Por Jesús Alexis González, 08/09/2014
Iniciamos con una obviedad que por sabida se
calla (y se descuida): el gobierno
democrático se inicia después de las elecciones; lo cual equivale a
gobernar para el bien común (representar a la nación como un todo) habida
cuenta que más que un gobierno se elige
para quién se gobierna, en un contexto de pluralismo democrático (convivencia de ideas, creencias y
concepciones) que facilite desplegar nuestras capacidades hasta alcanzar una vida digna en un ambiente de esperanza
y alegría apuntalado por un Estado de
Derecho (gobierno de leyes) que garantice la libertad y la justicia
(deberes y derechos, asumiendo como objetivo fundamental enfrentar las
desigualdades sociales y económicas) en aras de la distribución más justa (para
todos) de los beneficios sociales teniendo como norte que los estratos menos
favorecidos superen su condición pero en un ambiente de progreso simultáneo de todos los estratos; en el entendido que en
la movilidad social es vital el bienestar (provisión de bienes y servicios)
donde el Estado, más allá de la visión reduccionista referida a la
socialización de los medios de producción, propicie un contexto generador de
confianza para el desenvolvimiento económico. En el caso venezolano (y como
requisito para transitar hacia el desarrollo), ha de cambiar la percepción
sobre nuestra condición de país rico en términos per cápita donde se configura
(suponen) un escenario donde el Estado puede asumir (de forma centralizada) el rol de gran y único benefactor como
distribuidor de la renta petrolera, sin la obligación de procurar las
condiciones para impulsar la riqueza
humana y el bienestar ciudadano y aislado de concretos basamentos sociopolíticos
en armonía funcional democrática; colocándose como un actor principal que actúa
impulsado por cuestiones de una ideología
política simplista en el marco de un enfrentamiento entre capitalismo y
socialismo.
El militarismo (predominio
del elemento militar en los asuntos de un Estado) que en la actualidad refleja
Venezuela, tiene una especial condición de origen ante su arribo al poder por
la vía electoral (06-12-1998) bajo la premisa (que la mayor minoría aceptó) de(1) la supuesta incapacidad de los
sectores sociales para coordinar un proyecto político-social,(2) de una decadencia de la clase
política y(3) en función de salvar la democracia (que en honor a la
verdad mostraba desde los 80 signos de agotamiento). A tenor de ello, el nuevo
Gobierno concentró desde el inicio esfuerzos para neutralizar la fuerza
opositora nacional mediante una militarización
del sistema político estatal, elevando el estamento militar sobre el poder
civil (con colaboradores civiles); pero al propio tiempo emergió carente de un concreto proyecto
socio-económico y de una necesaria burocracia (militar, según nuestro
enfoque) para adelantar su propuesta de cambio. Tan sensible falla de origen en
materia económica, que en la actualidad se mantiene (sin modelo y sistema
económico), es por cierto aceptada por los propios conductores del proceso como
por ejemplo el presidente de la Comisión Permanente de Finanzas y Desarrollo
Económico quien afirmó (El Universal, 29-08-2014): “el Estado no está en contra
de la empresa privada, más bien está en la búsqueda y desarrollo de un modelo
del socialismo bolivariano del siglo XXI” (fin de la cita), lo cual se traduce
en una mea culpa con 15 años de atraso;
cuyo vacío ha propiciado múltiples
desequilibrios tanto microeconómicos (afecta el hogar y la familia) como
macroeconómicos (afecta el tejido industrial y la producción). Es de resaltar,
que tal perverso desbalance, no fue
referenciado en la cadena nacional Presidencial (02-09-2014) al momento de anunciar el esperado sacudón, que
en realidad se convirtió en una brisa de
cambios para dejar todo igual (salvo el nombramiento de un General de
Brigada como Vicepresidente del Área Económica y ministro de Economía y
Finanzas, hasta completar cinco militares en el Gabinete), y muy por el
contrario se afirmó sobre una radicalización
del socialismo territorial (¡!) y la construcción del Estado Comunal con la
consecuente amenaza sobre la demolición del sector privado de la economía y la
potencial desaparición de las Gobernaciones y Alcaldías; o lo que es lo mismo,
se volvió a ofrecer otra utopía huérfana
de un sistema de creencias y de elementos cognitivos ligados a la verdad y
la pasión, pero que a esta revolución le sirve de contrapeso necesario para
suplir su ausencia ideológica que irreversiblemente puede traducirse (como ha
sido en otros ensayos militares del
Continente), en un rechazo ciudadano hacia un incierto crecimiento económico que soslaya la riqueza humana y la
libertad en favor de un supuesto orden y eficiencia donde priva el mandar sobre el gobernar y mantener
el poder a cualquier costo, incluido el ejercicio de la represión ante toda
acción calificada como desestabilizadora. La autocrítica gubernamental y la
consecuente inflexión de rumbo no admite más dilación; teniendo presente que “ser gobernados por la mera apetencia es
esclavitud, mientras que la obediencia a lo que la ley prescribe para cada uno
es libertad” (J.J, Rousseau, El Contrato Social).
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