Francisco Fernández-Carvajal 07 de octubre de 2018
—
Cristo es el Buen samaritano, que baja del Cielo para curarnos.
—
Compasión efectiva y práctica para quien nos necesita.
—
Caridad con los más próximos.
I. La
parábola del Buen Samaritano que leemos en la Misa1,
y que solo recoge San Lucas, es uno de los relatos más bellos y entrañables del
Evangelio. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha
de vivir la caridad con todos. Es posible que el Señor no se encontrara lejos
de la ruta que lleva de Jericó a Jerusalén, pues muchas veces revestía sus
enseñanzas con detalles tomados de las circunstancias que le rodeaban. Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que,
después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo
medio muerto.
Muchos
Padres de la Iglesia y escritores cristianos antiguos identifican a Cristo con
el Buen Samaritano2;
el hombre que cayó en manos de los ladrones es figura de la humanidad herida y
despojada de sus bienes por el pecado original y los pecados personales.
«Despojaron al hombre de su inmortalidad, y lo cubrieron de llagas,
inclinándole al pecado»3,
afirma San Agustín. Y San Beda comenta que los pecados se llaman heridas porque
por ellos se destruye la integridad de la naturaleza humana4.
Los salteadores del camino son el demonio, las pasiones que incitan al mal, los
escándalos...; el levita y el sacerdote que pasaron de largo simbolizan la
Antigua Alianza, incapaces de curar. La posada era el lugar donde todos pueden
refugiarse y representa a la Iglesia. «... ¿Qué le habría ocurrido al pobre
judío, si el samaritano se hubiera quedado en su casa? ¿Qué habría ocurrido a
nuestras almas si el Hijo de Dios no hubiera emprendido su viaje?»5.
Pero Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a
cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas6. En
esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo
Unigénito al mundo para que por Él tengamos vida... Queridos –escribe
San Juan a los primeros fieles–, si así nos amó Dios también nosotros
debemos amarnos los unos a los otros7.
«La
parábola del Buen Samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de
Cristo mismo»8, pues toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al
hombre para remediar sus males materiales o espirituales. Esta misma compasión
hemos de tener nosotros, de tal manera que nunca pasemos de largo ante el
sufrimiento ajeno. Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con
las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la
caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus
discípulos.
II. La
parábola tuvo su origen en la pregunta de un doctor de la ley, que le
interpeló: ¿Quién es mi prójimo? Para que a todos quedara
claro, el Señor hizo desfilar ante el herido diversos personajes: Bajaba
casualmente por el mismo camino un sacerdote; y viéndole pasó de largo.
Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verlo se movió a
compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo
hizo subir en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.
Quiere
enseñarnos Jesús que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros
–sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad...– y necesite
nuestro socorro. El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer
nosotros. «Este Samaritano (Cristo) lavó nuestros pecados, sufrió por nosotros,
cargó con el hombre medio muerto, llevándole a la posada, esto es, a la
Iglesia, que recibe a todos y que no niega su auxilio a nadie, y a la cual nos
convoca Jesús diciendo: Venid a Mí... (Mt 11, 28).
Una vez que le llevó a la posada, no se marchó inmediatamente, sino que se
quedó con él una jornada entera, cuidándole día y noche... Cuando a la mañana
siguiente quiere marcharse, da de su buen dinero dos denarios y encarga al
posadero, a los ángeles de su Iglesia, que cuiden y lleven al Cielo al que Él
había cuidado en las angustias de este tiempo»9.
El
Señor nos anima a una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio
oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada en el camino de la
vida. Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la
soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo:
hambre, vestido, casa, trabajo...; la herida profunda de la ignorancia...;
llagas en el alma producidas por el pecado, que la Iglesia cura en el
sacramento de la Penitencia, pues Ella «es la posada, colocada en el camino de
la vida, que recibe a todos los que llegan, cansados del viaje o cargados con
los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero
fatigado descansa y, después que ha descansado, se repone con saludable
alimento»10.
Debemos
poner los medios para remediar esas situaciones de indigencia, como Cristo
mismo lo haría en esas circunstancias. ¡Qué buenos medios son la caridad y la
compasión para identificarnos con el Maestro! «Bajo sus múltiples formas –indigencia
material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la
muerte– la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en
que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de
salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador,
que la ha querido cargar sobre sí mismo (Mt 8, 17) e identificarse
con los más pequeños de sus hermanos (Mt 25, 40;
45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de
preferencia por parte de la Iglesia, que, desde sus orígenes, y a pesar de los
fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,
defenderlos y liberarlos»11.
Cuando
nos acerquemos a quien padece necesidad hemos de hacerlo con una caridad eficaz
y poniendo el corazón, haciendo nuestra aquella miseria que tratamos de
remediar. Advierte un autor clásico castellano que «el que de veras desea
acertar a contentar a Dios, entienda que una de las cosas principales que para
esto sirven es el cumplimiento de este mandamiento de amor, con tal que este
amor no sea desnudo y seco, sino acompañado de todos los afectos y
obras que del verdadero amor se suelen seguir, porque de la otra manera no
merecería el nombre de amor...»12.
Y añade a continuación: «debajo de este nombre de amor, entre otras muchas
cosas, se encierran señaladamente estas seis, conviene a saber: amar,
aconsejar, socorrer, sufrir, perdonar y edificar»13.
III. La
parábola del Buen Samaritano nos indica «cuál debe ser la relación de cada uno
de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido pasar de
largo, con indiferencia, sino que debernos pararnos junto a él. Buen
samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de
cualquier género que ese sea»14.
Dios nos pone al prójimo con sus necesidades y carencias en el camino de la
vida, y el amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos
heroicos y difíciles; por el contrario, muchas veces el Señor nos pide una
sonrisa, una palabra de aliento, un buen consejo, saber callar ante una palabra
molesta o impertinente, visitar a un amigo que se encuentra enfermo o un poco
solo, ejercitarnos en las muestras de educación habituales, como el saludo, dar
las gracias... Hay profesiones –señalaba el Papa Juan Pablo II– que son una
continua obra de misericordia, como en el caso del médico o de la enfermera15...
Pero cualquier oficio exige un trato atento, compasivo y respetuoso con las
personas con las que el trabajo nos pone en relación. Hemos de ejercitarnos en
ver a Cristo en las personas que tratamos.
A
todos hemos de acercarnos en sus necesidades espirituales y materiales, pero,
porque la caridad es ordenada, debemos dirigirnos de modo muy particular a
quienes están más próximos porque Dios los ha puesto –hermanos en la fe,
familia, amigos, compañeros de trabajo...– o porque ha querido, a través de las
circunstancias de la vida, que pasemos a su lado para cuidarles. «Pues si tan
misericordioso y humano fue un samaritano hacia un desconocido, ¿quién nos
perdonará si descuidamos a nuestros hermanos en males mayores?», se pregunta
San Juan Crisóstomo. Y, después de aconsejar que no indaguemos por qué otros no
lo han hecho –especialmente si son heridas del alma–, dice: «Cúrale tú y no
pidas a nadie cuenta de su negligencia. Si encontrases una moneda de oro, a
buen seguro que no pensarías: ¿por qué no la ha hallado otro? Al contrario,
correrías a tomarla cuanto antes. Pues has de saber que cuando encuentras a tu
hermano herido, has encontrado algo que vale más que un tesoro: el poder
cuidarle»16. No dejemos de hacerlo.
1 Lc 10,
25-37. —
2 Cfr. San
Agustín, Sermón sobre las palabras del Señor, 37. —
3 ídem,
en Catena Aurea, vol. V, p. 513. —
4 Cfr. San
Beda, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. —
5 R.
A. Knox, Sermones pastorales, Rialp, Madrid 1963, p. 140.
—
6 Is 53, 4; Mt 8,
17; 1 Pdr 2, 24; 1 Jn 3, 5. —
7 1 Jn 4, 9-11. —
8 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 28.
—
9 Orígenes, Homilía
34 sobre San Lucas. —
10 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. VI, p. 519. —
11 S.
C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia,
22-III-1986, 68. —
12 Fray
Luis de Granada, Guía de pecadores, 1, 2, 16. —
13 Ibídem.
—
14 Juan
Pablo II, loc. cit., 28. —
15 Ibídem,
29. —
16 San
Juan Crisóstomo, Contra ludeos, 8.
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