
existenciales de nuestras ciudades están densamente pobladas por personas
descartadas, marginadas, oprimidas, discriminadas, abusadas, explotadas,
abandonadas, pobres y sufrientes. En el espíritu de las Bienaventuranzas,
estamos llamados a consolarlas en sus aflicciones y a ofrecerles misericordia;
a saciar su hambre y sed de justicia; a que sientan la paternidad premurosa de
Dios; a mostrarles el camino al Reino de los Cielos. ¡Son personas, no se trata
sólo de cuestiones sociales o migratorias! “No
se trata sólo de migrantes”, en
el doble sentido de que los migrantes son antes que nada seres humanos, y que hoy son el símbolo de todos los
descartados de la sociedad globalizada.
Aparece como algo natural el
retomar la imagen de la escalera de Jacob. En Jesucristo, la conexión entre la
tierra y el cielo es segura y accesible para todos. Pero subir los escalones de
esta escalera requiere compromiso, esfuerzo y gracia. Hay que ayudar a los más
débiles y vulnerables. Me gusta pensar, entonces, que podríamos ser nosotros
aquellos ángeles que suben y bajan, tomando bajo el brazo a
los pequeños, los cojos, los enfermos, los excluidos: los últimos, que de otra
manera se quedarían atrás y verían sólo las miserias de la tierra, sin
descubrir ya desde este momento algún resplandor del cielo.
Esta es, hermanos y hermanas, una
gran responsabilidad, de la que nadie puede estar exento si queremos llevar a
cabo la misión de salvación y liberación a la que el mismo Señor nos ha llamado
a colaborar. Sé que muchos de vosotros, que habéis llegado hace tan sólo unos
meses, ya estáis ayudando a los hermanos y hermanas que han venido
recientemente. Quiero agradeceros este hermoso signo de humanidad, gratitud y
solidaridad.
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