Miro Popić 11 de octubre de 2020
Durante un viaje a Londres a visitar a mis hijos, hace
algunos años, decidí un día hacer arepas. Pregunté dónde podía conseguir harina
P.A.N. y me recomendaron ir a las tiendas de los pakistaníes de la calle
principal de Depfort. Al entrar, en mi pésimo inglés, pregunté por “corn flour”
(harina de maíz) y el encargado me indicó sin precisión un pasillo. Busqué y
como no conseguí lo solicitado seguí hacia otro lado hasta que encontré una
estantería llena con harina P.A.N., en su reluciente envase amarillo. Al llegar
a la caja, siempre con mi inglés de aficionados, le dije al encargado: “ésta es
la harina de maíz que buscaba”. Sonriendo y con su acento marcado, me
respondió: “No, sir. This ist P.A.N. flour!”.
Encontrar harina P.A.N. abundante al sur del río
Támesis en una comunidad mayoritariamente africana y asiática, casi sin
latinos, es señal de conquista de nuevos mercados para un producto netamente
venezolano, más todavía cuando la marca se transforma en categoría.
Lo mismo ocurrió con Gillette como sinónimo de hojilla
de afeitar o Frigidaire en reemplazo de nevera. Gracias a ella, la arepa rueda
hoy por el mundo superando el consumo étnico para transformarse en alimento
cotidiano como ocurrió con la pasta, a fines del siglo XIX con la migración
napolitana, o con las lumpias cuando los primeros chinos comenzaron a llegar a
San Francisco en busca de oro, o los tacos mexicanos cuando los espaldas
mojadas cruzaron el río Grande rumbo al norte.
La tradición ancestral de la arepa se salvó gracias a
la creación de esta harina de maíz que surgió el 10 de diciembre de 1960. Antes
de esa fecha, el pan de los indios se hacía con maíz pelado o pilado luego de
un trabajoso proceso que funcionaba en el país agrario que éramos, cuando
el 80% de la población vivía en el campo y se alimentaba del conuco.
La súbita transformación petrolera que cambió la
ecuación en menos de cincuenta años, con un 90% de población urbana y solo un
10% rural, hizo casi imposible la elaboración de masa en casa y resultaba más
fácil comprar pan en la panadería de la esquina que sudar y sacar músculo
amasando maíz. Para qué hacerlo cuando con esa harina y algo de agua en minutos
una madre ponía sobre el budare las arepas con que mandar a los niños al
colegio. Se acabó la piladera, dijeron, y así fue.
La migración forzada de más de cinco millones de
compatriotas en busca de un futuro que aquí se les niega, ha servido de puente
para que la harina de maíz precocida sea hoy un producto global. Los hijos y
nietos de esas madres de los años sesenta son ahora los embajadores de nuestra
cultura alimentaria. En sus manos, no se perderá la cocina venezolana.
Son ya más de noventa países donde existen ventas de
arepas y su consumo va en aumento cada día, superando el gusto venezolano e
incorporando elementos de cada comunidad donde se instalan. Harina P.A.N.
acompaña esta cruzada reforzada ahora con una agresiva campaña en redes
sociales con diversas propuestas que ustedes pueden seguir: #allofpan,
#panarepachallenge, @allofpan @pan_us, @panvenezuela, @pan_espana, etc.
Gracias a la diáspora y su pan que la acompaña,
Venezuela está en boca de todos, no solo por las atrocidades denunciadas por la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU, sino también por el sabor que nos
identifica en la mesa.
El Tirano Aguirre, en palabras de Miguel Otero Silva,
dijo que “temía ser vencido por este pueblo de comedores de arepas”. Ninguna
tiranía ha podido hacerlo, menos esta.
Miro
Popić
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