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jueves, 17 de enero de 2013

Imperialismo cubano en Venezuela


LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE Madrid, 15 enero 2013

Un mes después de su entrada triunfal en La Habana, Fidel Castro viajó a Venezuela, que en 1959 inauguraba su flamante democracia. Tras recibir una bienvenida apoteósica en Caracas, pidió hablar con Rómulo Bentancourt, por entonces presidente electo, para pedirle petróleo.

Según un testigo presencial de la cita, Betancourt le respondió que el pueblo venezolano no regalaba el petróleo, lo vendía y que no haría una excepción con Cuba. El encuentro fue áspero y terminó de modo abrupto. Betancourt supo que Castro sería, a partir de entonces, su enemigo mortal. Durante su mandato sofocó veinte conspiraciones militares en su contra y una insurrección armada de la izquierda, activamente apoyada por Cuba.

Castro estaba convencido que las reservas del petróleo venezolano, unido a las guerrillas colombianas, le serviría de palanca para la revolución continental. Los hermanos Castro, el Ché Guevara y Manuel PiñeiroBarbarroja, responsable de asistir al movimiento revolucionario latinoamericano, no hacían distinciones entre dictadores como Anastasio Somoza y demócratas como Bentacourt. Todos eran, según Fidel, “traidores, vendepatrias, miserables, enemigos de la soberanía de los pueblos”.

Castro se involucró personalmente en los planes para invadir Venezuela con tropas cubanas, enviando a la elite guerrillera del régimen, entre ellos Arnaldo Ochoa, el futuro héroe de África ejecutado en 1989. Pero lo abrupto del terreno, la enérgica respuesta de las fuerzas de seguridad venezolanas, dirigidas por el ministro del Interior,Carlos Andrés Pérez, las pugnas internas de las facciones guerrilleras y el rechazo general de la población condenaron al fracaso la intervención castrista.

Pese a la derrota, Castro nunca olvidó a Venezuela, que durante cuatro décadas, entre 1958 y 1998, pareció consolidar su institucionalización democrática a través del llamado pacto de Punto Fijo. Ese sistema, sin embargo, terminó desprestigiándose por el clientelismo financiado por la renta petrolera. Ese proceso de degradación culminó en la brutal represión de la revuelta popular del “caracazo” de 1989, de cuyas cenizas surgió como un ángel exterminador un oficial insurgente de confusa ideología “bolivariana”: Hugo Chávez, que intentó un golpe de Estado de 1992.

En 1994, el mentor de Chávez, Luis Miquilena, envió al ex militar recién liberado de la cárcel a Cuba. Para su sorpresa, cuando aterrizó en La Habana, Castro mismo, su héroe de juventud, lo esperaba al pie del avión, dándole tratamiento de jefe de Estado.

En un premonitorio discurso en el aula magna de la Universidad de La Habana, Chávez se dirigió a los congregados llamándoles “compatriotas” y anunciando un programa político “de un horizonte de 20 a 40 años”. Castro le escuchó con delectación: su nuevo discípulo no tardaría en poner a su disposición el poder petrolero venezolano, el mayor del hemisferio occidental.

Venezuela, protectorado cubano

Hoy la isla cubre el 60% de sus necesidades energéticas con los más de 110.000 barriles diarios de crudo venezolano, financiados a precios preferentes y pagados con los servicios de más de 44.000 cooperantes, médicos, educadores y militares cubanos.

La segunda invasión cubana de Venezuela comenzó en 1998, pero ésta vez pactada entre  Castro y Chávez, que en una entrevista en el Granma calificó al cubano de “maestro de la estrategia perfecta”. Fidel, escarmentado por las sucesivas derrotas de sus aliados en países vecinos, aconsejó a Chávez no acelerar innecesariamente las reformas. Un antiguo miembro del régimen lo explicó claramente: “Fidel no cometerá el mismo error que en Chile: él hará ahora todo de manera legal”.

Desde entonces, el proceso ha seguido fielmente el guión castrista, guardando los formalismos democráticos para hacerse gradualmente con el control de la Asamblea Nacional, las Fuerzas Armadas Nacionales (FAN), la Corte Suprema, la Fiscalía y el Concejo Nacional Electoral. Paralelamente, se creó un nuevo aparato de espionaje, seguridad e inteligencia. Por si fuera poco, asesores cubanos controlan hoy los programas sociales y también el servicio de identificación, notaría y registros y los puertos y aeropuertos del país.

Como dijo uno de los ex guerrilleros, era “el sueño imposible de los sesenta hecho realidad en los comienzos del siglo”. Debido a la enfermedad de Chávez, que pasó 102 días de 2012 en Cuba, La Habana se ha convertido en la capital de facto de Venezuela y, como en los inicios de la revolución castrista, en centro de peregrinaje de líderes latinoamericanos.

Una simbiosis amenazada

Pero esa simbiosis política está amenazada por la salud de sus protagonistas: los Castro son ya ancianos y Chávez se debate entre la vida y la muerte. Aunque sus herederos, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, han pactado en presencia de Raúl Castro una transición para un “chavismo sin Chávez”, ni Fidel ni Raúl pueden poner el fuego en la mano por ninguno de ellos.

Sin Chávez, todo el juego cambia. Según escribe Thays Peñalver en El Universal, lo más probable es que los “comandantes” del chavismo cerrarán filas por un rato, “mientras les dure el miedo a Chávez, pero sin ese miedo, Cabello jamás se subordinará realmente a Maduro”.

Sobre todo, porque el delfín ungido por Chávez heredará de su mentor un inmenso poder hecho a la medida de su creador, no de ninguno de sus potenciales sucesores.

El deterioro de la institucionalidad ha facilitado el surgimiento de organizaciones criminales de todo tipo. No es fácil asegurar hasta qué punto ese proceso ha sido consentido –o alentado– por los cubanos, que posiblemente creen que la delincuencia (Caracas es hoy la capital más violenta del mundo, con 75 homicidios por 100.000 habitantes) contribuye a intimidar a sus enemigos políticos, empujándolos a abandonar el país.

Pero si eso es así, se trata de una apuesta muy peligrosa. Según un cable diplomático de WikiLeaks, Cabello, hoy presidente de la Asamblea Nacional, posee directamente o a través de testaferros, cerca de 2.000 millones de dólares. Además, a diferencia de Maduro, nunca ha sido un asiduo visitante de Cuba, fue militar y tiene fama de arrogante y vengativo.

Por las manos de su hermano, José David Cabello, nombrado en 2008 director del Seniat, el servicio de Impuestos y Aduanas, pasa todo el comercio exterior del país. Las fuentes de las fortunas de los “boligarcas” son numerosas: sobrefacturación en los proyectos de infraestructura del gobierno; comisiones de intermediación; contrabando de armas y drogas; y lavado de dinero a través de negocios intensivos en el uso de efectivo.

El gran interrogante es hasta qué punto los militares están cooptados o dispuestos a tolerar la injerencia cubana en sus estructuras de mando. Militares o ex militares controlan varios ministerios clave, lo que entra y sale por los puertos y aeropuertos, el orden público y 11 gobernaciones. El ministro de Defensa, almirante Diego Molero, ha advertido que “ante una eventual ausencia de nuestro comandante en jefe, las FAN continuarán el camino trazado desde hace 14 años”.

Pero hay pocos antecedentes regionales en que las principales decisiones políticas de un país se tomen en otro, que es además una isla pequeña y en bancarrota. Maduro fue el elegido por su probada lealtad a Chávez y por el beneplácito de Fidel y Raúl Castro con un hombre al que han cultivado desde que en su juventud estudió en La Habana.

Pero su punto débil –que lo es, a su vez, el más fuerte de Cabello– es su escasa influencia entre los militares. De hecho, si hubiese existido un claro consenso sobre la sucesión, Chávez no habría tenido que volar de La Habana a Caracas antes de volver a pasar por el quirófano para hacer explícita su elección ante los venezolanos. La historia latinoamericana enseña que los puñales se afilan más entre quienes hablan exageradamente de concordia y de unión.

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