Álvaro Vargas Llosa Publicado en La Tercera el 09 de
marzo de 2013.
Esto
lo pensó muy cuidadosa y fríamente Cuba, y lo pensó bien. Apostar a otro líder latinoamericano como sucesor de Chávez hubiera sido el suicidio. Tenía que ser venezolano y tenía que ser santificado por él.
De allí la verdadera importancia política del anuncio que hizo el propio Chávez, en diciembre pasado, al nombrarlo delfín.
De allí la verdadera importancia política del anuncio que hizo el propio Chávez, en diciembre pasado, al nombrarlo delfín.
En el fondo, toda la izquierda
latinoamericana -y sospecho que buena parte de la derecha- quisiera ser Hugo
Chávez: rico en petrodólares, impune, incesantemente reelecto, locuaz y, cuando
toque, enterrado en loor de multitud. Chávez era -para decirlo con el lindo
título de la novela de Donoso- el lugar sin límites. ¿Qué político no quisiera
ser un lugar sin límites? Todos, pero especialmente los de la izquierda, que
nunca le discutieron nada en los largos 14 años en que convirtió a Venezuela en
una república imposible y en los que abrió a codazos, patadas y golpes de
faltriquera su espacio de liderazgo en toda la región, quisieran ser como él.
El problema de la izquierda continental ahora es quién la va a liderar. Quién va a ser ese o esa que todos en la izquierda quisieran ser, pero que no se atreven o no pueden intentar ser, ya sea porque los constriñen las democracias de sus propios países o porque, no teniendo demasiados límites tampoco, carecen de las mayores reservas petroleras del mundo.
Quizá para responder a esa pregunta, que mira para adelante, haya, primero, que mirar hacia atrás y preguntarse esto otro: ¿A qué tradición política perteneció, exactamente, Hugo Chávez?
Fue el clásico caudillo que creía en el gobierno de los hombres providenciales y no de las leyes. Esa es una vieja tradición latinoamericana, pero que ha tenido muy distintas vertientes. La primera oleada de caudillos tuvo que ver con las guerras de independencia, que forjaron héroes militares en repúblicas inestables, de instituciones débiles. A partir de allí surgen los caudillos decimonónicos vinculados al mundo rural, como el doctor Francia, en Paraguay; el mexicano Santa Anna, que hizo desfilar a medio país para el entierro de su propia pierna amputada; o Juan Manuel de Rosas, en Argentina, que empezó su aventura como gaucho provinciano enfrentado al centralismo y acabó centralizando todo. Una corriente distinta fue la del gran benefactor, tanto en su versión militar (un Ramón Castilla en el Perú) como, un tiempo después, en la civil (un Batlle y Ordóñez en Uruguay). Un poco más adelante, surgió el caudillo entusiasmado con el fascismo europeo, por ejemplo, un Getúlio Vargas en Brasil o Juan Domingo Perón en la Argentina. Otro tipo de caudillo, populista como los anteriores, pero distinto en la medida en que era un nacionalista militarista al estilo del egipcio Nasser y un hombre de izquierda por oposición a Estados Unidos, fue el que encarnó, por ejemplo, Omar Torrijos en Panamá. Por último, está el caudillo ideológico puro y duro, encarnado supremamente por Fidel Castro (aunque Fidel no hubiese sido, a diferencia de Raúl, un comunista ortodoxo en su etapa formativa).
Y así sucesivamente, hasta llegar a Hugo Chávez y compañía en el nuevo milenio. Había en el venezolano elementos de distintas corrientes caudillistas, pero quizá lo más apropiado sea decir que era un híbrido de Perón, Torrijos y Fidel Castro. Como Perón, el populismo económico era la piedra filosofal de su régimen, pero a diferencia del argentino, que fue el eterno enemigo de los militares a pesar de ser él mismo un militar, Chávez politizó exitosamente a sus fuerzas armadas; en eso logró lo mismo que Torrijos, que casó al populismo político con el militarismo nacionalista mejor que nadie (Manuel Antonio Noriega no hubiera sido posible sin Torrijos, a pesar de las muchas diferencias). Pero Chávez intuyó bien que estos elementos no bastaban para asegurarle el poder: de allí la exacerbación del factor ideológico, que anidaba en él desde la logia que había ayudado a montar al interior del ejército en su día, pero que alcanzó la apoteosis cuando, ya en el poder, el caudillo entendió que sólo Cuba podía ayudarlo a montar un gobierno inasediable por sus enemigos.
A todo lo cual, me atrevería a añadir, hay que sumar un elemento adicional, que tiene un precedente paradójico: la petrodiplomacia de Carlos Andrés Pérez, el caudillo democrático que fue el archienemigo de Chávez. También CAP había usado el dinero del petróleo (en bastante menor escala) como instrumento de política exterior. Chávez, por supuesto, llevó ese precedente a los extremos. Por tanto, Chávez reunió elementos de varias vertientes del caudillismo latinoamericano: populismo económico, nacionalismo militarista, socialismo ideológico... y petrodiplomacia.
Y ahora, hacia adelante: ¿Quién encarna, entre los vivos que quedan huérfanos fuera de Venezuela, todas las corrientes caudillistas que confluían en Chávez? La respuesta es: nadie. Y por eso me apresuro a pronosticar, no sin pesar, que la Caracas chavista, ahora en manos de sus sucesores, va a seguir siendo el epicentro de la izquierda latinoamericana por buen tiempo. Sólo una iniciativa audaz de Brasil podría alterar eso, pero no se la ve venir.
Veamos las alternativas. Ninguno de los líderes latinoamericanos de la órbita chavista fuera de Venezuela tiene a su disposición un recurso natural como el que tenía Chávez ni, por tanto, la capacidad de ejercer el equivalente a su petrodiplomacia (que, no lo olvidemos, benefició nada menos que a 18 países, si sumamos a Petrocaribe y a Alba). Sólo la Argentina kirchnerista hubiera podido jugar ese papel con la bonanza de los granos y las oleaginosas en su momento. Dato curioso: se calcula que el dinero que ingresó el gobierno argentino por ese concepto, unos 300 mil millones de dólares, equivale al que ingresó Venezuela por el petróleo en lapso parecido. Pero los Kirchner no hubieran podido sostener su populismo interno si hubieran empleado una parte importante de ese dinero en aventuras internacionales, porque no tenían un control del escarnio doméstico tan grande como el de Chávez.
Además, el kirchnerismo, siguiendo la vieja tradición peronista, no tenía una vocación internacionalista en aquel momento. Sólo ahora Cristina Kirchner da muestras de tenerla, pero ya es muy tarde: ni la economía argentina, que empieza a resentirse del desvarío de años anteriores, lo permite, ni su base de sustentación política es lo sólida que exigiría tamaña misión. De hecho, será un milagro que la presidenta logre, en las elecciones legislativas, una victoria tan abundante que pueda sumar los dos tercios del Congreso necesarios para cambiar la Constitución. No olvidemos que se le ha rebelado buena parte de la izquierda peronista, no sólo la clase media de centroderecha.
Los otros potenciales sucesores de Chávez fuera de Venezuela tienen recursos naturales, pero a una escala que no les hace posible una diplomacia generosa. El Ecuador de Correa produce cinco veces menos petróleo que Venezuela.
¿Y qué hay de los otros aspectos? Ninguno de los otros líderes tiene la dimensión ideológica ni goza, por tanto, de esa cercanía cuasi confederal que había forjado Chávez entre Venezuela y Cuba. Para que Cuba aceptara jugar con otro líder de la izquierda latinoamericana un rol parecido al que jugó con Chávez, La Habana tendría que estar muy segura de que esa apuesta es mejor que Nicolás Maduro. Y no lo es. Ninguno puede garantizarle una relación de entre seis y siete mil millones de dólares anuales como la que le representa Venezuela para Cuba (monto superior al subsidio soviético anual). Ninguno tiene la cercanía física que facilite los vasos comunicantes (incluyendo los 45 mil cooperantes cubanos que, según reveló el propio Chávez públicamente, están en Venezuela). Y ninguno ha regimentado -lo mismo ideológica que políticamente- a sus militares y sus civiles como lo hizo Chávez. Esto otorga a Maduro gran ventaja sobre un Correa o un Morales a ojos de La Habana.
La dimensión militarista que tenía Chávez no la tienen sus aliados, con excepción de Daniel Ortega, una pieza demasiado pequeña en el tablero para sustituir al rey. El que más esfuerzos ha hecho es Morales, pero todavía no es seguro que haya logrado adoctrinar a sus fuerzas armadas lo suficiente como para que se justifique una comparación con Chávez. ¿Es realmente necesario que el sustituto de Chávez tenga una dimensión militarista? Probablemente sí: para jugar un rol como el de Chávez, que implica humillar a su propio país con una subordinación política a La Habana, un gobernante tiene que estar muy seguro de tener alineado a su Ejército ante semejante dejación de soberanía. En el entendido de que ni Diosdado Cabello, el militar que ahora preside la Asamblea Nacional, ni la nueva jerarquía castrense nombrada hace poco por Chávez pongan en riesgo el poder de Maduro, sólo éste ofrece, en el panorama de la izquierda latinoamericana, la dimensión militarista indispensable para la sucesión.
Por último está el populismo económico. Todos los hipotéticos sucesores lo practican en abundancia. Y con éxito político, como lo demostró recientemente Rafael Correa, revalidando su mandato con un porcentaje que no se explica solamente por las limitaciones que hacen muy difícil a la oposición competir en pie de igualdad. Pero el populismo económico y el consiguiente éxito político no bastan para suceder a Chávez. En cualquier caso, Maduro ya tiene esa mesa servida: más de 30 “misiones” chavistas están allí para dar continuidad al sistema clientelista.
Vuelvo a lo mismo: Maduro es, por “default”, el heredero dentro y fuera de Venezuela. La pregunta es: ¿por cuánto tiempo? Carece de las condiciones personales de Chávez, subsisten las dudas sobre la lealtad de los militares una vez pasada la conmoción inicial y, ciertamente, no tiene todavía la dimensión internacional de su antecesor aun cuando sí las relaciones, que tejió en su etapa como canciller del régimen.
Dicho esto, los aliados de Chávez no tienen más remedio que serlo de Maduro también. Dependen de su dinero, lo saben teledirigido por Cuba, es decir por el gran jefe, y necesitan que, a través de él, el chavismo se prolongue porque, de otro modo, podrían sufrir ellos mismos una deslegitimación interna. Si la percepción en los países gobernados por la izquierda populista fuera que el chavismo se empieza a desmoronar y con él la Cuba subvencionada, habría consecuencias domésticas potencialmente muy serias. Es otra forma de decir: a todos, de Cristina a Evo y Rafael, les conviene que Nicolás prolongue a Chávez todo el tiempo posible.
Todo lo cual lleva a una conclusión: esto lo pensó muy cuidadosa y fríamente Cuba, y lo pensó bien. Apostar a otro líder latinoamericano como sucesor de Chávez hubiera sido el suicidio. Tenía que ser venezolano y tenía que ser santificado por Chávez. De allí la verdadera importancia política del anuncio que hizo el propio Chávez, en diciembre pasado, al nombrarlo delfín.
Las vueltas que da la historia. ¿Quién en su sano juicio hubiera pronosticado hace un par de años que el discreto Maduro sería pronto el nuevo líder de la izquierda latinoamericana por méritos ajenos a él, salvo haber estado en el lugar indicado en el momento indicado, sin ser remotamente consciente de lo que eso significaría?
El problema de la izquierda continental ahora es quién la va a liderar. Quién va a ser ese o esa que todos en la izquierda quisieran ser, pero que no se atreven o no pueden intentar ser, ya sea porque los constriñen las democracias de sus propios países o porque, no teniendo demasiados límites tampoco, carecen de las mayores reservas petroleras del mundo.
Quizá para responder a esa pregunta, que mira para adelante, haya, primero, que mirar hacia atrás y preguntarse esto otro: ¿A qué tradición política perteneció, exactamente, Hugo Chávez?
Fue el clásico caudillo que creía en el gobierno de los hombres providenciales y no de las leyes. Esa es una vieja tradición latinoamericana, pero que ha tenido muy distintas vertientes. La primera oleada de caudillos tuvo que ver con las guerras de independencia, que forjaron héroes militares en repúblicas inestables, de instituciones débiles. A partir de allí surgen los caudillos decimonónicos vinculados al mundo rural, como el doctor Francia, en Paraguay; el mexicano Santa Anna, que hizo desfilar a medio país para el entierro de su propia pierna amputada; o Juan Manuel de Rosas, en Argentina, que empezó su aventura como gaucho provinciano enfrentado al centralismo y acabó centralizando todo. Una corriente distinta fue la del gran benefactor, tanto en su versión militar (un Ramón Castilla en el Perú) como, un tiempo después, en la civil (un Batlle y Ordóñez en Uruguay). Un poco más adelante, surgió el caudillo entusiasmado con el fascismo europeo, por ejemplo, un Getúlio Vargas en Brasil o Juan Domingo Perón en la Argentina. Otro tipo de caudillo, populista como los anteriores, pero distinto en la medida en que era un nacionalista militarista al estilo del egipcio Nasser y un hombre de izquierda por oposición a Estados Unidos, fue el que encarnó, por ejemplo, Omar Torrijos en Panamá. Por último, está el caudillo ideológico puro y duro, encarnado supremamente por Fidel Castro (aunque Fidel no hubiese sido, a diferencia de Raúl, un comunista ortodoxo en su etapa formativa).
Y así sucesivamente, hasta llegar a Hugo Chávez y compañía en el nuevo milenio. Había en el venezolano elementos de distintas corrientes caudillistas, pero quizá lo más apropiado sea decir que era un híbrido de Perón, Torrijos y Fidel Castro. Como Perón, el populismo económico era la piedra filosofal de su régimen, pero a diferencia del argentino, que fue el eterno enemigo de los militares a pesar de ser él mismo un militar, Chávez politizó exitosamente a sus fuerzas armadas; en eso logró lo mismo que Torrijos, que casó al populismo político con el militarismo nacionalista mejor que nadie (Manuel Antonio Noriega no hubiera sido posible sin Torrijos, a pesar de las muchas diferencias). Pero Chávez intuyó bien que estos elementos no bastaban para asegurarle el poder: de allí la exacerbación del factor ideológico, que anidaba en él desde la logia que había ayudado a montar al interior del ejército en su día, pero que alcanzó la apoteosis cuando, ya en el poder, el caudillo entendió que sólo Cuba podía ayudarlo a montar un gobierno inasediable por sus enemigos.
A todo lo cual, me atrevería a añadir, hay que sumar un elemento adicional, que tiene un precedente paradójico: la petrodiplomacia de Carlos Andrés Pérez, el caudillo democrático que fue el archienemigo de Chávez. También CAP había usado el dinero del petróleo (en bastante menor escala) como instrumento de política exterior. Chávez, por supuesto, llevó ese precedente a los extremos. Por tanto, Chávez reunió elementos de varias vertientes del caudillismo latinoamericano: populismo económico, nacionalismo militarista, socialismo ideológico... y petrodiplomacia.
Y ahora, hacia adelante: ¿Quién encarna, entre los vivos que quedan huérfanos fuera de Venezuela, todas las corrientes caudillistas que confluían en Chávez? La respuesta es: nadie. Y por eso me apresuro a pronosticar, no sin pesar, que la Caracas chavista, ahora en manos de sus sucesores, va a seguir siendo el epicentro de la izquierda latinoamericana por buen tiempo. Sólo una iniciativa audaz de Brasil podría alterar eso, pero no se la ve venir.
Veamos las alternativas. Ninguno de los líderes latinoamericanos de la órbita chavista fuera de Venezuela tiene a su disposición un recurso natural como el que tenía Chávez ni, por tanto, la capacidad de ejercer el equivalente a su petrodiplomacia (que, no lo olvidemos, benefició nada menos que a 18 países, si sumamos a Petrocaribe y a Alba). Sólo la Argentina kirchnerista hubiera podido jugar ese papel con la bonanza de los granos y las oleaginosas en su momento. Dato curioso: se calcula que el dinero que ingresó el gobierno argentino por ese concepto, unos 300 mil millones de dólares, equivale al que ingresó Venezuela por el petróleo en lapso parecido. Pero los Kirchner no hubieran podido sostener su populismo interno si hubieran empleado una parte importante de ese dinero en aventuras internacionales, porque no tenían un control del escarnio doméstico tan grande como el de Chávez.
Además, el kirchnerismo, siguiendo la vieja tradición peronista, no tenía una vocación internacionalista en aquel momento. Sólo ahora Cristina Kirchner da muestras de tenerla, pero ya es muy tarde: ni la economía argentina, que empieza a resentirse del desvarío de años anteriores, lo permite, ni su base de sustentación política es lo sólida que exigiría tamaña misión. De hecho, será un milagro que la presidenta logre, en las elecciones legislativas, una victoria tan abundante que pueda sumar los dos tercios del Congreso necesarios para cambiar la Constitución. No olvidemos que se le ha rebelado buena parte de la izquierda peronista, no sólo la clase media de centroderecha.
Los otros potenciales sucesores de Chávez fuera de Venezuela tienen recursos naturales, pero a una escala que no les hace posible una diplomacia generosa. El Ecuador de Correa produce cinco veces menos petróleo que Venezuela.
¿Y qué hay de los otros aspectos? Ninguno de los otros líderes tiene la dimensión ideológica ni goza, por tanto, de esa cercanía cuasi confederal que había forjado Chávez entre Venezuela y Cuba. Para que Cuba aceptara jugar con otro líder de la izquierda latinoamericana un rol parecido al que jugó con Chávez, La Habana tendría que estar muy segura de que esa apuesta es mejor que Nicolás Maduro. Y no lo es. Ninguno puede garantizarle una relación de entre seis y siete mil millones de dólares anuales como la que le representa Venezuela para Cuba (monto superior al subsidio soviético anual). Ninguno tiene la cercanía física que facilite los vasos comunicantes (incluyendo los 45 mil cooperantes cubanos que, según reveló el propio Chávez públicamente, están en Venezuela). Y ninguno ha regimentado -lo mismo ideológica que políticamente- a sus militares y sus civiles como lo hizo Chávez. Esto otorga a Maduro gran ventaja sobre un Correa o un Morales a ojos de La Habana.
La dimensión militarista que tenía Chávez no la tienen sus aliados, con excepción de Daniel Ortega, una pieza demasiado pequeña en el tablero para sustituir al rey. El que más esfuerzos ha hecho es Morales, pero todavía no es seguro que haya logrado adoctrinar a sus fuerzas armadas lo suficiente como para que se justifique una comparación con Chávez. ¿Es realmente necesario que el sustituto de Chávez tenga una dimensión militarista? Probablemente sí: para jugar un rol como el de Chávez, que implica humillar a su propio país con una subordinación política a La Habana, un gobernante tiene que estar muy seguro de tener alineado a su Ejército ante semejante dejación de soberanía. En el entendido de que ni Diosdado Cabello, el militar que ahora preside la Asamblea Nacional, ni la nueva jerarquía castrense nombrada hace poco por Chávez pongan en riesgo el poder de Maduro, sólo éste ofrece, en el panorama de la izquierda latinoamericana, la dimensión militarista indispensable para la sucesión.
Por último está el populismo económico. Todos los hipotéticos sucesores lo practican en abundancia. Y con éxito político, como lo demostró recientemente Rafael Correa, revalidando su mandato con un porcentaje que no se explica solamente por las limitaciones que hacen muy difícil a la oposición competir en pie de igualdad. Pero el populismo económico y el consiguiente éxito político no bastan para suceder a Chávez. En cualquier caso, Maduro ya tiene esa mesa servida: más de 30 “misiones” chavistas están allí para dar continuidad al sistema clientelista.
Vuelvo a lo mismo: Maduro es, por “default”, el heredero dentro y fuera de Venezuela. La pregunta es: ¿por cuánto tiempo? Carece de las condiciones personales de Chávez, subsisten las dudas sobre la lealtad de los militares una vez pasada la conmoción inicial y, ciertamente, no tiene todavía la dimensión internacional de su antecesor aun cuando sí las relaciones, que tejió en su etapa como canciller del régimen.
Dicho esto, los aliados de Chávez no tienen más remedio que serlo de Maduro también. Dependen de su dinero, lo saben teledirigido por Cuba, es decir por el gran jefe, y necesitan que, a través de él, el chavismo se prolongue porque, de otro modo, podrían sufrir ellos mismos una deslegitimación interna. Si la percepción en los países gobernados por la izquierda populista fuera que el chavismo se empieza a desmoronar y con él la Cuba subvencionada, habría consecuencias domésticas potencialmente muy serias. Es otra forma de decir: a todos, de Cristina a Evo y Rafael, les conviene que Nicolás prolongue a Chávez todo el tiempo posible.
Todo lo cual lleva a una conclusión: esto lo pensó muy cuidadosa y fríamente Cuba, y lo pensó bien. Apostar a otro líder latinoamericano como sucesor de Chávez hubiera sido el suicidio. Tenía que ser venezolano y tenía que ser santificado por Chávez. De allí la verdadera importancia política del anuncio que hizo el propio Chávez, en diciembre pasado, al nombrarlo delfín.
Las vueltas que da la historia. ¿Quién en su sano juicio hubiera pronosticado hace un par de años que el discreto Maduro sería pronto el nuevo líder de la izquierda latinoamericana por méritos ajenos a él, salvo haber estado en el lugar indicado en el momento indicado, sin ser remotamente consciente de lo que eso significaría?
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