SAÚL HERNÁNDEZ BOLÍVAR 03 de
Junio del 2013
Recibir a Capriles no
fue un error -de cálculo, tal vez-, ni un pecado, ni una puñalada.
La pataleta que le hizo Nicolás Maduro
al ‘mejor amigo’ de su pajarito es un pésimo remake de las histriónicas
bravuconadas de Chávez contra Álvaro Uribe. Como cuando el presidente
colombiano lo removió del papel de mediador en el tema de los secuestrados por
andar llamando a nuestros generales o cuando se dio de baja a ‘Reyes’, en
Ecuador. ¡Qué furia la del difunto!
A Santos también lo maltrató. En plena
campaña presidencial dijo: “Ese caballero es de verdad un mafioso”. Y agregó:
“decente creo que pudiera ser cualquier candidato, menos Santos, que es el
señor de la guerra, el pitiyanqui número uno de Colombia”. Claro que eran
tiempos en que Chávez, al igual que nosotros, creía que Santos era un fiel
representante del uribismo.
La verdad es que la visita de Henrique
Capriles no pudo ser más oportuna, porque sirve para poner de presente ciertas
cosas. Lo primero es que Santos puede recibir a quien quiera, porque es
presidente legítimo de un país soberano. Maduro manda –aunque espuriamente– del
Orinoco pa’allá, y no tiene por qué hacerle berrinches a ningún mandatario
nuestro. A Venezuela nada le debemos; por el contrario, aún hay cuentas por
pagar que nos recuerdan que es mal cliente y que no es buena idea solucionarle
su escasez. A ese paciente (el socialismo del siglo XXI) hay que ayudarlo a
bien morir.
Lo segundo es que así como la culpa no
fue de Santos, en su momento tampoco lo fue de Uribe, quien, por obvias
razones, era el principal blanco del matoneo de los gobiernos afines a Caracas.
Si hubo roces con los vecinos fue porque Uribe tuvo la entereza de denunciar la
connivencia de estos con los terroristas. No así Santos, quien logró
restablecer relaciones –de lo que se ufana– porque accedió a mirar para otro
lado, como el que ve un delito y no lo denuncia. Valiente mérito.
De manera que por pusilánime, Santos
quedó expuesto al chantaje de los matones del barrio, quienes le tienen bien
medidito el aceite: desde el encuentro en Santa Marta les echó tierra a las
bases gringas, y ahora que es rehén del proceso en La Habana le ha tocado
quedarse callado con asuntos como el despojo del mar de San Andrés o las graves
acusaciones contra el expresidente Uribe.
Recibir a Capriles no fue un error –de
cálculo, tal vez–, ni un pecado, ni una puñalada. El Polo se cansó de ir a los
EE. UU. a despotricar del gobierno de Uribe y nadie les reclamó a los gringos
por reunirse con quienes solían quemar su bandera. Tampoco nadie le recriminó a
Chávez por recibir a ‘Teodora’, y eso que esta se movía por la región pidiendo
a grito herido que rompieran relaciones con Colombia.
Eso sí, pueden estar tranquilos los
que temen que esta pataleta pueda poner en peligro la tramoya de La Habana.
Maduro no se moverá de ahí, porque lo que está en juego no es la paz de
Colombia sino el poder, botín tras el que está la trinca Cuba-Venezuela-Farc.
Y porque lo de Maduro fue una huida
hacia delante, una reacción inevitable no a la reunión Santos-Capriles sino a
la barahúnda que armaron Diosdado y Jaua, quienes le tomaron la delantera
precisamente cuando se rumora que le tienen hecho el cajón para sacarlo de
Miraflores. Luchas intestinas, en medio de una terrible crisis económica, que
pueden provocar cualquier cosa.
Por cierto, Santos no se puede quejar
pues esta crisis sirvió para desviar la atención del artificioso acuerdo sobre
el agro. Hay puntos no concretados, no se conoce la letra menuda, es un
sancocho de promesas trasnochadas y tardará décadas en ejecutarse, sin garantía
de éxito. No es tildando de “histórico” un documento anodino como se va a
construir la paz en Colombia. El país quiere hechos, no gestos para la galería.
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