MARIO VARGAS LLOSA 25 AGO
2013
La serie televisiva
sobre Pablo Escobar deja la impresión escalofriante de que, si el poder y la
fortuna no le hubieran empujado a excesos patológicos, podría haber llegado a
ser presidente de Colombia
La serie de la televisión colombiana
Escobar, el patrón del mal ha tenido mucho éxito en su país de origen y no cabe
duda que lo tendrá en todos los lugares donde se exhiba. Está muy bien hecha,
escrita y dirigida, y Andrés Parra, el actor que encarna al famoso
narcotraficante Pablo Emilio Escobar Gaviria, lo hace con enorme talento. Sin
embargo, a diferencia de lo que ocurre con otras grandes series televisivas,
como las norteamericanas The Wire o 24, ésta se sigue con incomodidad, un
difuso malestar provocado por la sensación de que, a diferencia de lo que
aquéllas relatan, Escobar, el patrón del mal no es ficción sino la descripción
más o menos fidedigna de una pesadilla que padeció Colombia durante unos años
que vivió no bajo el imperio de la ley sino del narcotráfico.
Porque los 74 episodios que acabo de
ver, aunque se toman algunas libertades con la historia real y han cambiado
algunos nombres propios, dan un testimonio muy genuino, fascinante e
instructivo sobre la violenta modernización económica y social —un verdadero
terremoto— que trajo a la aletargada sociedad colombiana la conversión, por
obra del genio empresarial de Pablo Escobar, de lo que debía ser en los años setenta
una industria artesanal, en la capital mundial de la producción y comercio
clandestinos de la cocaína. Desafortunadamente, este aspecto de la trayectoria
de Escobar —su miríada de laboratorios en la cordillera y en las selvas, las
rutas clandestinas por las que la droga, cuya materia prima al principio era
importada de Perú, Bolivia y Ecuador, y refinada en Colombia, luego se
exportaba de allí a Estados Unidos y al resto del mundo— está apenas reseñado
en la serie, que se concentra en la experiencia familiar del narcotraficante,
sus vidas pública y clandestina, sus delirios y sus horrendos crímenes.
Su ambición era tan grande como su
falta de escrúpulos, y los delirios y rabietas que lo inducían a ejercitar la
crueldad con el refinamiento y frialdad de un personaje del marqués de Sade
contrastaban curiosamente con su complejo de Edipo mal resuelto que lo
convertía en un corderillo frente a la recia matriarca que fue su madre y su
condición de esposo modelo y padre amantísimo. Cuando se antojaba de una “virgencita”,
sus sicarios le procuraban una y luego la mandaba matar para borrar las pistas.
Siempre se consideró a sí mismo “un hombre de izquierda” y cuando regalaba
casas a los pobres, les construía zoológicos y ofrecía grandes espectáculos
deportivos, como cuando hacía explotar coches bomba que despanzurraban a
centenares de inocentes, estaba convencido, según aseguraba en sus retóricas
proclamas, de estar luchando por la justicia y los derechos humanos. Como creó
millares de empleos —lícitos e ilícitos—, era pródigo y derrochador y encarnó
la idea de que uno podía hacerse rico de la noche a la mañana pegando tiros,
fue un ídolo en los barrios marginales de Medellín y por eso, a su muerte,
millares de pobres lo lloraron, llamándolo un santo y un segundo Jesucristo.
Él, al igual que su familia y su ejército de rufianes, era católico practicante
y muy devoto del Santo Niño de Atocha.
Su fortuna fue gigantesca, aunque
nadie ha podido calcularla con precisión, y acaso no fue exagerado que en algún
momento se dijera de él que era el hombre más rico del mundo. Eso lo convirtió
en el personaje más poderoso de Colombia, poco menos que en el amo del país:
podía transgredir todas las leyes a su capricho, comprar políticos, militares,
funcionarios, jueces, o torturar, secuestrar y asesinar a quienes se atrevían a
oponérsele (a ellos y a veces también a sus familias). Lo que es notable es
que, ante la alternativa en que Pablo Escobar convirtió la vida para los
colombianos —“plata o plomo”— hubiera gente como el periodista Guillermo Cano,
dueño y director del diario El Espectador y su heroica familia, y un puñado de
jueces, militares y políticos que no se dejaron comprar ni intimidar y
prefirieron morir, como Luis Carlos Galán y el ministro Rodrigo Lara Bonilla, o
arruinarse antes que ceder a las exigencias demenciales del narcotraficante.
Lo que produce escalofríos viendo esta
serie es la impresión que deja en el espectador de que, si el poder y la
fortuna de que disponía no lo hubieran empujado en los años finales de su vida
a excesos patológicos y a malquistarse con sus propios socios, a los que
extorsionaba y mandaba asesinar, y se hubiera resignado a un papel menos
histriónico y exhibicionista, Pablo Escobar podría haber llegado a ser, hoy, presidente
de Colombia, o, acaso, el dueño en la sombra de ese país. Lo perdió la
soberbia, el creerse todopoderoso, el generar tantos enemigos en su propio
entorno y producir tanto miedo y terror con los asesinatos colectivos de los
coches bomba que hacía explotar en las ciudades a las horas punta para que el
Estado se sometiera a sus consignas, que sus propios compinches se apandillaran
contra él y fueran un factor principalísimo en su decadencia y final.
Si un novelista pusiera en una novela
algunos de los episodios que Pablo Escobar protagonizó, su historia fracasaría
estruendosamente por inverosímil. Acaso el más delirante y jocoso sea el de su
“entrega” al Gobierno colombiano, luego de haberle dado gusto éste en firmar
decretos garantizando que ningún colombiano sería jamás extraditado a los
Estados Unidos —la justicia norteamericana era el cuco de los narcos— y de
construirle una cárcel privada, “La Catedral”, de acuerdo a sus requerimientos
y necesidades. Es decir: billares, piscina, discoteca, un prestigioso chef,
equipos sofisticados de radio y televisión, y el derecho de elegir y vetar a la
guardia encargada de vigilar el exterior de la prisión. Escobar se instaló en
“La Catedral” con sus armas, sus sicarios, y siguió dirigiendo desde allí su
negocio transnacional. Cuando quería, salía a Medellín a divertirse y, otras
veces, organizaba orgías en la supuesta cárcel, con músicos y prostitutas que
le acarreaban sus esbirros. En la misma cárcel se permitió asesinar a dos
destacados socios suyos del cartel de Medellín porque no quisieron dejarse
extorsionar. Como el escándalo fue enorme y la opinión pública reaccionó con
indignación, el Gobierno intentó trasladarlo a una cárcel de verdad. Entonces,
Escobar y sus pistoleros, alertados por los guardias a los que tenían en
planilla, huyeron. Todavía alcanzó a desatar una serie de asesinatos ciegos,
pero ya estaba tocado. Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) habían
comenzado a actuar.
¿Quiénes eran los Pepes? Una
asociación de rufianes, varios de ellos ex socios de Escobar en el tráfico de
cocaína, el cartel de Cali que fue siempre adversario del de Medellín, las
guerrillas ultraderechistas (comités de autodefensa) de Antioquia, y otros
enemigos del mundo del hampa que Escobar había ido generando con sus caprichos
y prepotencias a lo largo de su carrera. Ellos comprendieron que la visibilidad
que había alcanzado aquel personaje ponía en peligro toda la industria del
narcotráfico. Asesinaron a sus colaboradores, prepararon emboscadas, se
convirtieron en informantes de las autoridades. En menos de un año el imperio
de Pablo Escobar se desintegró. Su final no pudo ser más patético: acompañado
de un solo guardaespaldas —todos los otros estaban muertos, presos o se habían
pasado al enemigo— escondido en una casita muy modesta y delirando con el
proyecto de ir a refugiarse en alguna guerrilla de las montañas, fue al fin
cazado por un comando policial y militar que lo abatió a balazos.
La muerte de Escobar, ese pionero de
los tiempos heroicos, no acabó con la industria del narcotráfico. Ésta es en
nuestros días mucho más moderna, sofisticada e invisible que entonces. Colombia
ya no tiene la hegemonía de antaño. Se ha descentralizado y campea también en
México, América Central, Venezuela, Brasil, y los que eran sólo países
productores de pasta básica, como Perú, Bolivia y Ecuador ahora compiten
asimismo en el refinado y la comercialización y, al igual que en Colombia,
tienen guerrillas y ejércitos privados a su servicio. La fuente principal de la
corrupción, en nuestros días la gran amenaza para el proceso de democratización
política y modernización económica que vive América Latina, sigue siendo y lo
será cada vez más el narcotráfico. Hasta que por fin se abra camino del todo la
idea de que la represión de la droga sólo sirve para crear engendros
destructivos como el que construyó Pablo Escobar y que la delincuencia asociada
a ella sólo desaparecerá cuando se legalice su consumo y las enormes sumas que
ahora se invierten en combatirla se gasten en campañas de rehabilitación y
prevención.
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