Humberto García
Larralde,
Economista, profesor
titular,
UCV, humgarl@gmail.com
Quizás no haya otra cosa que resuma mejor la
presunción de legitimidad de la Revolución Bolivariana que su pretensión de encarnar
de manera exclusiva y excluyente, los atributos de la “venezolanidad”. Hurgando
en los albores patrios, Chávez construye a un Bolívar heroico, engarzado en
combate mortal contra quienes negaban a nuestros antepasados su derecho a
constituirse en nación, para concluir que enfrentamos hoy el mismo desafío. El cariño
que, en distinto grado, siente cada venezolano por aspectos de nuestra
idiosincrasia, cultura y/o geografía, abre la posibilidad de inculcar en muchos
la idea de ser el garante de una patria idealizada, amenazada por los intereses
bastardos de quienes anteponen sus fines particulares al áureo destino que
previó el Libertador. Armado de esta retórica patriotera arremete contra los
venezolanos abiertos al pensamiento universal, a los avances de la humanidad,
al creciente intercambio que posibilita la globalización, para invocar valores
ancestrales que harían al Juan Bimba de los primeros adecos un Hippie. En
contraste con la vergonzosa sumisión al par de ancianos patriarcas antillanos,
toda interacción con el mundo moderno es delito de lesa patria. En esta veta,
se protesta indignado el “atropello a nuestra soberanía” (“la huella insolente del extranjero…”) de parte de organizaciones defensoras
de los derechos humanos que interceden por la violación de éstos a numerosos compatriotas
y se ordena retirar al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Se
coloca bajo sospecha a ONGs que piden cuentas claras al Gobierno o que se
levantan en defensa de venezolanos que han visto pisoteados sus derechos por
parte del estado, sean estos familiares de presos, trabajadores, periodistas o
simplemente propietarios. En este afán por demoler toda referencia distinta al
ideario que pregona el “rescate” de la “esencia” de una venezolanidad en peligro
por la “antipatria”, se llega a caer en prédicas abiertamente racistas: los
hijos de europeos y, en general, todo aquél que no exhiba el debido “colorcito”
afro-amerindio, no puede ser un venezolano auténtico.
En reclamo por una lealtad incondicional al “campeón
de la soberanía nacional invocando los “sagrados intereses de la patria”, el
chavismo se convierte en religión, más bien en secta, que considera blasfema
toda disidencia. Por definición, quien discrepa es “vendepatria” y debe ser
aplastado: No puede aceptarse, sencillamente, la posibilidad de que más de la
mitad de los que queremos este país no nos incorporemos de manera abyecta y
sumisa a la “feligresía revolucionaria”. Particular satanización reciben las
universidades autónomas, no obstante sus imborrables y significativos aportes
por el progreso de la nación, porque son una fuente indomable de pensamiento
crítico. Comoquiera que intervenir directamente a las universidades luce poco
“revolucionario”, la argucia para allanar su destrucción es ahora el demagógico “uno por uno” del voto para elegir
autoridades, incluyendo egresados, empleados y obreros. En nombre de la
“ampliación de la democracia” se pretende someter la toma de decisiones de la
academia a intereses gremiales y políticos que desnaturalizarían sus fines. La
última infamia de los vasallos de la Sala Electoral del TSJ es multar a las
autoridades de la UCV por desacato al no cumplir dócilmente un dictamen que ha
sido impugnado ante la Sala Constitucional por su inconsistencia jurídica y por
significar la destrucción de la universidad.
Lo realmente insólito es que algunos sigan
comprando la idea de que este proceder es de “izquierda”. El cobijarse detrás
de consignas comunistoides vacías y del reparto clientelar de una abundante
renta petrolera -nunca antes vista-, parece obrar milagros en lavarle la cara
al neofacismo.
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