Por Luis E. Fidhel G.
Nuevamente, surge la
disyuntiva para el electorado venezolano sobre participar o no en las venideras
elecciones parlamentarias. Las recientes designaciones, por el Tribunal Supremo
de Justicia, de los rectores del Consejo Nacional Electoral y de directivas
"ad hoc" de los principales partidos de oposición, entre otros
signos, parecen desmotivar a los votantes y afianzar el autoritarismo de
Nicolás Maduro
En el contexto
latinoamericano, el chavismo surge dentro de la tendencia general de
los años 90 del siglo XX,
denominada neopopulismo o neo-autoritarismo.
Sus antecedentes pueden rastrearse hasta el peronismo, el
velasquismo y el fujimorismo. Fundamentados en el discurso
antipolítico, que invoca el desplazamiento de los partidos políticos en
funciones de “gobierno” y “poder”, no implica, necesariamente, su extinción
para salvaguardar las apariencias democráticas liberales hacia la coyuntura
internacional, pero trae como consecuencia el menoscabo de la pluralidad
política e institucionalidad liberal para ser sustituida por el estamento
militar.
En definitiva, se
caracteriza por la emergencia de outsiders antisistema, por el
colapso del sistema de partidos políticos y por la construcción de regímenes
autoritarios.
No se ignora la
incapacidad de la dirigencia partidista tradicional –conservadora– y renovadora
–liberal o socialista– para satisfacer las demandas sociales propias de las
“grandes mayorías”, que son el producto de políticas populistas, esencialmente
demagógicas. Se agravan por los populismos militaristas alternativos, más aún
cuando buscan legitimarse a través del discurso de izquierda –peronismo,
velasquismo, chavismo– y antiimperialista reactivo.
En última instancia: se
fortalecen los privilegios del sector militar –hegemónico – convirtiéndose este
en la nueva oligarquía, desplazando o conviviendo con los tradicionales o
conservadores que se “cuadran”, “adaptan” o “negocian” con la élite emergente,
legitimados por grupos de izquierda.
Autoritario desde el
inicio
El “sistema político
chavista” se caracteriza por un liderazgo que disminuye el papel de los grupos
organizados y que, desde las altas esferas del poder, promueve la antipolítica.
Esta es asumida como una fuerza personalista y mesiánica: Hugo Chávez se
ubicaba por encima del resto de los actores políticos y desplazó a los partidos
que ocuparon ese puesto durante la IV República. Desarrolló una “dinámica
autoritaria”, modificando las condiciones de funcionamiento de la democracia
liberal con acentuada arbitrariedad. Eliminó la prohibición de reelección
presidencial inmediata, el control civil sobre el militar y la distribución
institucional del poder, entre otros elementos.
Las expectativas
creadas por su popularidad, la legitimidad electoral, la retórica populista y
revolucionaria, la promesa antisistema y “de cambio”, el empoderamiento de
sectores excluidos, los intentos de redistribución de la riqueza, el discurso
antiimperialista, el apoyo cómplice de grupos izquierda y militares
descontentos, hacen subestimar los rasgos autoritarios, sin advertir la pérdida
del equilibrio de poder y la extrema concentración de este. Incluso, resultaba
un planteamiento irónico argumentar un presunto espíritu democrático con
manifestaciones autoritarias.
Destrucción de la
democracia representativa
Chávez, legitimado
popular y electoralmente al obtener una mayoría relevante, promovió un discurso
sobre la democracia participativa, coartada que sostuvo y justificó su
liderazgo personalista, antipolítico y autoritario, en ausencia de
instituciones políticas sólidas de contrapeso y de una sociedad civil fuerte.
Los equilibrios constitucionales mínimos no se respetaban.
La invocación a la
“participación” se hace deliberadamente para debilitar y desnaturalizar el
funcionamiento de la democracia representativa. Así también, se usa para
enfrentar a las instituciones representativas, a sus actores y partidos
políticos, con la finalidad de avasallarlos en nombre del protagonismo popular.
Emergen los líderes fuertes con discursos alternativos, antisistema, que
responsabilizan al neoliberalismo, a las instituciones representativas y a los
partidos tradicionales de ser culpables de las crisis y no llegar a concretarse
la alternativa de un gobierno participativo popular.
Dentro de este esquema,
la oferta sobre “democracia participativa” terminó siendo sectaria, al tener
por condición identificarse con las necesidades del “sistema político
chavista”. En consecuencia, no necesariamente se “empoderó” ni se fomentó la
autonomía de la sociedad civil y de las organizaciones populares de base.
Autoritarismo
competitivo
Se comenzó a hablar de
autoritarismo competitivo, electoral o plebiscitario. Un régimen con
legitimidad política, social y electoral, pero que no deja de manifestar rasgos
autoritarios en lo político. No se respetan los derechos de las minorías. Se
modifica el régimen legal, a través de manipulaciones judiciales. No existe
equilibrio de poderes y se adoptan decisiones arbitrarias.
Su entrada al poder la
logra a través de fórmulas democráticas. A pesar de reivindicar sus
antecedentes golpistas, gana elecciones. Pasa por encima de la Constitución
vigente, convoca la Asamblea Constituyente, disuelve el Congreso elegido y
reconfigura todos los poderes del Estado bajo su hegemonía política. Chávez
sería una manifestación temprana en el continente, con el antecedente de
Alberto Fujimori. Pero vendrían otros, en distinto grado, como Evo Morales,
Rafael Correa, Néstor Kirchner, Cristina Fernández y Daniel Ortega.
Tesis
participacionistas
Fue para las elecciones
presidenciales del 20 de mayo de 2018 que la oposición no presentó candidato
presidencial. Denunció la falta de garantías electorales y de acuerdos,
particularmente en la mesa de negociación que tuvo lugar en Santo Domingo. Fue
único candidato el ex gobernador Henry Falcón, fuera de la Mesa de Unidad
Democrática, órgano de negociación con el gobierno y la comunidad
internacional. Desde ese momento, se señaló que el sistema político chavista y
el presidente Maduro pasaron de un autoritarismo competitivo a un autoritarismo
hegemónico.
A nivel académico, se
suscitó el debate sobre la participación electoral de la ciudadanía. Algunos
sostenían que todo régimen no democrático formula dilemas estratégicos, para confundir
y ganar espacios. Conforme a esta interpretación, el dilema consistiría en que
la participación en las elecciones desplegaría todas las fuerzas para perder, y
la no participación le facilitaba la legitimación social al oficialismo, porque
no tiene contención, lo que le entrega cada vez más espacios y permite el
avance del totalitarismo. Habría que evaluar cuál de estas decisiones tendría
mayor capacidad y posibilidad de dar paso a la democracia.
Se asegura que el
estudio de la literatura y la teoría política, construidas con base en
experiencias y hechos históricos reales, llevan a concluir que muchas
dictaduras han salido con votos. Algunas transiciones han empezado por
procesos electorales, aun cuando se participa con las reglas fijadas por los
regímenes autoritarios. Pero ello exige claridad en la estrategia. Esto, como
vía para precipitar una crisis política mayor y sumarla a los otros elementos
que son esenciales para “fracturar” la coalición dominante e impulsar la
transición.
Tableros de ajedrez
Se asume que hay
que jugar al mismo tiempo en distintos tableros. Entre ellos están la
opinión pública nacional e internacional, la activación de los sectores
sociales, la actuación de los organismos multilaterales. También, el accionar
de los presidentes y parlamentos internacionales, conversaciones con y entre
empresarios, así como la interlocución con el “chavismo moderado”.
Es igualmente necesaria
la participación de la Iglesia, con sus valores espirituales; el comportamiento
de las Fuerzas Armadas Nacionales, las negociaciones con el gobierno y otros
factores de la coalición dominante. El último tablero es el de las
elecciones. Teniendo que participar, dar la pelea, documentar, reclamar,
hacer campaña. Todo al mismo tiempo, siendo la base de legitimación social. No
solo es el voto. Se trata del conjunto: es la gente, son los
partidos. Siempre habría que dejar abierta la puerta de la negociación y
hacerlo con acciones simultáneas.
Transición a la
democracia
La tesis reconoce el
paulatino autoritarismo del gobierno de Nicolás Maduro, calificado de
hegemónico. En este particular, se advierten dos únicos caminos: o se procura
el quiebre o colapso del régimen caracterizado por el autoritarismo, o bien se
produce una transición negociada. No hay otras opciones.
Un trabajo de Adam
Przeworski: “Algunos Problemas en el Estudio de las Transiciones a la
Democracia”, señala que las protestas sociales, la movilización callejera
continua, no derrumba ningún régimen en ninguna parte, porque finalmente la
“fuerza bruta” es la que se termina imponiendo. A no ser que se dé una fractura
en el núcleo del poder.
Mientras las Fuerzas
Armadas no muestren más abiertamente sus fracturas internas, no queda más que
presionar para que el régimen cumpla con la propia legalidad que proclama. El
objetivo es sacar provecho de todas las oportunidades y espacios que se
generen. Todo dependerá de qué tan electoralmente competitivo y dispuesto esté
el régimen a compartir o, en el mejor de los casos, perder el poder.
En ese momento, se le debe
presentar al ciudadano, como célula de la democracia, una alternativa creíble y
vías que lo convenzan de que «el momento del cambio llegó”. Una opción que
persuada a los “miembros sanos” del régimen de que no es posible continuar
aferrándose al poder, porque el país podría ser llevado al caos y coetáneamente
ponga “en ascuas” la viabilidad y supervivencia del régimen. Habría que
efectuar un diagnóstico sobre si los sectores gobernantes tendrían incentivos o
no para defeccionar o mantenerse leales al régimen.
Elecciones no
competitivas
Przeworski asevera que
las elecciones, al menos las que son competitivas, hay que defenderlas, porque
tienen muchas virtudes. Entre estas destaca que hacen que los políticos pongan
atención a los ciudadanos, provocan que las decisiones colectivas reflejen la
distribución de las preferencias individuales y permiten lograr la hazaña
emocional de “echar a los bribones” y a los malos gobiernos.
En razonamiento en
contrario, si en lo mínimo estas “virtudes” no se dan, no es necesario
defenderlas. De hecho, no favorecen a la democracia sino al autoritarismo.
Otros aspectos
La extrema gravedad de
la crisis no necesariamente juega en contra del régimen. Porque mientras sea
más larga, complicada y profunda, la capacidad de protesta y de movilización se
debilita. Si bien una profunda crisis social –económica, hiperinflación,
carencia de servicios básicos y bienes– se expresa en el rechazo al gobierno y
en la caída de su popularidad, esta no se traduce necesariamente en un
debilitamiento del poder, porque esa es una característica propia de la
legitimación de la democracia y no del autoritarismo.
Los regímenes cuya
estabilidad se fundamenta en el sector pretoriano-militar, por lo general,
están muy poco dispuestos a negociar posiciones tomadas. A menos que se plantee
una situación que comprometa seriamente su sostenimiento o estabilidad.
La participación o no
en un evento electoral dependería de la estrategia para lograr el objetivo.
Para el gobierno, el objetivo es la conservación del poder “cueste lo que
cueste”, estableciéndose un acuerdo mínimo común entre los factores
oficialistas, que los hace adoptar una estrategia. En el caso de la oposición,
no resulta cierto el haberse llegado a un acuerdo sobre lo que es necesario
hacer.
Abg. UCAB – Lic.
Estudios Internacionales UCV
03-07-20
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