Por Héctor
Torres | 28 de
Mayo, 2012
La
palabra “paraíso” viene del persa y alude a algo cercado. Como un jardín. Según
Federico Vegas, el Edén era una región y el paraíso una construcción dentro de
ella. Es decir, no era una abstracción sino que, por el contrario, el paraíso
tenía límites tangibles. Por tanto, cuando Adán y Eva fueron expulsados,
salieron por la puerta. Literalmente.
El
caraqueño se acostumbró a vivir en su “Paraíso”. Su paz reside puertas adentro
de su casa. Su ciudad no está afuera, sino en espacios aislados conectados por
caminos llenos de peligros. Es decir que afuera, rodeándolo, no está el Edén,
sino el infierno.
El
caraqueño se inventa hermosos ghettos, amurallados y con vigilancia permanente,
para salir al encuentro con la ciudad. Locales “exclusivos” dentro de centros
comerciales o culturales que “reservan el derecho de admisión”. Ese espacio
geográfico que media entre el sitio donde departe con los amigos y su entrada
(sano y salvo, si la providencia lo decide) a las rejas de su casa o edificio,
es un abismo de calles oscuras y motos rápidas. “Avisen cuando lleguen”.
“Ustedes también”, es la despedida de los grupos cuando se separan luego de una
noche de cervezas.
Gabriela
Briceño, una de las tantas venezolanas que no aguantó eso de caminar sin poder
parpadear, se instaló en Berlín hace un par de años. Desde allá me comenta lo
difícil que resulta explicar en sus clases de alemán “lo que era vivir en un
segundo piso de un edificio y que tus ventanas tuvieran rejas”. Cosas
cotidianas entre nosotros que para ellos resultan inimaginables, explica.
Y
no por cotidianas, las rejas, son normales. No lo sabemos hasta que vemos
cuánto llaman la atención del que viene de afuera. Como Miquel Adam, un amigo
catalán que vivió un tiempo con una caraqueña y que, por esa respetable razón,
una vez visitó Caracas. “Las rejas como metáfora. Infinita tristeza. Las
ventanas, las puertas, las salidas de aire: todos enrejados, todos entregados.
Cada vez hay más muros en la ciudad de la eterna primavera.”, escribió en su
blog a manera de bitácora de su estadía en nuestra ciudad de “eterna
primavera”.
Cómo
se ve que estaba enamorado.
La
reja, la garita, el arbitrario procedimiento de cerrar las calles (las
“”Santas” de los lados de Chuao, por ejemplo, custodian el acceso como si de la
virginidad se tratara), los muros, lejos de solucionar el problema, lo
concentran. Como una ciudad que va empujando el lago de cocodrilos cada vez más
allá, densificando su proporción. Por más allá que lo haga, tarde o temprano
deberá enfrentarlo, porque “ese lago” es su ciudad.
Durante
la visita que, en el 2010, hizo a Venezuela el periodista Jon Lee Anderson,
invitado para dictar la Conferencia Anual de la Fundación para la Cultura
Urbana, comentó que paseó por algunas calles de Caracas que había conocido en
visitas anteriores, y descubrió con asombro que en cada nueva visita los muros
y las rejas crecían y se multiplicaban. Cada año que volvía encontraba muros
más altos y más rejas: la de la casa, luego la del edificio, luego la de la
urbanización, luego la de la cuadra…
En
tanto más amurallado, más aislado del mundo se vuelve el paraíso, más rudo, más
infierno se torna el Edén. Los cocodrilos del lago aumentan sus capacidades con
cada nuevo reto.
El
caraqueño se está condenando a vivir dentro de los límites del paraíso, pero a
la luz de los resultados parece estar claro que por ahí no va la solución.
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