Laura Jiménez 28 de agosto de 2013
Una
intervención militar de las potencias occidentales debe contemplar un
escenario post Assad con los grupos islamistas como actores principales.
Las líneas rojas en Siria parecen
haberse acabado. Mientras los inspectores de Naciones Unidas sobre el terreno
intentan determinar el uso de gas sarín en el ataque de la semana pasada en Ghouta,
Damasco, Occidente ha puesto en marcha la maquinaria de una posible
intervención. El límite se ha cruzado, esta vez sin remilgos. El pistoletazo de
salida ha sido un episodio que ha dejado (según la oposición al régimen
baazista) hasta 1.300 muertos y que, de confirmarse, solo sería comparable al
exterminio de kurdos perpetrado en 1985 por Sadam Hussein en Irak.
Una intervención, sea a través de
bombardeos selectivos desde el Mediterráneo o en forma de exclusión aérea, con
ánimo de “castigo”, como ha enunciado el presidente francés François Hollande,
o como “acción para disuadir”, según el secretario de Defensa estadounidense,
Chuck Hagel, se dibuja como una alternativa más que probable después de más de
dos años y medio de conflicto y ante el mensaje de Occidente: “Estamos listos”.
El cómo y el cuándo (la misma oposición asegura que han sido advertidos de que
puede ser inminente, “en cuestión de días, no de semanas”) depende en gran
parte de los retos a los que se enfrenta la comunidad internacional en un
territorio y un timing que se antoja hostil y volátil. Y entre ellos, el mayor
es la aparición de un relativamente nuevo y potentísimo actor: los grupos
islamistas radicales que se han hecho con el control en la práctica totalidad
de la zona norte liberada.
Efectivamente, son estos grupos más o
menos radicales quienes han tomado el relevo de una Coalición Nacional de
Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria (CNFORS), que no ha sido capaz de
vertebrar un proyecto de gobierno coherente. El ejemplo de dos ciudades
paradigmáticas, Alepo (la segunda urbe más importante de Siria tras Damasco y
primera en población) y Raqqa (primera capital de provincia totalmente
gestionada por los rebeldes) no deja lugar a dudas. En ambas el resultado es
una creciente frustración en buena parte de la población, que se ha tornado en
activista de doble cuño, y el sabotaje a las instituciones civiles dependientes
de la Coalición Nacional Siria, el grupo más importante bajo el paraguas de la
CNFORS.
Es esta situación la que ha mantenido
paralizado a Occidente hasta que su propio nivel de compromiso le ha golpeado
más duramente que nunca. El presidente estadounidense, Barack Obama, ya se vio
obligado a recular en su intención de armar a los rebeldes tras la promesa
hecha en mayo ante el temor de fortalecer a los radicales que ganaban terreno
en las áreas rebeldes. Una intervención encuentra ahora los mismos riesgos que
hace meses la desaconsejaban: el peligro a destruir las estructuras del régimen
y generar un vacío de poder sin haber construido estructuras alternativas.
En ese sentido, el único germen de
gobierno efectivo que puede apreciarse en las zonas rebeldes es el que han
impuesto las diferentes fuerzas islamistas, entre las que existen enormes
diferencias que derivan en el grado de aceptación por parte de la población.
Entre los moderados de Liwa al Tawhid -el mayor grupo militar en Alepo y
abanderado del Frente Islamista de Liberación Sirio (FILS)- y los yihadistas de
Estado Islámico de Irak y el Levante (ISI-L, en sus siglas en inglés), la marca
de Al Qaeda que se ha colado en la guerra, media un mundo ideológico y
programático. Mientras los primeros son considerados un relevo aceptable dentro
del futuro (o temporal) Gobierno de Alepo, los segundos enfrentan manifestaciones
casi diarias de ciudadanos hastiados por imposiciones arbitrarias como las
críticas a la vestimenta de las mujeres o el temor a ser acusados de mal
musulmán.
Dentro del espectro se suceden, en
orden creciente de radicalización, grupos con una fuerte presencia en ambas
provincias como las Brigadas al Farouq, integradas en el mismo FILS y
protagonistas de una llamativa escisión tras la difusión del vídeo en el que su
líder comía lo que parecía el corazón de un soldado del régimen ajusticiado;
los salafistas de Ahrar as Sham, la mayor fuerza en el país y líder del Frente
Islámico de Siria (FIS), que gobierna de facto en Raqqa, y los yihadistas de
Jabhat al Nusra, el brazo de ISI en Siria hasta que se produjo el
pronunciamiento de lealtad de su líder, Abu Mohamed al-Joulani, al jefe de Al
Qaeda, Ayman al Zawahiri, y la separación en abril de ambas marcas.
“Las fuerzas islamistas continúan
creciendo hasta un punto en el que deben tomar decisiones estratégicas sobre si
dejan que otros grupos controlen ciertas áreas o si deberían consolidarse y
expandirse”, apunta el experto en Siria del Carnegie Endowment for Peace Yezid
Sayigh. Ese momento ha llegado, y cualquier acción militar contundente de
Occidente en Siria debería contemplar el status quo actual, derivado de la
configuración de esa oposición islamista (frente a la oposición secular de la
CNFORS y el Consejo Militar Supremo que guía el Ejército Libre Sirio, a quien
pretende apoyar una presunta intervención estadounidense).
Pero, ¿cómo han llegado los islamistas
a hacerse con el control de las áreas rebeldes?, ¿Cómo han desplazado a los
aliados de Occidente? Su posicionamiento en el poder tiene, paradójicamente,
mucho que ver con la inacción de la comunidad internacional hasta ahora, que ha
permitido que se diesen dos factores fundamentales: el poderío militar de los
islamistas y la falta de recursos económicos de las autoridades civiles. El
primero factor se aprecia tanto en la liberación de Raqqa en marzo de este año,
gracias al esfuerzo conjunto de Jabhat al Nusra (entonces aún parte de ISI) y
Ahrar as-Sham, como en el florecimiento de tribunales basados en la ley
islámica apoyados por unas fuerzas de seguridad milicianas más contundentes. En
el segundo punto encaja la situación de Alepo, donde el Consejo Civil achaca su
ineficiencia a la escasez de financiación. El resultado es el reparto en áreas
de influencia, que ha derivado en convenios surrealistas, como el mantenimiento
del tendido eléctrico en barrios como Al Ansari (donde se suceden las sedes de Liwa al Tawhid, Jabhat al Nusra e ISI-L). El
Consejo Civil envía a los trabajadores, que cobran de los islamistas.
En este contexto, los grupos
islamistas han conseguido poner en marcha servicios públicos como las líneas de
autobuses, significativo logro de Ahrar as-Sham en Raqqa. A ello se suma el
control sobre las rutas de abastecimiento y el campo, que permiten hacer llegar
a la ciudad víveres para la población, la gestión en algunas zonas de las
panaderías y los silos, así como la toma de los pozos de petróleo en Deir
Ezzor, cuyo control se disputan las milicias kurdas y Al Nusra.
Todo, amén de la acción caritativa.
Una muestra es la organización Qahatein, en Alepo, una ONG local que reparte
alimentos en Ramadán, además de aliviar las necesidades de refugio, salud o
educación de las familias de mártires en los 12 sectores en los que se divide
la zona rebelde. “Lo más importante es cuidar de las niñas y viudas hasta que
se vuelvan a casar”, puntualiza Mustafa, el joven jefe de 26 años, que admite
estar financiado por “todos los grupos” islamistas.
A estas alturas, la raigambre
islamista en Siria es tanto o más “innegable” (como ha definido Hagel el uso de
armas químicas en Ghouta) que los ataques con gas sarín. Por esta razón,
cualquier potencia inclinada (o, en última instancia, decidida) a intervenir en
Siria de forma directa debería desvelar cuáles son los objetivos (provocar o no
un derrocamiento inminente de Assad) y contemplar qué escenario dibuja una
supuesta caída del régimen. En este sentido, el acento se coloca sobre los
radicales. “Jabhat al Nusra es uno de los muchos grupos de Al Qaeda”, explica
desde el frente en Alepo Abu Aldelrrahman, uno de los comandantes de Liwa al
Tawhid, “vinieron aquí para apoyar a la gente y cuando expulsemos al Ejército de
Al Assad, se irán. No tienen programa político”. Por su parte, Sayigh tacha la
creencia de “naïve”: “Han luchado y querrán participar en el futuro Gobierno y
en la Constitución”.
“(Occidente) comete un error
intentando excluir a los islamistas”, concluye el experto de Carnegie. “Grupos
como Ahrar as-Sham o Liwa al Tawhid, incluso siendo salafistas, aportan una
cierta riqueza política basada en el islam, pero sin una agenda profundamente
ideologizada o religiosa, y aportan una solución siria (a diferencia de
al-Nusra e ISI-L), tanto si se organizan de manera política y pacífica a través
de partidos como en Egipto o se mantienen como movimientos armados, como en
Irak”.
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