Por Ramón Guillermo
Aveledo
El único éxito del
grupo en el poder ha sido que la pregunta “¿cuándo se acabará esto?” vaya
siendo sustituida por “¿y usted cree que salgamos de esto?”. Es el desaliento
que empuja a la resignación y a “tablita de salvación” de la solución
individual: irme o adaptarme. No es un éxito menor, pero sí es costosísimo para
todos los venezolanos al perjudicarlos en su vida civil, económica, social. Y
también para la Fuerza Armada, porque no puede irle bien a una institución del
país si al país le va tan mal.
Al prolongarse, la
crisis venezolana no se estanca. Se agrava. Hay pequeños grupos a quienes no
les importa porque no la sufren, pero para la mayoría es un verdadero calvario
de impotencia, amargura, frustración. El deber de la política es ofrecer
soluciones viables. Su reto es cumplir. La antipolítica, desde o contra el
status quo, no es opción.
La antipolítica
ejercida desde arriba, desde el poder, se ha esmerado en obstruir o derribar
los caminos de la política: institucionalidad, canales constitucionales y
legales, reglas de convivencia, confianza en el voto. En el fondo, la lesión
gravísima es a nuestros derechos y libertades. Con ello, no sólo impide la
acción política, también la económica, es decir la de crear, invertir,
producir, trabajar, comprar y vender, endeudarse y pagar. Porque las libertades
y los derechos individuales, políticos, sociales, económicos y de todo tipo se
comunican y alimentan entre sí.
La antipolítica es una
forma de simplismo, de rebelión contra la complejidad que la realidad presenta.
Pero, más propiamente, deberíamos hablar de las antipolíticas.
La antipolítica desde
arriba cree que desmoralizando a la población, dividiendo y debilitando a la
oposición, resolverá su problema y el país y el mundo se acostumbrarán a
aceptar su reinado aunque sea sobre un desierto. Se equivoca. En ese aspecto,
no tiene resultados qué mostrar.
La antipolítica desde
abajo, desde afuera, tampoco tiene logros para mostrar. La magia de la vía
rápida ha demostrado ser tan supersticiosa como la quimera de reconstruir aquí
el socialismo que se derrumbó en todas partes y no por errores atribuibles a la
incompetencia o la corrupción -que los hubo- sino porque su diseño básico parte
de una falsa premisa.
La respuesta debe estar
en la política. Si hoy no está, hay que recuperarla de su extravío, por usar la
feliz expresión de Stambouli. Y entramos en un predio donde hay que prevenirse
frente al peligro de la consigna. Me formé en una escuela donde el realismo
político es principio operativo. No hay política sin realidad pero, echo mano
de Mounier: “Es necesario adaptarse; pero por adaptarse demasiado bien, nos
instalamos, y ya no soltamos amarras”.
Actuamos en la historia
(y en la política) que es, pero no nos adherimos a ella al punto de dejar de
hacer la historia (y la política) que debe ser.
Aquí, el subproducto
del continuismo “como sea” del grupo en el poder es generar un
participacionismo “como sea” en el marco movedizo de reglas que aquel no
respeta. Y no nos engañemos, no es política hacer de trompo servidor a la
antipolítica desde el poder.
Recuperar la política
es devolverle su sentido de compromiso, su contacto con la realidad y su
inteligencia para cambiarla. Para el poder, recuperar la política es
básicamente aceptar la complejidad de la vida social y comprender por qué ha
fracasado su intento de imposición unilateral. Para quienes queremos cambiar lo
que existe, es trabajar por una amplia coincidencia nacional en torno a
objetivos concretos, para lo cual es imprescindible empezar por lograr
restablecer reglas mínimas y voluntad de respetarlas.
Para todos, es
encontrarnos con este pueblo diverso al que debemos servir. Y eso sí que es
trabajo.
30-06-20
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