Francisco Fernández-Carvajal 14 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Una vocación irrepetible.
— Nos da luz para caminar, y las gracias necesarias
para salir fortalecidos de todas las incidencias de nuestra vida.
— Perseverancia en la propia vocación.
I. Desde la cárcel,
donde San Pablo sufre abandonos y soledad, dirige una carta a los primeros
cristianos de Éfeso. Comienza con un canto alborozado de acción de gracias por
todos los dones recibidos del Señor, de modo particular por la vocación con que
Dios nos ha elegido personalmente desde la eternidad para ser sus discípulos y
extender su Reino aquí en la tierra. El Apóstol pone de manifiesto la radical
igualdad de la vocación con que todos somos llamados en Cristo por iniciativa
de Dios Padre, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo
para que fuéramos santos y sin mancha ante Él por el amor. Él nos ha destinado
en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya– a ser sus hijos, para que la
gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya1.
Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado
desde la eternidad a la más alta vocación divina. Dios Padre quiso expresamente
llamarnos a la vida (ningún hombre ha nacido por azar), creó directamente
nuestra alma única e irrepetible, y nos hizo participar de su vida íntima
mediante el Bautismo. Con este sacramento nos ha ungido Dios con su
unción, y también nos ha marcado con su sello, y ha puesto en nuestros
corazones el Espíritu como prenda2.
Nos ha designado en la vida un cometido propio, y nos ha preparado amorosamente
un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo después
de un largo viaje.
Supuesta esta vocación radical a la santidad y al
apostolado, Dios hace a cada uno un llamamiento particular. A la inmensa
mayoría, con una vocación plena, les llama a vivir en medio del mundo para que
–desde dentro– lo transformen y lo dirijan a Él, y se santifiquen mediante las
actividades terrenas. A otros, siempre pocos en relación con todos los
bautizados, les pide un alejamiento de esas realidades, dando un testimonio
público –como almas consagradas– de su pertenencia a Dios. El Señor, de un modo
misterioso y delicado, nos va dando a conocer lo que quiere de nosotros.
Incluso dentro de la propia vocación –casados, solteros, sacerdotes...–, el
Señor señala un sendero propio por donde ir a Él, arrastrando a otros muchos
con nosotros. «En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos
ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por
nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada
una por su nombre (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios
se nos revela a cada uno a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de
sus acontecimientos, y, por tanto, solo gradualmente: en cierto sentido día a
día.
»Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre
nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra
de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una
sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y
talentos recibidos y, al mismo tiempo, de las diversas situaciones sociales e
históricas en las que está inmerso»3.
Así, en el transcurso del tiempo, el Señor nos lleva
de la mano a metas de santidad cada vez más altas. Si somos fieles, si tenemos
el oído atento, el Espíritu Santo nos conduce a través de los acontecimientos
normales de la vida, nos enseña, interpretándolos rectamente y sacando de ellos
–sean del signo que sean– más amor a Dios.
II. La vocación es
un don inmenso, del que hemos de dar continuas gracias a Dios. Es la luz que
ilumina el camino: el trabajo, las personas, los acontecimientos... Sin ella,
sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina
derechamente al Cielo, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia,
con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, y
también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias
de la vida. «En la vocación, el hombre, de una manera definitiva, se conoce a
sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios. Es el punto de referencia a partir
del cual cada ser humano puede juzgar con plenitud todas las situaciones por
las que haya atravesado y atraviese su vida»4.
Conocer cada vez más profundamente ese querer divino particular es siempre un
motivo de esperanza y de alegría.
Con la vocación recibimos una invitación a entrar en
la intimidad divina, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo
nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio
de nuestras realidades diarias: el hogar, la oficina, el comercio...; y a
conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, es decir, como seres
con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus
necesidades materiales y espirituales. Y esto no a seres ideales, sino a las
personas corrientes que vemos todos los días, con sus virtudes y sus defectos.
El querer divino se nos puede presentar de golpe, como
una luz deslumbrante que lo llena todo, como fue el caso de San Pablo camino de
Damasco, o bien se puede revelar poco a poco, en una variedad de pequeños
sucesos, como Dios hizo con San José. «De todos modos, no se trata solo
de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno, en las
diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que
Dios quiere, como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús,
dirigiéndose a los sirvientes de Caná: Haced lo que Él os diga (Jn 2,
5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y
hacerse cada vez más capaz (...). Esta es la tarea maravillosa
y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a todos los cristianos, sin
pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la fe y del Bautismo y
vivirlas con creciente plenitud»5.
Esta plenitud se realizará día a día, siendo fieles en lo pequeño,
correspondiendo a las gracias que el Señor derrama cada jornada para que
cumplamos con perfección, con amor, los deberes de cada momento. Y esto los
días en que nos encontramos con más capacidad y también aquellos otros en los
que todo parece que cuesta más.
III. Elegit
nos in ipso ante mundi constitutionem..., nos eligió el Señor antes de la
constitución del mundo. Y Dios no se arrepiente de las elecciones que hace.
Esta es la esperanza y la seguridad de nuestra perseverancia a lo largo del
camino, en medio de las tentaciones o dificultades que hayamos de padecer. El
Señor es siempre fiel, y tendremos cada día la gracia necesaria para mantener
nosotros esta fidelidad. «Nuestro Señor –enseña San Francisco de Sales– tiene
un continuo cuidado de los pasos de sus hijos, es decir, de aquellos que poseen
la caridad, haciéndoles caminar delante de Él, tendiéndoles la mano en las
dificultades. Así lo declaró por Isaías: Soy tu Dios, que te toma de la
mano y te dice: No temas, Yo te ayudaré (Is 41, 13). De
modo que, además de mucho ánimo, debemos tener suma confianza en Dios y en su
auxilio, pues, si no faltamos a la gracia, Él concluirá en nosotros la buena
obra de nuestra salvación, que ha comenzado»6.
Junto a esta confianza en la ayuda divina, es
necesario el esfuerzo personal por corresponder a las sucesivas llamadas que
realiza el Señor a lo largo de una vida. Porque la entrega a Dios que comporta
toda vocación no se agota en una sola decisión ni en una determinada época de
la vida. Dios sigue llamando, sigue pidiendo hasta el final... Alguna vez puede
costar mantenerse fiel al Señor, pero si acudimos a Él comprendemos que su yugo
es suave y su carga ligera7,
y ese peso se torna alegre. Nunca nos pedirá Dios más de lo que podamos dar. Él
nos conoce bien y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las
equivocaciones. A la vez que supone nuestra sinceridad y la humildad de
recomenzar.
En la Virgen, Nuestra Madre, está puesta nuestra
esperanza para salir adelante en los momentos difíciles y siempre. En Ella
encontramos la fortaleza que nosotros no tenemos. «Ama a la Señora. Y Ella te
obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. —Y no servirán
de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de
ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los
mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. —“Serviam!”»8.
1 Primera
lectura. Año II. Ef 1, 4-6. —
2 2
Cor 1, 21-22. —
3 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
58. —
4 J.
L. Illanes, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, p. 109.
—
5 Juan
Pablo II, loc. cit. —
6 San
Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, III, 4.
—
7 Cfr. Mt 11,
30. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 493.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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