Francisco Fernández-Carvajal 10 de julio de
2019
— La Iglesia anuncia el mensaje de Cristo y realiza su
obra en el mundo.
— La misión de la Iglesia es de orden sobrenatural,
pero no se desentiende de las tareas que afectan a la dignidad humana.
— Los cristianos manifiestan su unidad de vida en la
promoción de obras de justicia y de misericordia.
I. Jesús consuma la
obra de la Redención con su Pasión, Muerte y Resurrección. Tras su Ascensión al
Cielo, envía al Espíritu Santo, para que sus discípulos puedan anunciar el
Evangelio y hacer a todos partícipes de la salvación. Los Apóstoles son, así,
los obreros enviados a la mies por su dueño, los siervos enviados para llamar a
los invitados a las bodas, y a los que encomienda llenar la sala del banquete1.
Pero además de esta misión, los Apóstoles representan
a Cristo mismo y al Padre: el que a vosotros oye a Mí me oye, y el que
a vosotros desecha a Mí me desecha, y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me
envió2. La misión de los Apóstoles quedará unida íntimamente a la
misión de Jesús: como el Padre me envió, así también os envío Yo3.
Precisamente será a través de ellos como la misión de Cristo se hará extensiva
a todas las naciones y a todos los tiempos. La Iglesia, fundada por Cristo y
edificada sobre los Apóstoles, sigue anunciando el mismo mensaje del Señor y
realiza su obra en el mundo4.
El Evangelio de la Misa de hoy5 narra
cómo Jesús urge a los Doce, a quienes acaba de elegir, para que
salgan a cumplir su nueva tarea. Este primer cometido es preparación y figura
del envío definitivo, que tendrá lugar después de la Resurrección. Entonces les
dirá: Id..., predicad el Evangelio, haced discípulos a todas las
naciones. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo6.
Hasta la llegada de Jesús, los Profetas habían anunciado al pueblo escogido del
Antiguo Testamento los bienes mesiánicos, a veces en imágenes acomodadas a su
mentalidad todavía poco madura para entender la realidad que estaba ya próxima.
Ahora –en esta primera misión apostólica–, Jesús envía a sus Apóstoles para que
anuncien que el Reino de Dios prometido es inminente, poniendo de manifiesto
sus aspectos espirituales. El Señor les concreta lo que han de predicar: el
Reino de los Cielos está cerca. Nada les dice de la liberación del yugo
romano que padecía la nación, o del sistema social y político en el que han de
vivir, o de otras cuestiones exclusivamente terrenas. Ni vino Cristo para esto,
ni para esto han sido ellos elegidos. Vivirán para dar testimonio de Cristo,
difundir su doctrina y hacer partícipes de su salvación a todos los hombres.
Este mismo camino siguió San Pablo. «Si le preguntamos qué cosas solía tratar
en la predicación, él mismo las compendia así: nunca entre vosotros me
precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este, crucificado (1
Cor 2, 2). Hacer que los hombres conociesen más y más a Jesucristo,
con un conocimiento que no se parase solo en la fe, sino que se tradujera en
las obras de la vida, esto es en lo que se esforzó con todo el empeño de su
corazón el Apóstol»7.
La Iglesia, continuadora en el tiempo de la obra de
Jesucristo, tiene la misma misión sobrenatural que su Divino Fundador
transmitió a los Apóstoles. «Para esto ha nacido la Iglesia: para, dilatando el
Reino de Cristo por toda la tierra, hacer partícipes a todos los hombres de la
redención salvadora, y, por medio de ellos, orientar verdaderamente todo el
mundo hacia Cristo»8.
Su misión trasciende los movimientos sociales, las ideologías, las
reivindicaciones de grupos...; al mismo tiempo, desde una nueva perspectiva y
solicitud, está hondamente interesada por todos los problemas humanos, y trata
de orientarlos al fin sobrenatural y verdaderamente humano del hombre.
II. Id y
predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. La misión de
nuestra Madre la Iglesia es dar a los hombres el tesoro más sublime que podemos
imaginar, conducirlos a su destino sobrenatural y eterno a través
principalmente de la predicación y de los sacramentos: «este, y no otro, es el
fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para eso el Padre
envió al Hijo, y yo os envío también a vosotros (Jn 20,
21). De ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en
el alma habite, por la gracia, la Trinidad Beatísima»9.
El mismo Jesús nos anunció: Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia10.
No se refería el Señor a una vida terrena cómoda y sin dificultades, sino a la
vida eterna. Vino a liberarnos principalmente de aquello que nos impide
alcanzar la vida definitiva: el pecado, que es el único mal absoluto. Así nos
da también la posibilidad de superar las múltiples consecuencias del pecado en
este mundo: la angustia, las injusticias, la soledad..., o de llevarlas por
Dios con alegría cuando no se pueden evitar, convirtiendo el dolor en
sufrimiento fecundo que conquista la eternidad.
La Iglesia no toma partido por opciones temporales
determinadas, como no lo hizo su Maestro. Quienes, sin fe, le vieron casi solo
en la cruz, pudieron pensar que había fracasado, «precisamente por no optar por
una de las soluciones humanas: ni judíos ni romanos le siguieron. Pero no; fue
precisamente lo contrario: judíos y romanos, griegos y bárbaros, libres y
esclavos, hombres y mujeres, sanos y enfermos, todos van siguiendo a ese Dios
hecho hombre, que nos ha liberado del pecado, para encaminarnos a un destino eterno,
donde únicamente se cumplirá la verdadera realización, libertad y plenitud del
hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, y cuya aspiración más profunda
rebasa cualquier tarea pasajera, por noble que sea»11.
La Iglesia tiene como misión llevar a sus hijos a
Dios, a su destino eterno. Pero no se desentiende de las tareas humanas; por su
misma misión espiritual, mueve a sus hijos y a todos los hombres a que tomen
conciencia de la raíz de donde provienen todos los males, y urge a que pongan
remedio a tantas injusticias, a las deplorables condiciones en que viven muchos
hombres, que constituyen una ofensa al Creador y a la dignidad humana. La
esperanza en el Cielo «no debilita el compromiso en orden al progreso de la
ciudad terrena, sino por el contrario le da sentido y fuerza. Conviene
ciertamente distinguir bien entre progreso terreno y crecimiento del Reino, ya
que no son del mismo orden. No obstante, esta distinción no supone una
separación, pues la vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que
confirma su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del
Creador para desarrollar su vida temporal»12.
Nosotros somos corredentores con Cristo, y hemos de
preguntarnos si llevamos a nuestros familiares y amigos el don más preciado que
tenemos: la fe en Cristo; y junto a este bien incomparable, nos sentimos
movidos, charitas enim Christi urget nos13,
nos urge la caridad de Cristo, a promover a nuestro alrededor un mundo más
justo y mas humano.
III. Curad
a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos...
Desde el comienzo de la Iglesia, los fieles cristianos
llevaban la fe por todas partes, y también desde aquellos primeros momentos una
multitud de cristianos «han dedicado sus fuerzas y sus vidas a la liberación de
toda forma de opresión y a la promoción de la dignidad humana. La experiencia
de los santos y el ejemplo de tantas obras de servicio al prójimo constituyen
un estímulo y una luz para las iniciativas liberadoras que se imponen hoy»14,
quizá con más urgencia que en otras épocas.
La fe en Cristo nos mueve a sentirnos solidarios de
los demás hombres en sus problemas y carencias, en su ignorancia y falta de
recursos económicos. Esta solidaridad no es «un sentimiento superficial por los
males de tantas personas, cercanas o lejanas», sino «la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y
cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»15.
La fe nos lleva a sentir un hondo respeto por las personas, por toda persona, a
no permanecer jamás indiferentes ante las necesidades de los demás: curad
a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los
demonios... Seguir a Cristo se manifestará en obras de justicia y de
misericordia, en el interés por conocer los principios de la doctrina social de
la Iglesia y en llevarlos a cabo en primer lugar en nuestro propio ámbito,
donde se desarrolla nuestra vida.
De cada uno de nosotros se debería poder decir al
final de la vida que, como Jesucristo, pasó haciendo el bien16:
en la familia, en los compañeros de trabajo, en los amigos, en aquellos que
encontramos en el camino por cualquier motivo. «Los discípulos de Jesucristo
hemos de ser sembradores de fraternidad en todo momento y en todas las
circunstancias de la vida. Cuando un hombre o una mujer viven intensamente el
espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones reflejan y comunican la
caridad de Dios y los bienes del Reino. Es preciso que los cristianos sepamos
poner en nuestras relaciones cotidianas de familia, amistad, vecindad, trabajo
y esparcimiento, el sello del amor cristiano, que es sencillez, veracidad,
fidelidad, mansedumbre, generosidad, solidaridad y alegría»17.
1 Cfr. Mt 9,
38; Jn 4, 38; Mt 22, 3. —
2 Lc 10,
16. —
3 Jn 20,
21. —
5 Mt 10, 7, 15 —
6 Cfr. Mc 16, 15; Mt 28,
18-20. —
8 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986,
p. 49 —
10 Jn 10,
10. —
11 J.
M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política, Palabra, 3ª
ed., Madrid 1973, p. 114 —
12 S.
C. para la doctrina de la fe, Instr. Libertad cristiana y
liberación, 22-II-1986, 60. —
13 2
Cor 5, 14. —
14 S.
C. para la doctrina de la fe, o. c., 57. —
15 Juan
Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 3-XII-1987, 38.
—
16 Cfr. Hech 10,
38 —
17 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. Los católicos en la vida pública,
22-IV-1986, 111.
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