Carlos Alberto Montaner 13 de octubre de 2020
@CarlosAMontaner
Me
parece el camino correcto. El 8 de octubre, Mike Pompeo ha anunciado el nombre
de otro sancionado. Se trata de Samark José López Bello. Otro de los
venezolanos encartados. Pompeo es el Secretario de Estado de Estados Unidos.
Antes estuvo al frente de la CIA. El departamento que hoy dirige Pompeo ofrece
cinco millones de dólares como recompensa a cualquier persona o grupo que
coloque a López Bello en el banquillo de los acusados ante la justicia
americana. En el Oeste, donde merodeaban los bandidos y los cazarrecompensas,
dio resultado y acabaron con esa plaga. En esos tiempos los términos eran más
francos: “Se busca, vivo o muerto”.
De que el asunto va en serio puede dar fe el presunto
ladrón colombiano-venezolano Alexis Saab. Está detenido en Cabo Verde a la
espera de su extradición a New York o a Miami para ser juzgado. Le imputan
haberse robado en contubernio con las autoridades de Venezuela cientos de
millones de dólares relacionados con la comida que importa la dictadura para el
“pueblo”. En definitiva, lo acusan de formar parte de la trama internacional
del crimen organizado que se ha cebado en Venezuela. Donde están, “todos
revolcados”, Irán, las FARC, el ELN y otros impresentables delincuentes.
La percepción de que Venezuela es una pocilga infecta
cuyo gobierno forma parte del crimen organizado transnacional es muy
importante. Recientemente, esto se hizo patente en la ONU. Se sacó a votación
si durante dos años más permanecía una comisión que velara sobre la violación
de los DDHH en Venezuela. La misma comisión, presidida por Michelle Bachelet,
que había publicado un penetrante análisis de los crímenes cometidos por los
esbirros de Maduro. Cuba y Venezuela, como es lógico, batallaron tras
bambalinas para que no se aprobara.
¿Resultado? Veintidós países votaron a favor de que se
mantuviera esa espada de Damocles sobre el cuello de Maduro, 22 se abstuvieron
(que era una forma vergonzante de aprobar la resolución) y sólo tres naciones
se atrevieron a votar a favor de Caracas.
¿Qué
naciones fueron capaces de respaldar al dictador Maduro? El propio gobierno de
Venezuela, Eritrea, que vota lo que le sugiere Cuba, y Filipinas, dirigida por
el abogado Rodrigo Duterte, una especie de “vigilante” loco, que ha hecho
asesinar a miles personas extrajudicialmente, acusadas de consumo o tráfico de
drogas. Según parece, ni Rusia ni China movieron un dedo por salvar a Maduro.
La composición de los tres grupos es muy interesante.
En el que aprobó la resolución abundan las democracias establecidas, incluida
Argentina, donde el propio presidente Alberto Fernández dio instrucciones a la
cancillería para que se opusiera al régimen de Maduro, contradiciendo las
instrucciones y los deseos de su vicepresidente Cristina F. Kirchner.
En el que se abstuvo están casi todos los estados
islámicos y algunas satrapías africanas que forman parte de la Comisión de DDHH
de la ONU. No obstante, comparece el México de López Obrador, un personaje
pintoresco que tiene graves problemas con las violaciones cometidas en su país
a las que no desea enfrentarse, pese a que tiene toda la información
disponible. Entre ellos, los atroces 43 asesinatos de los estudiantes de
Ayotzinapa.
Como ha subrayado en repetidas ocasiones el politólogo
Sánchez Berzaín, la cuestión de los regímenes como Cuba, Venezuela y Nicaragua
–Bolivia y Ecuador se han escapado provisionalmente de esa caracterización- no
debe verse dentro del esquema ideológico, sino bajo la óptica del crimen
transnacional organizado, para la que existe un antídoto: la Convención de
Palermo, organizada con los auspicios de la ONU con el objeto de enfrentarse a
las mafias.
Al mismo tiempo, el especialista Sánchez Berzaín ha
advertido contra el inmovilismo de los organismos internacionales. ¿Para qué
sirve la condena de la OEA, el Grupo de Lima o la ONU, si los regímenes de
Cuba, Venezuela y Nicaragua continúan ejerciendo el poder aunque violen los
DDHH y empobrezcan a sus pueblos insensiblemente?
Es cierto, aun cuando al menos quedan los castigos con
nombre y apellidos. El programa de las sanciones y recompensas no comenzó con
el presidente Trump, sino en 1986 con Ronald Reagan, pero ha sido enriquecido y
utilizado por las administraciones demócratas de Clinton y Obama, como las
republicanas de los dos Bush y de Trump, de manera que es ridículo esperar que
quien ocupe la Casa Blanca lo liquide.
A lo largo de los años el Departamento de Estado ha
repartido 130 millones de dólares y continuará “honrando sus compromisos”.
Hasta ahora 75 importantes delincuentes han acabado tras la reja. Eso seguirá y
acaso se intensifique, no importa lo que suceda en las elecciones del 3 de
noviembre. Seguro.
Carlos Alberto Montaner
@CarlosAMontaner
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