Por Luis Pérez Oramas
Se veía venir. Los signos
eran claros, los síntomas oscuros. Todas las aves agoreras lo anunciaban:
Nicolás Maduro Moros ha decidido no salir del laberinto.
La convocatoria
caricaturesca y tramposa a una Asamblea Constituyente es una de las decisiones
políticas más desesperadas, obtusas, estultas de la historia de nuestra nación.
Creo que nada, en verdad, se le compara.
El gobierno de la dictadura
se ha dejado hundir por su propia avalancha excrementaria: violando
desesperadamente la Constitución, por enésima vez, se confiesa autor absoluto e
indiscutible del golpe de Estado.
Fíjense: el primer
magistrado de la Nación denuncia con esta convocatoria todo el desprecio que le
merece la constitución de la República que preside y descaradamente revela la
naturaleza antidemocrática de su régimen.
Lo único que lo motiva
–también vergonzosamente expuesto en esta decisión incomprensible y suicida– es
el terror de perder el poder. Su cobardía no tiene medida, o sí: tiene la
medida de su capacidad para destruir un país entero por su miedo.
¿En qué lugar del mundo, qué
nación con un mínimo sentido de respeto por el destino de la gente, qué
organismo internacional va a reconocer una constitución que se proclama
violando todos los principios constitucionales que rigen la posibilidad de
enmienda o cambio de la ley fundamental? ¿Quién va a reconocer un régimen que
surgiría de tal Asamblea, en el supuesto negado de que esta Constituyente
poseyera un mínimo de condición de posibilidad para materializarse, cuando se
la convoca negando expresamente el principio del sufragio universal, fundamento
indiscutible de la soberanía política moderna?
La estulticia, la absoluta
desconexión con la realidad, la carencia de toda intuición, la pérdida total de
rumbo son las únicas sinrazones que pueden explicar la decisión absurda de
pretender re-fundar una república contra el 80% de la voluntad de sus
ciudadanos.
Esto no es viable, esto no
tendrá lugar: es más, esto es ya el fin del gobierno. Nicolás Maduro está en el
medio de su propia pesadilla: no ha tenido que dormirse para padecerla: él
mismo se la ha inventado, él mismo la ha creado.
Lamentablemente esa
pesadilla nos atañe a todos, nos hiere a todos, nos humilla a todos. Los
muertos de esa pesadilla son nuestros, nuestras y muy reales son sus heridas.
Pero su eje, su centro, su desquiciado nervio y su mayor víctima es su propio
autor, el personaje más mediocre que haya visto la historia política de
Venezuela –y probablemente del mundo– ocupar un cargo de esta magnitud.
Esta decisión manifiesta
claramente que el régimen dictatorial de Venezuela sobrepasa cualquier
precedente histórico en América Latina –quizá con la excepción de aquel imbécil
gobierno militar argentino que pensó un día poder sobrevivir políticamente
declarando una guerra contra Gran Bretaña.
Nicolás Maduro en cambio le
ha declarado la guerra a su propio país, a su propio pueblo y su derrota será
quizás más dolorosa para todos, porque sólo él cuenta con el monopolio de las
armas, pero también será peor, inmensamente peor para sí mismo y para la
camarilla corrupta y obnubilada que lo mantiene en el poder como se mantiene en
vida a un cuerpo cerebralmente muerto.
Hemos sobrepasado el límite
en el que toda fuerza, cualquier fuerza es inútil ante la voluntad moral e
iracunda de un pueblo: se nos viene encima, acaso, un incendio de proporciones
nunca vistas en Venezuela, y el único pirómano que lo enciende y lo alimenta es
este despreciable Nerón que nos gobierna. Pero también viene, para Nicolás
Maduro y para su régimen, la caída hacia un precipicio sin fin, oscuro y
cruento. Porque la estrategia de la Constituyente, insensatamente
antidemocrática y anticonstitucional, no es otra cosa que la estrategia del
abismo.
03-05-17
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