Jon Lee Anderson MIÉRCOLES,
28 DE AGOSTO DE 2013
Las imágenes son desgarradoras. En un
video, un hombre trata de revivir a un niño, de tres o cuatro años quizás,
derramando agua en su cara, friccionándolo, haciendo un inútil intento de
resucitarlo. El niño está pálido y laxo y parece haber muerto. Alrededor de él
hay más cuerpos postrados en el suelo, en estados similares de muerte o
cercanos a morir. Los hombres se mueven alrededor con la energía cinética de
quienes han sido sobrecogidos por una catástrofe y carecen del conocimiento y
las herramientas para salvar a las víctimas. Extrañamente, no hay sangre. Es
como si todos se hubieran ahogado.
Este fue sólo uno de los convulsivos
videos que emergieron de esta terrible tragedia que parece haber ocurrido la
mañana del miércoles en Ghouta, un área cercana a Damasco que ha sido dominada
por los rebeldes que luchan contra el régimen de Assad, en Siria. En una guerra
civil que hasta ahora ha cobrado más de cien mil vidas —y en la cual han
ocurrido muchas atrocidades, incluidas varias masacres a gran escala— lo que
pasó en Ghouta parece sobrepasar todo lo que ha sucedido antes. El número de
muertos de lo que ha sido descrito por los rebeldes como un ataque terrorista
del régimen —afirmación que no ha sido verificada— se estima que ronda los
trece mil. El gas nervioso sarín, se dice, causa los síntomas que se ven en el
video, aunque hay razones para sospechar que el causante sea otro agente.
El miércoles en la mañana, cuando
prorrumpieron los primeros reportes del ataque, se hablaba de una docena de
víctimas, después cientos, después miles. Y entonces, coincidiendo con la
publicación de los videos, las cifras estimadas se elevaron. Uno de los
primeros tweets que leí decía que ahora Siria tenía su “Halabja”, una
referencia al ataque con armas químicas a los insurgentes en el pueblo kurdo de
Halabja por el ejército de Saddam Hussein en 1988, que acabó con la vida de al
menos cinco mil civiles. En aquel entonces, Saddam era un aliado tácito de
Occidente, en un conflicto terriblemente sangriento contra Irán, en una versión
temprana del letal cisma entre sunitas y chiitas que ha hecho de Siria su campo
de batalla central. Saddam inicialmente negó su responsabilidad por Halabja,
aunque después se supo que su primo Alí Hassan al-Majid —o, como lo conocieron
sus enemigos, “Alí El Químico”— la llevó a cabo, al igual que muchos otros
ataques químicos en la guerra entre 1980 y 1988, cuando al menos un millón de
iraníes e iraquíes murieron. La reacción de la administración Reagan, la cual
proveía a Saddam de información sobre concentraciones de tropas iraníes desde
sus Sistemas de Alerta y Control Aerotransportado (AWACS, por sus siglas en
inglés) con el fin de asistir sus sistemas de misiles, era inicialmente
apoyarlo sugiriendo que Irán también había usado armas químicas en el
conflicto. Fue un intento vergonzoso de desinformar. No pasó mucho tiempo antes
de que los hechos del ataque se hicieran obvios y Estados Unidos reconsiderara
su posición.
El episodio de Halabja es un ejemplo
de lo irritante que puede ser la moral política cuando surgen denuncias de usos
de armas químicas. Las grandes potencias acordaron prohibir su uso en el
Protocolo de Ginebra de 1925, un pacto que muchas otras naciones firmaron. Con
pocas excepciones —Saddam sería la más notoria entre ellos— las armas químicas
raramente se han usado desde entonces. Hasta el conflicto de Siria. El gobierno
de Assad es conocido por tener un gran arsenal de armas químicas, dispersadas
en varias ubicaciones por todo el país, y a lo largo de los últimos seis meses
se ha reportado el uso limitado de armas químicas en el campo de batalla. Si
los ataques en Ghouta han involucrado armas químicas, es seguro que la “delgada
línea roja” que Obama trazó hace un año con respecto a esas armas —y que su
administración ya manifestó que ha sido cruzada— se ha convertido en una
avenida. El ministro de defensa Israelí, Moshe Ya’alon, se refirió a Ghouta
simplemente como el más reciente ejemplo de uso de armas químicas por parte del
régimen de Assad.
Es notable, aunque nada extraño, que
el ataque en Ghouta haya ocurrido unos días después de la llegada a Damasco del
equipo de inspectores de armas químicas de la ONU, algo que hace que uno se
pregunte por qué el gobierno de Assad entregaría tan fácilmente evidencias de
su supuesta transgresión a la comunidad internacional. También sorprende que,
en las últimas semanas, el régimen de Assad haya tenido la superioridad en el
conflicto. De cualquier forma, los regímenes dictatoriales y sus fuerzas
armadas pueden ser tan estúpidos como criminales. Recordemos la timidez de
Saddam, en la elaboración de la invasión a Iraq en 2003, sobre si tenía o no
armas de destrucción masiva. También es posible, según han especulado algunos
expertos, lo que haya matado a la gente en los videos no sea gas sarín sino
otra cosa, todavía desconocida. De acuerdo con un diplomático occidental en la
región, “el régimen niega hacerlo, pero la prueba clave está en que le dan
acceso al equipo de expertos de la ONU que se encuentra en Damasco”.
Al final, lo que parece estar claro es
que en Siria, en las afueras de una de las capitales más viejas —sino la más— y
perennemente habitadas del mundo, se está llevando a cabo una terrible matanza.
Sin embargo, por la forma en que mueren, las víctimas son escogidas sin
importar si son niños inocentes, mujeres civiles u hombres que han tomado las
armas. Es una tragedia humana de proporciones tan aterradoras -una tragedia que
la administración Obama ha demostrado ser incapaz de hacer algo para
modificarla o sin voluntad para ello. Si resulta que el régimen de Assad usó
gas sarín en Ghouta, entonces, la lógica sugiere que, quizás, lo hizo para
probar la resolución de Occidente de actuar en relación con esa “línea roja”,
algo que podría traducirse en una acción militar. Si, de hecho, no usaron armas
químicas, entonces la atrocidad pronto se desvanecerá de la atención pública y
se unirá al centenar de las otras atrocidades “medio acordadas” que han
compuesto este conflicto, sin líneas rojas a la vista.
Ese mismo diplomático occidental
sugirió que la masacre en Ghouta parecía significar un cambio de juego para
algunos de los poderes occidentales, y, probablemente, el momento de tomar de
decisiones difíciles había llegado para el presidente Obama: “Mi opinión
personal es, como la de cualquiera, que los estadounidenses serán vistos como
los responsables por las consecuencias de lo que no han hecho y por lo que
hagan”.
***
Traducción Rodrigo Marcano. Texto
publicado en The New Yorker.
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