TULIO HERNÁNDEZ 25 DE AGOSTO 2013
Independientemente de la opinión que
se tenga del periodismo que oficiaba, Globovisión, el canal de noticias, será
recordado como la última televisora privada venezolana de alcance nacional que
resistió las presiones del régimen chavista hasta que –ya es vox populi– fue
comprado por magnates de la boliburguesía, esa nueva casta empresarial que ha
amasado, o multiplicado, su fortuna poniéndose al servicio incondicional de las
estrategias de tierra arrasada del proyecto militarista rojo.
El pasado viernes 7, comenzando la
noche, me fui al canal, invitado a participar en Aló ciudadano, el magazine con
analistas y políticos invitados y espectadores que participan vía telefónica,
que surgió como réplica a Aló, Presidente, el talk show dominical conducido
durante años por el poderoso jefe militar que ya no está.
Pensé que íbamos a un programa más.
Pero apenas entré en el estudio entendí que algo andaba mal. Leopoldo Castillo,
el conductor, no exhibía el tono de voz potente y metálica al que nos tiene
acostumbrados. Parecía un hombre debilitado por un resfriado u otra afección
respiratoria. Apenas si podía hablar.
La atmósfera era de suspenso. El
Ciudadano, como se le conoce popularmente, recién había adelantado que al final
del programa haría un anuncio importante. Todos presumían que se trataba de su renuncia.
Y así fue. Al iniciar el segmento final, Leopoldo Castillo, seguido por un
camarógrafo, caminó por el set rememorando los doce años que tenía visitando
diariamente aquel lugar. Agradeció a su equipo. Luego caminó al centro del
estudio y desde allí habló de pie para despedirse de su audiencia. Sin muchas
explicaciones. Tratando de no comunicar ni rabia ni amargura.
Algunos lloraban sin contenerse, otros
secaban sus lágrimas con discreción. Alba Revenga, la nueva directora
ejecutiva, presenciaba la escena con la expresión despavorida de quien mira a
una persona ahogándose sin poder hacer nada para rescatarle. La cortinilla de
cierre cayó. Los técnicos se acercaron a despedirse y a tomarse la que podría
ser la última fotografía con el hombre que durante largos años contrapunteó
diariamente con el autócrata de Sabaneta. Apresurado, el Ciudadano tomo su
maletín y cuando salió del estudio veinte o treinta trabajadores del canal que
laboraban a esa hora lo aguardaban a lo largo de la escalera para despedirlo
con una conmovedora salva de aplausos.
Salí del lugar como quien no sabe qué
hacer. Entendía que acababa de ser testigo de una escena tan histórica como la
noche cuando se apagó RCTV. Tal vez menos evidente y dramática. Pero con el
mismo significado. Una era y una experiencia de comunicación que moría
asfixiada en las manos de un régimen que no soporta la diversidad.
Si alguien tenía la tímida esperanza
de que vendría una televisión mejor, más equilibrada y plural, esa noche
entendió que no. Que la televisión libre ha quedado abolida por el cónclave
rojo que ha decidido construir una ancha y alta muralla mediática para impedir
que informaciones no controladas por sus censores circulen en el país.
En los comunismos no hay problema con
la libertad de expresión, todos los medios son del Estado. En las dictaduras
tampoco, hay medios privados pero el gobierno practica la censura previa y
estos tienen que aceptarla. En las democracias, el asunto es una batalla
compleja y permanente. Pero en los totalitarismos del siglo XXI, que necesitan
mantener la máscara democrática, el asunto es más sofisticado: si el Poder no
puede cerrar el medio por el costo político que significa, entonces ¡lo compra!
Es un asunto de lechugas verdes.
Porque, al final de todo, en los países atrasados y de institucionalidades
débiles, las democracias siempre están heridas por el capricho de los
poderosos. Y en la Venezuela petrolera el poderoso mayor es el Estado. El dueño
de las lechugas que se precia de tener incluso su propia burguesía para que
salga los fines de semana con una cesta a hacer mercado de medios incómodos.
“Pero no fue un cierre”, dicen, mientras congelan la sonrisa.
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