LUIS
ESTEBAN G. MANRIQUE Madrid, 15 enero 2013
Un mes después de su entrada triunfal
en La Habana, Fidel Castro viajó a Venezuela, que en 1959
inauguraba su flamante democracia. Tras recibir una bienvenida apoteósica en
Caracas, pidió hablar con Rómulo Bentancourt, por entonces
presidente electo, para pedirle petróleo.
Según un testigo presencial de la
cita, Betancourt le respondió que el pueblo venezolano no regalaba el petróleo,
lo vendía y que no haría una excepción con Cuba. El encuentro fue áspero y
terminó de modo abrupto. Betancourt supo que Castro sería, a partir de
entonces, su enemigo mortal. Durante su mandato sofocó veinte conspiraciones
militares en su contra y una insurrección armada de la izquierda, activamente
apoyada por Cuba.
Castro estaba convencido que las
reservas del petróleo venezolano, unido a las guerrillas colombianas, le
serviría de palanca para la revolución continental. Los hermanos Castro, el Ché Guevara y Manuel
Piñeiro, Barbarroja, responsable de asistir al movimiento
revolucionario latinoamericano, no hacían distinciones entre dictadores como Anastasio
Somoza y demócratas como Bentacourt. Todos eran, según Fidel,
“traidores, vendepatrias, miserables, enemigos de la soberanía de los pueblos”.
Castro se involucró personalmente en
los planes para invadir Venezuela con tropas cubanas, enviando a la elite
guerrillera del régimen, entre ellos Arnaldo Ochoa, el futuro héroe
de África ejecutado en 1989. Pero lo abrupto del terreno, la enérgica respuesta
de las fuerzas de seguridad venezolanas, dirigidas por el ministro del
Interior,Carlos Andrés Pérez, las pugnas internas de las facciones
guerrilleras y el rechazo general de la población condenaron al fracaso la
intervención castrista.
Pese a la derrota, Castro nunca olvidó
a Venezuela, que durante cuatro décadas, entre 1958 y 1998, pareció consolidar
su institucionalización democrática a través del llamado pacto de Punto Fijo.
Ese sistema, sin embargo, terminó desprestigiándose por el clientelismo
financiado por la renta petrolera. Ese proceso de degradación culminó en la
brutal represión de la revuelta popular del “caracazo” de 1989, de cuyas
cenizas surgió como un ángel exterminador un oficial insurgente de confusa
ideología “bolivariana”: Hugo Chávez, que intentó un golpe de
Estado de 1992.
En 1994, el mentor de Chávez, Luis
Miquilena, envió al ex militar recién liberado de la cárcel a Cuba. Para su
sorpresa, cuando aterrizó en La Habana, Castro mismo, su héroe de juventud, lo
esperaba al pie del avión, dándole tratamiento de jefe de Estado.
En un premonitorio discurso en el aula
magna de la Universidad de La Habana, Chávez se dirigió a los congregados
llamándoles “compatriotas” y anunciando un programa político “de un horizonte
de 20 a 40 años”. Castro le escuchó con delectación: su nuevo discípulo no
tardaría en poner a su disposición el poder petrolero venezolano, el mayor del hemisferio
occidental.
Venezuela, protectorado cubano
Hoy la isla cubre el 60% de sus
necesidades energéticas con los más de 110.000 barriles diarios de crudo
venezolano, financiados a precios preferentes y pagados con los servicios de
más de 44.000 cooperantes, médicos, educadores y militares cubanos.
La segunda invasión cubana de
Venezuela comenzó en 1998, pero ésta vez pactada entre Castro y Chávez,
que en una entrevista en el Granma calificó al cubano de
“maestro de la estrategia perfecta”. Fidel, escarmentado por las sucesivas
derrotas de sus aliados en países vecinos, aconsejó a Chávez no acelerar
innecesariamente las reformas. Un antiguo miembro del régimen lo explicó
claramente: “Fidel no cometerá el mismo error que en Chile: él hará ahora todo
de manera legal”.
Desde entonces, el proceso ha seguido
fielmente el guión castrista, guardando los formalismos democráticos para
hacerse gradualmente con el control de la Asamblea Nacional, las Fuerzas
Armadas Nacionales (FAN), la Corte Suprema, la Fiscalía y el Concejo Nacional
Electoral. Paralelamente, se creó un nuevo aparato de espionaje, seguridad e
inteligencia. Por si fuera poco, asesores cubanos controlan hoy los programas
sociales y también el servicio de identificación, notaría y registros y los
puertos y aeropuertos del país.
Como dijo uno de los ex guerrilleros,
era “el sueño imposible de los sesenta hecho realidad en los comienzos del
siglo”. Debido a la enfermedad de Chávez, que pasó 102 días de 2012 en Cuba, La
Habana se ha convertido en la capital de facto de Venezuela y, como en los
inicios de la revolución castrista, en centro de peregrinaje de líderes
latinoamericanos.
Una simbiosis amenazada
Pero esa simbiosis política está
amenazada por la salud de sus protagonistas: los Castro son ya ancianos y
Chávez se debate entre la vida y la muerte. Aunque sus herederos, Nicolás
Maduro y Diosdado Cabello, han pactado en presencia de Raúl
Castro una transición para un “chavismo sin Chávez”, ni Fidel ni Raúl
pueden poner el fuego en la mano por ninguno de ellos.
Sin Chávez, todo el juego cambia.
Según escribe Thays Peñalver en El Universal, lo
más probable es que los “comandantes” del chavismo cerrarán filas por un rato,
“mientras les dure el miedo a Chávez, pero sin ese miedo, Cabello jamás se
subordinará realmente a Maduro”.
Sobre todo, porque el delfín ungido
por Chávez heredará de su mentor un inmenso poder hecho a la medida de su
creador, no de ninguno de sus potenciales sucesores.
El deterioro de la institucionalidad
ha facilitado el surgimiento de organizaciones criminales de todo tipo. No es
fácil asegurar hasta qué punto ese proceso ha sido consentido –o alentado– por
los cubanos, que posiblemente creen que la delincuencia (Caracas es hoy la
capital más violenta del mundo, con 75 homicidios por 100.000 habitantes)
contribuye a intimidar a sus enemigos políticos, empujándolos a abandonar el
país.
Pero si eso es así, se trata de una
apuesta muy peligrosa. Según un cable diplomático de WikiLeaks,
Cabello, hoy presidente de la Asamblea Nacional, posee directamente o a través
de testaferros, cerca de 2.000 millones de dólares. Además, a
diferencia de Maduro, nunca ha sido un asiduo visitante de Cuba, fue militar y
tiene fama de arrogante y vengativo.
Por las manos de su hermano, José
David Cabello, nombrado en 2008 director del Seniat, el servicio de
Impuestos y Aduanas, pasa todo el comercio exterior del país. Las fuentes de
las fortunas de los “boligarcas” son numerosas: sobrefacturación en los
proyectos de infraestructura del gobierno; comisiones de intermediación;
contrabando de armas y drogas; y lavado de dinero a través de negocios
intensivos en el uso de efectivo.
El gran interrogante es hasta qué
punto los militares están cooptados o dispuestos a tolerar la injerencia cubana
en sus estructuras de mando. Militares o ex militares controlan varios
ministerios clave, lo que entra y sale por los puertos y aeropuertos, el orden
público y 11 gobernaciones. El ministro de Defensa, almirante Diego
Molero, ha advertido que “ante una eventual ausencia de nuestro comandante
en jefe, las FAN continuarán el camino trazado desde hace 14 años”.
Pero hay pocos antecedentes regionales
en que las principales decisiones políticas de un país se tomen en otro, que es
además una isla pequeña y en bancarrota. Maduro fue el elegido por su
probada lealtad a Chávez y por el beneplácito de Fidel y Raúl Castro con un
hombre al que han cultivado desde que en su juventud estudió en La Habana.
Pero su punto débil –que lo es, a su
vez, el más fuerte de Cabello– es su escasa influencia entre los militares. De
hecho, si hubiese existido un claro consenso sobre la sucesión, Chávez no
habría tenido que volar de La Habana a Caracas antes de volver a pasar por el
quirófano para hacer explícita su elección ante los venezolanos. La historia
latinoamericana enseña que los puñales se afilan más entre quienes hablan
exageradamente de concordia y de unión.
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