Francisco Fernández-Carvajal 09 de octubre de 2020
@hablarcondios
— La Virgen nos conduce siempre a su Hijo.
— El Santo Rosario, la oración preferida de la Virgen.
— Frutos de la devoción a Santa María.
I. Estaba Jesús
hablando a la multitud como en tantas ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la
voz y gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron1. Jesús se acordaría en aquellos momentos de su Madre y le
llegaría muy dentro del Corazón la alabanza de la mujer desconocida. El Señor
la debió de mirar complacido y con agradecimiento. «Emocionada en lo más
profundo del corazón ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable,
aquella mujer no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una
muestra genuina de la religiosidad popular siempre viva entre los cristianos a
lo largo de la historia»2.
Aquel día comenzó a cumplirse el Magnificat: ...me llamarán
bienaventurada todas las generaciones. Una mujer, con la frescura del
pueblo, había comenzado lo que no terminará hasta el fin de los tiempos.
Jesús, recogiendo la alabanza, hace aún más profundo
el elogio a su Madre: Bienaventurados más bien los que escuchan la
palabra de Dios y la guardan. María es bienaventurada, ciertamente, por
haber llevado en su seno purísimo al Hijo de Dios y por haberlo alimentado y
cuidado, pero lo es aún más por haber acogido con extrema fidelidad la palabra
de Dios. «A lo largo de la predicación de Jesús, recogió (María) las palabras
con las que su Hijo, situando el Reino más allá de las consideraciones de la
carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a quienes escuchaban y guardaban
la palabra de Dios, como Ella misma lo hacía con fidelidad (cfr. Lc 2,
19; 5 l)»3.
Este pasaje del Evangelio4 que
se lee en la Misa de hoy nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar
al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. A Jesús le llegan muy
gratamente los elogios a María. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con
tantas jaculatorias y devociones, con el rezo del Santo Rosario. «Del mismo
modo que aquella mujer del Evangelio –señalaba el Papa Juan Pablo II– lanzó un
grito de bienaventuranza y de admiración hacia Jesús y su Madre, así también
vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción, soléis unir siempre
a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen María nos conduce a su divino
Hijo, y que Él escucha siempre las súplicas que se le dirigen a su Madre»5.
La Virgen es la senda más corta para llegar a Cristo y, por Él, a la Trinidad
Beatísima. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo
y seremos semejantes a Él. «Porque María, habiendo entrado íntimamente en la
Historia de la Salvación, une en sí y, en cierta manera, refleja las más
grandes exigencias de la fe; mientras es predicada y honrada atrae a los
creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre»6.
Con Ella vamos bien seguros.
II. Nosotros nos
unimos a ese largo desfile de gentes tan diversas que a través de los siglos se
han acercado a honrar a María. Nuestra voz se une a ese clamor que no cesará
jamás. También nosotros hemos aprendido a ir a Jesús a través de María, y en
este mes, siguiendo la costumbre de la Iglesia, lo hacemos cuidando con más
empeño el rezo del Santo Rosario, «que es fuente de vida cristiana. Procurad
rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones
fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria
–exhortaba el Romano Pontífice–. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de
María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así
en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un
niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al
prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que
aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su
Pasión–, lleva a la felicidad y a la alegría, que se expresa en los misterios
gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna»7.
El Rosario es la oración preferida de Nuestra Señora8,
plegaria que llega siempre a su Corazón de Madre y nos dispensa incontables
gracias y bienes. Se ha comparado esta devoción a una escalera, que subimos
escalón a escalón, acercándonos «al encuentro con la Señora, que quiere decir
al encuentro con Cristo. Porque esta es una de las características del Rosario,
la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la
Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida
invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo»9.
¡Qué paz nos debe dar repetir despacio el Avemaría,
deteniéndonos quizá en alguna de sus partes!: Dios te salve, María... y
el saludo, aunque lo hayamos repetido millones de veces, nos suena siempre
nuevo. Santa María... ¡Madre de Dios!... ruega por nosotros... ¡ahora! Y
Ella nos mira y sentimos su protección maternal. «La piedad –lo mismo que el
amor– no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque el
fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo»10.
III. La
devoción a la Virgen no es de ninguna manera «un sentimiento estéril y
pasajero, o vana credulidad»11,
propio de personas de corta edad o de escasa formación. Por el contrario –sigue
afirmando el Concilio Vaticano II–, procede «de la verdadera fe, por la que
somos inclinados a reconocer la preeminencia de la Madre de Dios y somos
impulsados a un amor filiar hacia Nuestra Señora y a la imitación de sus
virtudes»12. El amor a la Virgen nos impulsa a imitarla y, por tanto, al
cumplimiento fiel de nuestros deberes, a llevar la alegría allí donde vamos.
Ella nos mueve a rechazar todo pecado, hasta el más leve, y nos anima a luchar
con empeño contra nuestros defectos. Contemplar su docilidad a la acción del
Espíritu Santo en su alma es estímulo para cumplir la voluntad de Dios en todo
tiempo, también cuando nos cuesta. El amor que nace en nuestro corazón al
tratarla es el mejor remedio contra la tibieza y contra las tentaciones de orgullo
y sensualidad.
Cuando hacemos una romería o visitamos algún santuario
dedicado a Nuestra Madre del Cielo, hacemos una buena provisión de esperanza.
¡Ella misma –Spes nostra– es nuestra esperanza! Siempre que rezamos con
atención el Santo Rosario y nos detenemos para meditar unos instantes cada uno
de los misterios que en él se nos proponen, nos encontramos con más fuerzas
para luchar, con más alegría y deseos de ser mejores. «No se trata tanto de
repetir fórmulas, cuanto de hablar como personas vivas con una
persona viva, que, si no la veis con los ojos del cuerpo, podéis
sin embargo verla con los ojos de la fe. La Virgen, de hecho, y su
Hijo Jesús, viven en el Cielo una vida mucho más “viva” que esta nuestra
–mortal– que vivimos aquí abajo.
»El Rosario es un coloquio confidencial con María, una
conversación llena de confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas,
manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su
disposición para todo aquello que Ella, en nombre de su Hijo, nos pida.
Prometerle fidelidad en toda circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil,
seguros de su protección, seguros de que, si lo pedimos, Ella nos obtendrá
siempre de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación»13.
Hagamos el propósito en este sábado mariano de
ofrecerle con más amor esa corona de rosas que, según su
etimología, significa el Rosario. No rosas marchitas o ajadas por el desamor y
el descuido. «Santo rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida
de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los
Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la
tierra.
»—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela»14.
A través de esta devoción, Nuestra Madre del Cielo nos
devolverá la esperanza si alguna vez, al considerar tantas flaquezas, sentimos
en el alma la sombra del desaliento. «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un
pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis
pecados...”. Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario:
¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»15.
1 Lc 11,
27-28. —
2 Juan
Pablo II, Alocución 5-IV-1987. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
4 Lc 11,
27-28. —
5 Juan
Pablo II, loc. cit. —
6 Conc.
Vat. II, loc. cit., 65. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Pablo
VI, Enc. Mense maio, 29-IV-1965. —
9 ídem, Alocución 10-V-1964.
—
10 Pío XI,
Enc. Ingravescentibus malis, 29-IX-1937. —
11 Conc.
Vat. II, loc. cit., 67. —
12 Ibídem.
—
13 Juan
Pablo II, Alocución 25-IV-1987. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja. n. 621. —
15 ídem, Surco,
n. 475.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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