Moisés Naím en el Blog POLIS 7 de mayo de 2012
Siempre ha
habido países cuyos líderes se comportan de manera criminal. Y en la mayoría de
las 193 naciones del planeta la deshonestidad en el uso de los dineros públicos
y la “venta” de decisiones gubernamentales al mejor postor son comunes. La
corrupción es la “norma” y nos hemos acostumbrado a que así sea. La suposición
de que esto siempre ha sido y seguirá siendo así dificulta captar el ascenso de
un nuevo actor en la realidad mundial: los Estados mafiosos. No son solo países
donde impera la corrupción o donde el crimen organizado controla importantes
actividades económicas y hasta regiones completas. Se trata de países en los
que el Estado controla y usa grupos criminales para promover y defender sus
intereses nacionales y los intereses particulares de una élite de gobernantes.
Claro que esta práctica tampoco es nueva. Piratas y mercenarios fueron
comúnmente usados por las monarquías y hasta democracias como la estadounidense
llegaron a reclutar a la Mafia para alcanzar sus objetivos. La descabellada
decisión de la CIA de comisionar a la Mafia el asesinato de Fidel Castro en
1960 es quizás el ejemplo más conocido.
Pero en las
últimas dos décadas una serie de profundas transformaciones en la política y la
economía mundial han impulsado la aparición de lo que llamo Estados mafiosos.
Países en los que los conceptos tradicionales de “corrupción”, “crimen
organizado” o de entes gubernamentales “penetrados” por grupos criminales no
captan el fenómeno en toda su complejidad, magnitud e importancia. En los
Estados mafiosos, no son los criminales quienes han capturado al Estado a
través del soborno y la extorsión de funcionarios, sino el Estado el que ha
tomado el control de las redes criminales. Y no para erradicarlas, sino para
ponerlas a su servicio y, más concretamente, al servicio de los intereses
económicos de los gobernantes, sus familiares y socios.
En países
como Bulgaria, Guinea-Bissau, Montenegro, Myanmar, Ucrania, Corea del Norte,
Afganistán o Venezuela, el interés nacional y los intereses del crimen
organizado están inextricablemente entrelazados. En Bulgaria, por ejemplo,
Atanas Atanasov, miembro del Parlamento y exjefe de la contrainteligencia, ha
señalado que “otros países tienen la mafia; en Bulgaria la mafia tiene al
país”. En Venezuela, el exmagistrado del Tribunal Supremo Eladio Aponte ha
ofrecido amplias evidencias que confirmarían que altos funcionarios del Estado
venezolano son los principales jefes de importantes bandas criminales
transnacionales. Ya en 2008, Estados Unidos acusó al general Henry Rangel Silva
de “ayudar materialmente al tráfico de narcóticos”. A comienzos de este año, el
presidente Hugo Chávez lo nombró ministro de Defensa. En 2010, otro venezolano,
Walid Makled, acusado por varios gobiernos de ser el jefe de uno de los más
grandes carteles de la droga, dijo al ser capturado que tenía documentos,
vídeos y grabaciones que involucran a 15 generales venezolanos, al hermano del
ministro del Interior y a cinco miembros de la Asamblea. En Afganistán, Ahmed
Wali Karzai, hermano del presidente y gobernador de Kandahar, asesinado en
2011, afrontó constantes acusaciones de estar involucrado en el tráfico de
opio, la principal actividad económica de ese país. Según Financial Times, en
Afganistán la fuga de capitales a través de billetes transportados en maletas
por traficantes y altos funcionarios es equivalente al total del presupuesto
nacional.
Esta fusión
entre gobiernos y criminales no solo ocurre en países atormentados como
Afganistán, fallidos como Guinea-Bissau, o secuestrados por el narcotráfico. Es
imposible, por dar otro ejemplo, entender a fondo la dinámica, los precios, los
intermediarios o la estructura de las redes de suministro del gas ruso que
llega a Europa —vía Ucrania y otros países— sin tomar en cuenta el papel del
crimen organizado en este lucrativo negocio. ¿No es ingenuo suponer que las
elites gubernamentales de estos países son solo víctimas o espectadores
pasivos? Los ejemplos en África, Asia, Latinoamérica, los Balcanes o Europa
occidental sobran.
Todo esto
apunta a que los Estados mafiosos contemporáneos han adquirido una importancia
que nos obliga a repensar las concepciones tradicionales según las cuales el
orden mundial está fundamentalmente compuesto por Estados-nación y
organizaciones no gubernamentales que operan internacionalmente (empresas,
entes religiosos, filantrópicos, terroristas, criminales, educativos...) etc.).
El Estado mafioso moderno es un híbrido cuyas conductas y alcances aún no
entendemos bien. En gran medida porque todavía no nos hemos dado suficiente
cuenta de su existencia.
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