Editorial Revista SIC 752, 14/03/2013
En
Venezuela queda mucho camino por andar para la constitución real del poder
popular. La marcha hacia la democracia en su más elemental significado pasa por
la efectiva construcción de éste. Los desvíos del camino democrático sufridos
desde hace tiempo se deben principalmente a que, de forma expresa, se pretendió
construir un sistema político democrático sin sujeto popular con poder de
decisión. El poder que se constituyó, el aparato burocrático cuyos fundamentos
se encuentran en los dispositivos legales, dejó de responder a las necesidades
populares.
El punto de partida es el poder popular entendido
como la articulación histórica ‒organizada en formas diversas‒ de una pluralidad de identidades sociales que, en ejercicio pleno de
soberanía, toma decisiones en todos los ámbitos (político, económico, social,
ambiental, organizativo, internacional, entre otros). Es necesario reconocer
que el pueblo (todos los sectores sociales subalternizados),
es el agente de su propia experiencia en la que identifica un horizonte
deseable y lo construye de modo colectivo.
Es
por ello que el planteamiento de una nueva comunidad política, como expresión
de un proyecto socio-político alternativo planteada desde lo popular, exige de
suyo contribuir al proceso de organización y politización de las múltiples
identidades sociales sometidas a diferentes formas de dominación, en tanto
expresión de ruptura con el orden constituido. Como tal, el poder popular no
existe sin más. Puede aparecer en la historia así como desaparecer. Ello es
producto de un conjunto de factores históricos y coyunturales que posibilitan
su existencia: la experiencia de cada identidad social en autoposesión de sí
misma; el proceso de constitución en sujeto político, en articulación con otras
identidades sociales.
En
ese sentido, el poder popular no puede ser “secuestrado” o cooptado por la
institucionalidad y la forma Estado, pues en esencia está en ser un poder constituyente y no constituido. La pretensión de
cosificarlo institucionalizándolo lo desvirtúa. Pero para que no quede en una
mera posibilidad inexistente debe formalizarse para poder cumplir las funciones
de lo político. En este sentido son importantes las mediaciones.
Se
trata, en cierta manera, de un ejercicio delegado del poder, pero de un poder
que debe ser constantemente remitido a las bases populares. Los que mandan
deben mandar escuchando y respondiendo a la gente popular. Retomar esa
condición como fundamento de todo poder político, y como criterio último de
legitimación, es necesario porque permite separar las posibilidades reales del
ejercicio del poder y oponer al poder como dominación una noción positiva.
Esta
separación es ineludible porque cabe siempre la posibilidad de que el ejercicio
representativo (de aquel poder primero que radica en las bases populares) se
convierta en un fetiche, es decir que se vuelva sobre sí mismo y se autoafirme
como la última instancia del poder. Así ha ocurrido con las élites o la clase
política cuando han dejado de responder a las mayorías populares y, en
consecuencia, han transformado el poder político en antidemocrático, ya que el
poder fetichizado se autofundamenta en su propia voluntad despótica.
Retos para una autentica participación
Existe
un discurso codificado como un paquete cerrado sobre el poder popular de
marcado sesgo ideológico, en el sentido marxista de conceptualización
encubridora. La contradicción está en que se invoca el término, incluso
con convicción y entusiasmo, cuando se profesa que el pueblo no da sino para
las revueltas de la desesperación y que el partido es su única conciencia
posible. Desde esa ideología el pueblo no es más que el coro que aplaude a su
líder y que vocifera contra “los enemigos del pueblo”, señalados por el
partido. En este horizonte el poder del pueblo consiste en que amplifica lo del
partido y en cierto modo lo impone por la contundencia de su número y de sus
movilizaciones.
Frente a esto, nosotros asumimos el poder popular
referido más bien como experiencias tangibles de señalamiento de problemas ‒y de prioridades‒ en su propio ámbito y en su propia cotidianidad, demandando una
gerencia mancomunada frente a tales problemas. Aquí, la entidad concreta del
pueblo sería la de vecinos, ya que la gestión de poder popular, en
este caso, haría referencia a la calidad de la vida concreta, compartida, que
afecta a todos. Las preferencias político-partidistas no pueden dar el tono;
han de ser respetadas en todo caso, pero en este ámbito sólo hay auténtico
poder cuando todos actúan en su condición de vecinos.
Para el ejercicio de este poder auténticamente como
vecino se tienen que enfrentar y superar una serie de problemas enquistados en
el vecindario. Uno de ellos es la existencia de caciques que subordinan a una parte de éste e imponen sus intereses en nombre de
todos. La época más reciente de la modernidad y la movilización de masas dio
lugar a la aparición de intermediarios (líderes de partidos o de otras
organizaciones); su misión consiste en bajar la línea al barrio de manera que
los vecinos acepten como dádiva lo que se les debe en justicia. De la época del
populismo quedó la malformación en una serie de vecinos de considerarse como
receptores de bienes y servicios de los amos de turno a cambio de estar en su
línea.
Para superar esas malformaciones, nosotros nos
planteamos la necesidad de estimular la participación en condición de sujetos conscientes y libres. El problema de la participación choca con la
malformación leninista de los grupos de presión en el sistema asambleario, que deciden, no permitiendo que se exprese el
genuino sentir de cada uno. Por eso insistimos en la necesidad de establecer
para todas las decisiones el voto secreto tras
la deliberación pública.
La
concepción de la democracia como la dictadura de la mayoría sobre la minoría es
otro de los problemas que hay que afrontar. Frente a esta malformación, asentamos
que en el espacio abarcable de lo vecinal es donde se puede ejercer mejor un
manejo de lo público, siguiendo el parecer de la mayoría, pero teniendo en
cuenta, en cuanto sea componible, el parecer y los intereses de las minorías.
El tema de los
recursos es otra de las dificultades que hay que asumir. En
el organigrama institucional no se contempla de modo específico el poder
popular de los vecinos, por eso ellos no tienen recursos. Es imprescindible
encontrar figuras jurídicas en las que se prevea la actuación mancomunada del
municipio, el ministerio correspondiente y los vecinos organizados. Los
consorcios que se establecieron durante el primer año del gobierno de Chávez
nos parecen un modelo a seguir.
Hemos
expuesto cada uno de estos problemas específicos porque sólo señalándolos,
enfrentándolos y superándolos podrá tener un sentido concreto la expresión de
poder popular, tan manida y que, sin embargo, ha tenido en nuestra democracia
una historia tan esforzada, digna de que dé todos sus frutos.
Como
se puede ver, nosotros estamos convencidos de que la democracia no tiene
viabilidad en nuestro país si no se supera la democracia de meros ciudadanos
para instaurar otra que discrimine positivamente a los discriminados de toda la
vida. Este es el sentido profundo de la propuesta de poder popular que acá
hemos esbozado.
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