Alberto Barrera Tyszka 04 de septiembre de 2016
Mucho
antes de ser presidente, Hugo Chávez también organizó concursos de belleza.
Cuando
era soldado solía desarrollar actividades culturales entre las que se
destacaban las elecciones de misses. Sobre una tarima, micrófono en mano,
Chávez también fungía como animador, guiando el concurso, motivando al público,
leyendo el veredicto final. Ya su vocación de showman latía debajo de su
uniforme. Según sus propias palabras, en estos improvisados certámenes, siempre
copiaba los procedimientos que había visto en la televisión. Esa fue su gran
escuela.
Años
después, en 1992, cuando intentó tomar el poder mediante un golpe de Estado, el
espectáculo mediático le envió otra señal. Gracias a la televisión, su fracaso
militar se convirtió en una victoria política. Cuando Chávez apareció en la TV,
llamando a sus compañeros a rendirse, conquistó a la audiencia. Un minuto en la
pantalla fue más eficaz y fulminante que los tanques, las ametralladoras y las
balas.
Así se
inició en la política. Su origen no está en las luchas sociales. Llegó a la
presidencia sin haber ejercido nunca antes un cargo público, un puesto de
representación, un trabajo que lo obligara a negociar con otros. Desde que ganó
su primera elección (1998) hasta la última (2012), Chávez se fue haciendo un
experto en convertir el espectáculo televisivo en una forma de gobierno.
Ahora
Donald Trump le está proponiendo lo mismo a Estados Unidos.
Más
allá de las diferencias ideológicas, Trump y Chávez comparten una misma
vocación telegénica. Ambos construyen el liderazgo con las herramientas y los
procedimientos del espectáculo mediático. Chávez aparecía todos los domingos en
un show personal llamado “Aló, Presidente”, un programa donde podía cantar,
comentar la realidad o nombrar y destituir ministros. No tenía límite de
tiempo. El más largo duró 8 horas y 7 minutos.
Pero,
además, Chávez podía decidir aparecer en los medios en cualquier momento. Para
eso usaba las “cadenas” (emisiones que están obligadas a transmitir todos los
medios radioeléctricos del país). Hasta el año 2012 había realizado 2377
cadenas, sumando 1641 horas en los medios. Como mínimo, Chávez tuvo diariamente
54 minutos de presencia protagónica en la televisión. Su verdadera utopía
parecía ser la consolidación de un telegobierno.
De la
misma manera, no se puede entender a Trump sin la televisión. No solo por el
apoyo directo que le han dado algunos canales privados: una cobertura gratuita
equivalente a 2 mil millones de dólares.
Se
trata también de su propia identidad. Su verdadero crecimiento como personaje
público se origina en The Apprentice, un show donde él era el animador, el juez
y también el premio, y que acumuló 10 temporadas y millones de televidentes.
Desde ahí comenzó a asociar su imagen a la idea de que los problemas
financieros se pueden resolver muy fácilmente, con autoridad y en una hora de
televisión. Así también es su campaña. Para él, la democracia es un concurso,
un reality show.
Chávez
y Trump son expertos en la provocación. Saben cómo producir continuamente una
noticia. Manejan bien los falsos suspensos. Sus narrativas están más cerca de
la ficción audiovisual que del debate político. Un ejemplo elocuente es la
visita de Trump a Enrique Peña Nieto. Se mostró aplacado y diplomático en
Ciudad de México y horas después, en Phoenix, no solo dijo que México pagaría
cien por ciento del muro, sino que lanzó otro ataque feroz contra los
inmigrantes. Su lógica no reside en el pensamiento sino en la emoción. Su
coherencia solo es otra variable del show. Depende del auditorio. En el fondo,
engaña en ambos lados de la frontera. Probablemente ni siquiera él mismo sabe
lo que hará. No está gobernando. Solo está en campaña.
¿Realmente
Trump puede levantar un muro en la frontera con México? ¿Es en realidad un
proyecto probable, medianamente viable? No parece. Lo único que importa es el
efecto emocional que esa promesa despierta en la audiencia. Su única
consecuencia es mediática. Trump solo busca garantizar que el público siga —a
favor y en contra— escuchando a Donald Trump.
Chávez
también usaba la polémica como anzuelo. Era capaz de inventar o de magnificar
un conflicto para mantener en vilo a su público. Conocía perfectamente el poder
del lenguaje. En 2011 dijo: “Obama eres un fraude, un fraude total. Si yo
pudiese ser candidato en Estados Unidos te barrería”. Son palabras que tienen
la temperatura de un show televisivo. Donald Trump también conoce bien esos
trucos. Y tampoco tiene ningún escrúpulo a la hora de usarlos. “El Estado
Islámico honra al presidente Obama. Él es el fundador del Estado Islámico”,
dijo. No hay ni una sola idea detrás de estas fórmulas. No hay pensamiento sino
puro incendio mediático.
También
su relato es muy parecido, de una fantasía halagadora. Ambos discursos
denuncian un presente injustamente inmerecido. Ambos aluden a un pasado
heroico. El primer spot televisivo de Trump ofrece el regreso a un supuesto
pasado “seguro”. Trump promete como futuro la versión hollywoodense de la
Segunda Guerra Mundial.
Chávez
siempre propuso una vuelta a la épica de la guerra de independencia. Tanto que,
incluso, le cambió el nombre al país y ahora somos la República Bolivariana de
Venezuela. La premisa es la misma: existe un destino de gloria que nos ha sido
arrebatado por una fuerza enemiga. Es un cuento esquemático pero muy eficaz:
somos los mejores y debemos recuperar nuestros tesoros. También es un cuento peligroso:
legitima la violencia.
Los
discursos de Chávez y de Trump constantemente proponen la posibilidad de que la
violencia sea la mejor solución para ciertos conflictos. Más allá de sus
controversiales declaraciones sobre Hillary Clinton y la segunda enmienda, son
muchos los ejemplos de Trump expresando incluso sus propias ganas de golpear a
un adversario. Chávez hizo de la amenaza una rutina. Siempre recordaba que su
revolución era “pacífica pero estaba armada”.
Un
carisma como el de Chávez o Trump también es un síntoma. Reflejan lo que está
en sus propias sociedades. Chávez surge en un país que había cultivado la
certeza de ser un país rico pero que vivía en la pobreza. Un país con una larga
tradición militarista, deseoso de soñar con un caudillo que llegara a
distribuir equitativamente el botín petrolero.
De
igual forma, el éxito de Trump también habla de su país. O al menos de un
sector de su país que vive con incomodidad las consecuencias de la crisis
económica y la globalización. Habla de un país que se ve a sí mismo como un
país blanco, contaminado por la experiencia extranjera, sobre todo
latinoamericana y árabe. De un país que se siente seducido por la intolerancia.
Tanto
Trump como Chávez representan el espejismo de las soluciones mágicas. Son los
nuevos caudillos mediáticos. Contagian la idea de que los problemas sociales
tienen salidas fáciles y rápidas. Ambos representan la coronación de la
frivolidad mediática, el triunfo de la televisión sobre la política. Se trata
de una locura tentadora.
En
Venezuela, las consecuencias de haber optado por un caudillo mediático son
evidentes: los pronósticos de inflación para el 2016 superan el 700 por ciento.
Casi 2 millones de habitantes han debido emigrar. La ONU ha confirmado que nos
encontramos al borde de una crisis humanitaria. Ya sabemos que elegir a Chávez
significó elegir la destrucción del país.
Donald
Trump organizaba concursos de belleza y ahora quiere ser presidente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico