Francisco
Fernández-Carvajal 11 de julio de 2019
— El Señor, ejemplo de estas dos virtudes, que se
perfeccionan mutuamente.
— Pedir consejo.
— La falsa prudencia.
I. Jesús envía a
los Doce por todo Israel anunciando que el Reino de
Dios se acerca, está ya muy próximo. Y el Maestro les da unos consejos bien
precisos sobre lo que han de hacer y decir, y les habla de las dificultades que
sufrirán. Así, leemos en el Evangelio de la Misa: Mirad que Yo os envío
como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes y
sencillos como las palomas1.
Han de ser cautos para no dejarse engañar por el mal, para reconocer a los
lobos disfrazados de corderos, para distinguir a los falsos de los verdaderos
profetas2, y para no dejar pasar una sola ocasión de anunciar el
Evangelio y de hacer el bien. Han de ser a la vez sencillos, porque solo quien
es así puede ganarse el corazón de todos. Sin sencillez, la prudencia se
convertirá fácilmente en astucia.
Los cristianos hemos de andar por el mundo con estas
dos virtudes, que se fortalecen y complementan. La sencillez supone rectitud de
intención, firmeza y coherencia en la conducta. La prudencia señala en cada
ocasión los medios más adecuados para cumplir nuestro fin. San Agustín enseña
que la prudencia «es el amor que discierne lo que ayuda a ir a Dios de aquello
que lo entorpece»3.
Esta virtud nos permite conocer con objetividad la realidad de
las cosas, según el fin último; juzgar acertadamente sobre el
camino a seguir, y actuar en consecuencia. «Prudente no es –como frecuentemente
se cree– el que sabe arreglárselas en la vida y sacar de ella el máximo
provecho, sino quien acierta a edificar la vida entera según la voz de la
conciencia recta y según las exigencias de la moral justa.
»De este modo, la prudencia viene a ser la clave para
que cada uno realice la tarea fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea
es la perfección del hombre mismo»4,
la santidad.
El Señor nos enseñó a ser prudentes con su palabra y
con su ejemplo. La primera vez que habló en los atrios del Templo, a los doce
años, todos admiraban su prudencia5.
Más tarde, durante su vida pública, sus palabras y su conducta eran tan claras
como prudentes, de tal manera que sus enemigos no podían contradecirle.
No se anda el Señor con subterfugios, pero tiene en cuenta el público a quien
habla; por eso da a conocer su mesianidad de modo gradual y anuncia su muerte
en la Cruz según el grado de preparación y conocimientos de quienes le
escuchan. De Cristo hemos de aprender nosotros.
II. Para ser
prudentes es necesario tener luz en el entendimiento; así podremos juzgar con
rectitud los hechos y las circunstancias6;
solo con una buena formación doctrinal religiosa y ascética, y con la ayuda de
la gracia, sabremos encontrar los caminos que verdaderamente llevan a Dios, qué
decisiones hemos de tomar... Sin embargo, en muchas ocasiones habremos de pedir
consejo. «El primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia
limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que
no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que
es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un
consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por
nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta
solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado
y recto»7.
Santo Tomás indica que, de ordinario, antes de tomar
decisiones que acarreen graves consecuencias para sí o para otros, se debe
pedir consejo8. Pero no solamente en esos casos extremos debemos pedirlo. A
veces se hace urgente una orientación, a mayores y pequeños, en materia de
lectura de libros, revistas y periódicos o asistencia a espectáculos que, unas
veces de forma violenta y otras de una manera solapada, pueden arrebatar la fe
del alma o crear un fondo malo en el corazón, en el que después arraiguen con
facilidad todo género de dudas o de tentaciones que se podían haber evitado con
un poco más de humildad y de prudencia. No existe justificación alguna para no
alejarse de una situación que puede ser el comienzo del descamino.
La sencillez nos mueve a rectificar cuando nos hemos
equivocado, cuando aparecen datos nuevos que cambian el planteamiento y la
solución de un problema. En la vida sobrenatural, la sencillez, tan cercana a
la humildad, nos lleva a pedir perdón muchas veces en nuestra vida, pues son
muchas las flaquezas y los errores que cometemos.
El Papa Juan Pablo II, hablando de la prudencia,
invitaba a un examen de conciencia de la propia conducta, que hoy podemos hacer
nuestro: «¿Soy prudente? ¿Vivo consecuente y responsablemente? El programa que
realizo, ¿sirve para el bien verdadero? ¿Sirve para la salvación que quiere
para nosotros Cristo y la Iglesia?»9.
¿Voy derechamente a conseguir el fin sobrenatural –la santidad– para el que me
llamó el Señor? ¿Dejo a un lado lo que entorpece mi caminar? ¿Suelo pedir
consejo en lo que a mi alma se refiere? ¿Rectifico cuando me equivoco?
III. No
sería buena la prudencia que, bajo la necesaria ponderación de los datos,
escondiera la cobardía de no tomar una decisión arriesgada, de evitar
enfrentarse a un problema. No es prudente la actitud del que se deja llevar por
los respetos humanos en el apostolado y deja pasar las ocasiones, esperando
otras mejores que quizá nunca se presenten. A esta falsa virtud, San Pablo la
llama prudencia de la carne10.
Es la que desearía más razones y argumentos ante la entrega que Dios pide al
alma, la que se preocupa excesivamente del futuro y le sirve de argumento para
no ser generoso en el presente; es aquella que siempre encuentra alguna razón
para no tomar la decisión que le compromete del todo.
La prudencia no es falta de arrojo para la entrega y
para las empresas de Dios, no es habilidad para buscar tibios compromisos o
para justificar con aceptables teorías una actitud remisa y negligente. No
actuaron así los Apóstoles. Buscaron en todo momento, con sus flaquezas y a
veces con sus temores, el camino de una más rápida propagación de la doctrina
de su Maestro, aunque estos caminos a veces los llevaran a molestias y
tribulaciones sin cuento, e incluso hasta el martirio.
La vida de seguimiento al Señor está hecha de pequeñas
y de grandes locuras, como ocurre en todo amor verdadero. Cuando el Señor nos
pida más –y nos lo pide siempre–, no podemos detenernos por una falsa
prudencia, la prudencia del mundo, por el juicio de aquellos que no se sienten
llamados y que lo ven todo con ojos humanos, y a veces ni siquiera humanos,
porque tienen una visión solo terrena y pegada a la tierra. Ningún hombre y
ninguna mujer se habrían entregado a Dios o habrían iniciado una empresa
sobrenatural con esta prudencia de la carne. Siempre habrían encontrado
argumentos y «razones» para decir que no, o para retrasar la
respuesta a un tiempo más oportuno, que muchas veces significa lo mismo.
Jesús fue tachado de loco11,
y la más elemental de las cautelas le hubiese bastado para escapar a la muerte.
Pocas fórmulas le hubieran bastado para mitigar su doctrina y llegar a un
compromiso con los fariseos, para presentar de otro modo su doctrina sobre la
Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún12,
donde muchos le abandonaron; pocas palabras le hubieran bastado –¡a Él, que era
la Sabiduría eterna!– para conseguir la libertad cuando estaba en manos de
Pilato. No fue Jesús prudente según el mundo, pero lo fue más que las
serpientes, más que los hombres, más que sus enemigos. Con otro género de
prudencia. Esa ha ser la nuestra, aunque por imitarle alguna vez los hombres
nos llamen locos e imprudentes. La prudencia sobrenatural nos señala en todo
momento el camino más rápido y directo para llegar hasta Cristo..., acompañados
de muchos amigos, parientes, colegas...
«¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que
Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino
de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas
responder con un “fiat!” –¡hágase!–, que una la tierra al Cielo»13.
1 Mt 10,
16. —
2 Mt 7,
15. —
3 San
Agustín, De las costumbres de la Iglesia católica, 25, 46.
—
4 Juan
Pablo II, Alocución 25-X-1978. —
5 Lc 2,
47. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, pp. 625 ss. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 86. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 49, a. 3. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit. —
10 Cfr. Rom 8,
6. —
11 Mt 3,
21. —
12 Cfr. Jn 6,
1 ss. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 124.
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