martes, 29 de mayo de 2012

Condenados al paraíso


Por Héctor Torres | 28 de Mayo, 2012

La palabra “paraíso” viene del persa y alude a algo cercado. Como un jardín. Según Federico Vegas, el Edén era una región y el paraíso una construcción dentro de ella. Es decir, no era una abstracción sino que, por el contrario, el paraíso tenía límites tangibles. Por tanto, cuando Adán y Eva fueron expulsados, salieron por la puerta. Literalmente.

El caraqueño se acostumbró a vivir en su “Paraíso”. Su paz reside puertas adentro de su casa. Su ciudad no está afuera, sino en espacios aislados conectados por caminos llenos de peligros. Es decir que afuera, rodeándolo, no está el Edén, sino el infierno.

El caraqueño se inventa hermosos ghettos, amurallados y con vigilancia permanente, para salir al encuentro con la ciudad. Locales “exclusivos” dentro de centros comerciales o culturales que “reservan el derecho de admisión”. Ese espacio geográfico que media entre el sitio donde departe con los amigos y su entrada (sano y salvo, si la providencia lo decide) a las rejas de su casa o edificio, es un abismo de calles oscuras y motos rápidas. “Avisen cuando lleguen”. “Ustedes también”, es la despedida de los grupos cuando se separan luego de una noche de cervezas.

Gabriela Briceño, una de las tantas venezolanas que no aguantó eso de caminar sin poder parpadear, se instaló en Berlín hace un par de años. Desde allá me comenta lo difícil que resulta explicar en sus clases de alemán “lo que era vivir en un segundo piso de un edificio y que tus ventanas tuvieran rejas”. Cosas cotidianas entre nosotros que para ellos resultan inimaginables, explica.

Y no por cotidianas, las rejas, son normales. No lo sabemos hasta que vemos cuánto llaman la atención del que viene de afuera. Como Miquel Adam, un amigo catalán que vivió un tiempo con una caraqueña y que, por esa respetable razón, una vez visitó Caracas. “Las rejas como metáfora. Infinita tristeza. Las ventanas, las puertas, las salidas de aire: todos enrejados, todos entregados. Cada vez hay más muros en la ciudad de la eterna primavera.”, escribió en su blog a manera de bitácora de su estadía en nuestra ciudad de “eterna primavera”.

Cómo se ve que estaba enamorado.

La reja, la garita, el arbitrario procedimiento de cerrar las calles (las “”Santas” de los lados de Chuao, por ejemplo, custodian el acceso como si de la virginidad se tratara), los muros, lejos de solucionar el problema, lo concentran. Como una ciudad que va empujando el lago de cocodrilos cada vez más allá, densificando su proporción. Por más allá que lo haga, tarde o temprano deberá enfrentarlo, porque “ese lago” es su ciudad.

Durante la visita que, en el 2010, hizo a Venezuela el periodista Jon Lee Anderson, invitado para dictar la Conferencia Anual de la Fundación para la Cultura Urbana, comentó que paseó por algunas calles de Caracas que había conocido en visitas anteriores, y descubrió con asombro que en cada nueva visita los muros y las rejas crecían y se multiplicaban. Cada año que volvía encontraba muros más altos y más rejas: la de la casa, luego la del edificio, luego la de la urbanización, luego la de la cuadra…

En tanto más amurallado, más aislado del mundo se vuelve el paraíso, más rudo, más infierno se torna el Edén. Los cocodrilos del lago aumentan sus capacidades con cada nuevo reto.

El caraqueño se está condenando a vivir dentro de los límites del paraíso, pero a la luz de los resultados parece estar claro que por ahí no va la solución.

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