RAFAEL LUCIANI sábado 29 de
marzo de 2014
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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@rafluciani
Estamos siendo testigos de acciones
que no pueden ser analizadas solamente bajo las premisas de un debate político
o económico. La presencia de signos de una cultura de la muerte que
secuestra, tortura, practica el ensañamiento y viola los derechos privados y
procesales, cambia la impostación de cualquier juicio. No podemos seguir
evadiendo la pregunta por el talante humano que hemos ido
forjando como nación y que nos ha llevado a ser cómplices del mal,
con acciones individuales subestimadas como males menores, que han propiciado
un hecho trágico como es la deshumanización de un país.
Hay actitudes que deshumanizan: la teología las llama pecado personal o estructural. Cuando se da un proceso de aparente irreversibilidad y se siente que ya no existe nadie que no esté afectado, entonces podemos hablar, como dice Jean Nabert, de un exceso del mal. Es ahí cuando aquello que es injustificable pasa a ser insoportable, pues se pierde la capacidad de escándalo ante la existencia de normas violadas sin límite y el cierre de caminos de pacificación.
Hemos vivido, por años, un proceso de acostumbramiento, como lo llamaba Max Picard. Hemos perdido esa línea de demarcación entre la vida y la muerte, el sentido y el sinsentido. Se ha instaurado la triste sensación del morir cotidiano que nos deshumaniza, y se trata de algo peor que temer a la muerte misma porque nos roba la esperanza.
Lo más trágico del mal es que tales acciones, según Hayden, nos paralizan, nos convierten en seres superfluos, desmoralizados, quebrantados en nuestra dignidad, y dejamos de tratarnos como seres únicos e irrepetibles. Se impone, entonces, hablar del mal y llamar la atención a la responsabilidad de cada uno, por acción u omisión, en la situación actual. No será la Providencia Divina ni el legalismo formal lo que nos salvará. En una cultura mayoritariamente cristiana cabe parafrasear a Wiesel ante Auschwitz: «ha fracasado el cristianismo». Nos referimos a la crisis en la transmisión profética de esos valores que nos han inspirado.
Es imperativo reconocer que hemos fracasado y necesitamos convertirnos. Esto implica, hoy, escuchar a las víctimas, pues son signos vivientes de esa herida abierta que necesita ser sanada; ellas han padecido el mal y claman por una reconciliación nacional. Hay que dejar de ser cómplices o neutros, y volver a ser hermanos para poder frenar el mal. Se atribuye a Burke esta frase: «lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada».
El mal no nace por imposición de un régimen, sino de personas que voltean sus miradas ante los males menores, como el de la violencia verbal y física que hoy caracteriza a los que ejercen funciones públicas. Esto «jamás ha hecho otra cosa que destruir... encender las pasiones; acumular odio... y precipitar a los hombres a la dura necesidad de reconstruir... sobre los destrozos de la discordia» (Juan XXIII).
Tomado de: http://www.eluniversal.com/opinion/140329/la-deshumanizacion-de-un-pais
Hay actitudes que deshumanizan: la teología las llama pecado personal o estructural. Cuando se da un proceso de aparente irreversibilidad y se siente que ya no existe nadie que no esté afectado, entonces podemos hablar, como dice Jean Nabert, de un exceso del mal. Es ahí cuando aquello que es injustificable pasa a ser insoportable, pues se pierde la capacidad de escándalo ante la existencia de normas violadas sin límite y el cierre de caminos de pacificación.
Hemos vivido, por años, un proceso de acostumbramiento, como lo llamaba Max Picard. Hemos perdido esa línea de demarcación entre la vida y la muerte, el sentido y el sinsentido. Se ha instaurado la triste sensación del morir cotidiano que nos deshumaniza, y se trata de algo peor que temer a la muerte misma porque nos roba la esperanza.
Lo más trágico del mal es que tales acciones, según Hayden, nos paralizan, nos convierten en seres superfluos, desmoralizados, quebrantados en nuestra dignidad, y dejamos de tratarnos como seres únicos e irrepetibles. Se impone, entonces, hablar del mal y llamar la atención a la responsabilidad de cada uno, por acción u omisión, en la situación actual. No será la Providencia Divina ni el legalismo formal lo que nos salvará. En una cultura mayoritariamente cristiana cabe parafrasear a Wiesel ante Auschwitz: «ha fracasado el cristianismo». Nos referimos a la crisis en la transmisión profética de esos valores que nos han inspirado.
Es imperativo reconocer que hemos fracasado y necesitamos convertirnos. Esto implica, hoy, escuchar a las víctimas, pues son signos vivientes de esa herida abierta que necesita ser sanada; ellas han padecido el mal y claman por una reconciliación nacional. Hay que dejar de ser cómplices o neutros, y volver a ser hermanos para poder frenar el mal. Se atribuye a Burke esta frase: «lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada».
El mal no nace por imposición de un régimen, sino de personas que voltean sus miradas ante los males menores, como el de la violencia verbal y física que hoy caracteriza a los que ejercen funciones públicas. Esto «jamás ha hecho otra cosa que destruir... encender las pasiones; acumular odio... y precipitar a los hombres a la dura necesidad de reconstruir... sobre los destrozos de la discordia» (Juan XXIII).
Tomado de: http://www.eluniversal.com/opinion/140329/la-deshumanizacion-de-un-pais
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