Elizabeth Burgos en abcdelasemana.com 17-05-2012
Las últimas
informaciones provenientes de Venezuela, como la salida de la CIDH, la adopción
de la “Ley Orgánica contra la
delincuencia organizada y financiamiento al terrorismo”, y el
nombramiento de un consejo de Estado, se inscriben dentro de la lógica del
castrismo el cual consiste, ante todo, en una técnica para acceder e
instrumentalizar el poder con el objetivo de imponer un sistema totalitario,
inspirado a la vez de influencias fascistas y comunistas. El llamado
socialismo mimético de ese artefacto ideológico-técnico que es el castrismo.
Por
las declaraciones y reacciones que he podido leer, muchos consideran que la
decisión de salirse de la CIDH, es un señuelo para distraer la opinión pública
del verdadero peligro que significa la aprobación de la “Ley Orgánica contra la delincuencia
organizada y financiamiento del terrorismo”,
sin percatarse que uno se complementa con el otro. Por supuesto que el
peligro radica en una ley destinada a perseguir a las ONG, a los defensores de
los Derechos Humanos y a someter a control la libertad de expresión: en otras
palabras, en la legalización del totalitarismo revistiendo de legalidad la
arbitrariedad: es ese el sustento primordial del castrismo. Para la
aplicación impune de esa Ley, Venezuela necesita no estar sujeta a la
vigilancia de organismos internacionales como es el caso de la CIDH. La
aplicación de esa Ley exige tener carta blanca; no tener que responder ante
reglamentos internacionales de tipo vinculante aunque cualquier ciudadano pueda
recurrir a esas instancias internacionales.
El
otro acontecimiento que ha tenido un amplio eco internacional, son los
testimonios de los dos ex magistrados que se han visto obligados a huir del
país para salvar sus vidas por haber sido designados por el gobierno como
chivos expiatorios, ante el desenmascaramiento de una trama ligada al
narcotráfico, en la que están implicados altos miembros del gobierno, en
particular, oficiales de alta graduación.
Ambos
magistrados, Aponte Aponte y Velásquez Alvaray, han demostrado con detalles y
documentos, no sólo la existencia de una justicia hecha a la medida del
régimen, sino también a la medida de un Estado delincuente al que se le
hace cada día más difícil disimular ese rasgo.
Muchos
en Venezuela, todavía, cautivos del mito revolucionario cubano, intentan
diferenciar el régimen castrista del régimen “revolucionario” de Venezuela. Uno de los argumentos
preferidos es que la cubana es una revolución producto de un triunfo militar,
sin tomar en cuenta el hecho de que un ejército de 35.000 como era el caso del
cubano en 1959, no pudo ser vencido por un grupo de guerrilleros mal
armados. Sencillamente el ejército cubano, desmoralizado, al saber que
Batista había perdido el apoyo de Washington, al punto de haberlo sometido a un
bloqueo de envío de armamento, simplemente se entregó. Otros alaban el
profesionalismo de la diplomacia cubana y se sorprenden cuando algún
diplomático cubano incurre en lo que para un profesional sería un error.
La diplomacia cubana no es buena ni mala: sencillamente cumple órdenes emanadas
de una estructura eminentemente militar.
En
una situación de lucha entre corrientes que defienden la democracia frente a un
poder de corte totalitario, el desconocimiento de la naturaleza de ese poder es
indispensable si se le quiere enfrentar de manera eficaz.
La
diferencia entre el régimen cubano y el proyecto totalitario venezolano
consiste en que en el venezolano, el proceso de institucionalización del
totalitarismo, conlleva la aplicación simultánea de temporalidades diversas: es
decir, lo que en Cuba ha requerido medio siglo, en Venezuela ha tomado diez
años.
En
Venezuela se ha visto la fase idealizada de la revolución entre aquellos
que abogaban por un cambio y fueron creyentes fervientes de la primera
época. La mayoría hoy están en la oposición. La fase del Estado
delincuente en la Cuba tomó cuerpo tras la caída de la URSS y la pérdida de los
subsidios soviéticos. En Venezuela, esa fase surgió casi
simultáneamente. Aquello que en épocas pasadas, se consideraba como
corrupción, que consistía en el enriquecimiento veloz de aquellos parte o
cercanos del petro-Estado, hoy, además de disponer de los ingresos petroleros,
el mecanismo mimético con Cuba, ha conducido rápidamente a la casta
dirigente “revolucionaria”, al estatus de delincuentes, llevando al país
hacia la condición de narco-Estado.
Tal
parecería, que en la división del trabajo que se está instaurando entre Cuba y
Venezuela, como una medida elemental de autoprotección, Cuba le está
adjudicando claramente a Venezuela las actividades delictivas o ilegales que
antes se ejercían bajo la batuta de La Habana. A Fidel Castro hay
que reconocerle, que en su variante de revolución permanente, que
consiste en desplegar una dinámica de destrucción de las instituciones
democráticas, -una especie de guerra de baja intensidad- siempre ha llegado hasta
un límite que no ponga en peligro la integridad territorial de Cuba.
El
país que inauguró la idea de beneficiarse del tráfico de drogas desde el
Estado, fue Cuba. El hecho de que Washington constituyera un expediente
sólido que le permitiera acusar al régimen cubano, le costó a Fidel Castro
buscar un chivo expiatorio, y obligarlo a juzgar a los altos oficiales que él
había comisionado a ejercer actividades delictivas, que culminó con el juicio y
la aplicación de la pena de muerte al general Arnoldo Ochoa.
Difícilmente
se pueda legalizar la pena de muerte hoy en Venezuela. Queda la
opción de los asesinatos y es la que se está aplicando hoy en el país.
De
un país en donde se practicaba la corrupción desde el Estado, se ha pasado a la
práctica cubana de un Estado mafioso.
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