La nueva cúpula, en cuyas manos la revolución dejó de ser
un proyecto de redención social
No es una novedad
Lo sabemos desde hace mucho rato: la
revolución es un nido de alacranes, como lo admitió una vez el general Alberto
Müller Rojas, alarmado por la descomposición que progresaba en los entresijos
del poder. Desde el ascenso de Chávez no pasó demasiado tiempo para que
fermentaran las peores desviaciones. Nadie puede decir hoy que el comandante
estuvo al margen de ese proceso de putrefacción: él mismo solía ufanarse de
saberlo todo y fue él quien inauguró un modo de conducirse que no tardó en ser
reproducido por sus adláteres.
Su estilo pendenciero, un sello
personalísimo, fue adoptado por la vocería bolivariana y sus aplaudidores que,
durante años, han exhibido sin pudor la vulgaridad y la arrogancia calcada del
gran hegemón… El dato nunca pasó desapercibido: el propio José Vicente Rangel
habló del cese de la “hipocresía del poder”, para encomiar las formas
perdularias adquiridas por “el proceso”… El Mario Silva que los venezolanos han
conocido fue y seguirá siendo un símbolo de los modales del proyecto
bolivariano, cuyo jefe lo tuvo -hay que recordarlo- como el ejemplo del
“periodismo necesario” del que tantas veces habló en plan de aleccionamiento.
La revolución devino en lo que es
porque Chávez nunca se ocupó de que fuera algo distinto. Los autócratas suelen
permitir que prospere la corrupción y la intriga a su alrededor, porque éstas
son el cemento con el cual se construyen las lealtades más sólidas e inmorales.
No sería extraño que Chávez acumulara cartapacios de pruebas contra sus
colaboradores: alguien debió heredarlos, tal vez María Gabriela, o cualquier
otro miembro de la familia, cuya protección dependerá de esos archivos puestos
a buen resguardo, si acaso existieran…
La devastación de los mecanismos de
control del Estado no podía sino generar las condiciones para que “el proyecto”
terminara siendo un intento fallido. En la búsqueda de la fidelidad absoluta se
desintegraron las buenas intenciones que mucha gente le adjudicaba al
comandante. La podredumbre es la consecuencia inevitable de aquello a lo que
Chávez le asignó la principal importancia: la obediencia absoluta, de la que
fue ejemplo Mario Silva, junto al propio Diosdado Cabello, aunque ambos la
ejercieran según sus propios protocolos. El conductor de La Hojilla no lo
entiende y se siente superior, pero es obvio que tanto él como el presidente de
la AN son hijos de la misma sordidez. Ninguno es mejor que el otro, porque los
dos son expresiones de la obscenidad y la degradación.
La corrupción y el latrocinio fueron
los ejes capitales a partir de los cuales se conformó la nueva élite del poder:
la nueva cúpula podrida, en cuyas manos la revolución dejó de ser un
esperanzador proyecto de redención social.
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