Por Félix Seijas Rodríguez
Transcurren los ochentas. Una
sucesión de hechos de corrupción embotan a la opinión pública. Desacertadas
decisiones en política monetaria socavan en silencio la salud económica del
país. Aquel recordado “viernes negro”, en 1983, estremece a la hasta entonces
creciente clase media. El sostenido descuido de las clases populares hace que
estas se perciban a sí mismas cada vez más desprotegidas. No es de
extrañar entonces que esa década marcara el inicio de un proceso de desgaste de
la confianza que hasta entonces la joven democracia había tejido en el
imaginario político y social venezolano, teniendo como base al modelo
bipartidista constituido por Acción Democrática (AD) y Copei. Este proceso hizo
su primera manifestación somática en 1989 con la explosión social conocida como
“el Caracazo”. Los signos continuaron con las asonadas golpistas de febrero y
noviembre de 1992, además de una baja sensible en la proporción de nuevos
inscritos en el padrón de votantes y un dramático aumento de la abstención
electoral.
En los comicios de 1993, la
para entonces polarización política entre blancos y verdes recibe la primera
sacudida en las urnas de votación, de la cual no sabría levantarse. Para esa
época, la simpatía partidista de AD había caído estrepitosamente de 45% a 15%,
dejando de golpe a 30% de la población flotando en un mar de desconfianzas en
el que ya otros naufragaban. Estos votantes, en medio de un severo proceso de
fractura de sus identidades políticas y sociales, comenzaron a buscar
respuestas en actores -y no en organizaciones- que representaran lo opuesto a
lo conocido, de lo cual querían alejarse. Así llega Hugo Chávez a la escena del
debate electoral, echando mano de un discurso que comenzaría a darle forma a
una nueva estructura de polarización política. Chávez conecta de manera
efectiva con un segmento de la población (aproximadamente 40%) que estaba
dispuesta a sacrificar institucionalidad por eficiencia, en la búsqueda de
dispositivos sociales que les proporcionaran beneficios que hasta entonces sentían
les eran negados.
Otra parte de la población (otro 40%) pensaba de manera
opuesta. Para ellos, renunciar al modelo democrático basado en el respeto a las
instituciones no era una opción, por lo que la figura del ex militar resultaba
una amenaza. Así comenzaba a moldearse el panorama que dominaría la dinámica
política por las siguientes décadas, reforzado de manera constante por un
discurso violento y repleto de términos bélicos que marcaba a todo lo que no se
plegara a su ala -el ala de Chávez- como el enemigo al que había que aniquilar.
En lugar de estar ocupados por
partidos políticos que diferían entre sí en doctrinas y estilos, pero que
compartían reglas claras enmarcadas en valores democráticos, los nuevos polos
tenían por un lado a un conjunto de individuos agrupados alrededor de la figura
de un caudillo que representaba el orden supremo a costa de lo que fuere, y por
el otro lado a cualquier cosa que representase lo opuesto al estilo y modelo
que asomaba Hugo Chávez. Esto planteó desde el inicio un escollo para el polo
opositor: ninguna organización política aglutinaba de manera natural a la masa
de personas que adversaban lo que el ex mandatario encarnaba. A los principales
dirigentes de estos partidos no les quedó otra opción sino la de agruparse en
una serie de coaliciones, que con el tiempo derivó en la actual Mesa de la
Unidad Democrática (MUD), cuyo éxito ha sido precisamente posicionarse como la
alternativa electoral al Gobierno.
En cuanto al 20% que no se
ubicaba en alguno de los polos, el chavismo ganó los primeros asaltos
atrayéndolos a sus aguas. Esa población, de conducta utilitaria, estaba lejos
de sentar fidelidades y solo buscaba quien resolviera sus problemas sin
importar colores, modelos o estilos. Resulta natural entonces que este sector,
entre el 2002 y 2003, retirase el apoyo al nuevo mandatario al percibir que
éste no respondía a sus expectativas. La oposición plantea de inmediato el
primer referendo revocatorio y el gobierno responde con la activación de
mecanismos autoritarios que impiden la consulta electoral, hasta tanto aquel
20% no hubiese regresado a su lado, cosa que sucede en 2004 gracias a la
implementación de los programas sociales conocidos como las misiones.
Con el fallecimiento de Hugo
Chávez la mitad del 20% utilitario se trasladó de inmediato al polo opositor,
provocando el ajustado resultado de las elecciones presidenciales de 2013.
Luego aparece la crisis económica continuando la merma en la simpatía hacia el
partido rojo -similar en velocidad a la que sufrió AD a principio de los
noventa-. Desde el deceso del ex mandatario, el PSUV vio reducir un saludable
45% de adhesión a niveles que apenas superan el 20%: la población regresa
progresivamente al mar de desconfianza en el que se encontraban en los años
noventa -para 1993 el 40% de la masa electoral no expresaba simpatía y
confianza por ninguna organización política. En los actuales momentos esa cifra
alcanza el 45%-.
Electoralmente las fuerzas se
han invertido. Como sucedía en 2003, el polo opositor atrae al 60% de la
intención de voto, mientras que el polo oficialista atrae a un desanimado 40%.
Sin embargo, las cifras de identificación partidista, los deseos y expectativas
del elector, y todo aquello que define los niveles de confianza social, indican
que la escena está servida para que se produzca el colapso de la polarización
política como hoy la conocemos. Ese momento llegará, y brindará una oportunidad
de oro para imponer una agenda que siente las bases que construyan una nueva
estructura de confianzas que consolide un sistema democrático saludable. En los
noventa el liderazgo político desbarató lo que con sangre se había conquistado
en los cincuenta.
Los líderes de hoy tienen en sus manos la responsabilidad de
rescatarlo. La historia, la experiencia, están ahí. Venezuela necesita
aciertos.
08-09-16
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