Por Luis Vicente León | 21
de Agosto, 2013
La corrupción es una enfermedad muy
propagada en la historia de la Política. Por eso, ahora que aparentemente se ha
convertido en un tema de interés del gobierno nacional, vale la pena comentar
que la percepción de este fenómeno en la mayoría de la población siempre ha
sido vincularlo con el tema político. No sólo en Venezuela, sino en el mundo
entero. Por eso los grandes debates que se generan alrededor de los gobiernos
—que siempre se reducen a referirse al gobierno anterior, el gobierno en
ejercicio y las alternativas de gobierno— siempre aparece el factor de la
corrupción. Así que esto no es nuevo ni extraño en la política.
Pero hay un elemento particular en
este momento en la política venezolana. La corrupción suele vincularse con el
gobierno en ejercicio, porque la que más afecta la vida de los electores es
aquella que se genera contra el erario público y, además, mediante el abuso de
poder que ese electorado le entrega al gobierno. En especial a los más altos
líderes de los gobiernos sospechosos de corrupción.
En la historia de Venezuela hay dos
casos atípicos: el segundo gobierno de Rafael Caldera y el mandato de Hugo
Chávez Frías. Su singularidad reside en que, aunque ambos gobiernos generaron
fuertes debates alrededor del tema de la corrupción, en ninguno el electorado
lo consideraba responsabilidad del presidente. La población separaba a los ejecutores
de la corrupción como los políticos de turno, mientras que al presidente lo
protegían de esa responsabilidad.
En el caso de Rafael Caldera, no
existía la sensación de que estuviera vinculado con las malversaciones
denunciadas en ese entonces. Pero en el caso de Chávez el asunto iba más allá
de la no-responsabilidad del líder, sino de que el ítem de la corrupción
incluso desaparecía como un posible indicador del clima político. El tema se
mantenía en el debate político, pero parecía no interesarle al ciudadano.
Y las razones para que la gente no
involucrara a Chávez en la corrupción eran las mismas que lo protegían de la
responsabilidad de la inseguridad: él no tocaba el tema, no prometía al
respecto, no evaluaba, no lo ponía en la agenda, no agendaba soluciones, no se
contaminaba. Esa estrategia le fue muy útil pues, además de salvarlo de un
problema evidente, mantuvo el tema fuera de la mente del elector. El propio
gobierno, en algunos momentos, tuvo que sepultar eventos tan estrambóticos como
el caso de Pudreval que en cualquier otra dinámica política de cualquier otro
país habría sido catastrófico para el gobierno de turno.
Chávez logró que la corrupción no
fuera una discusión, así el país estuviera carcomido por ella.
¿Pero qué pasa con el gobierno de
Nicolás Maduro? Cuando entra este nuevo gobierno aparece una gran pregunta:
¿valía la pena mantener la estrategia de Chávez o los temas de corrupción e
inseguridad podían ser utilizados como el conector entre el nuevo presidente y
la gente? Al parecer, ante la ausencia de esa fortaleza institucional que tenía
el presidente fallecido, tuvo que correr hacia adelante e intentar adueñarse
del tema de la inseguridad como si fuera un paladín de la justicia y, luego,
intentar convertir el tema de la lucha anticorrupción en un valor adicional.
Maduro no tiene la popularidad de
Chávez y, al mismo tiempo, se ve retado por una oposición que ya tiene al menos
la mitad del país. Sumado a eso, le pone enfrente a Henrique Capriles, una
contraparte con rostro y capaz de colocar temas en la agenda, justo cuando el
tema de la corrupción se hace más evidente y el pueblo empieza a exigir
respuestas. Tras el fracaso de las políticas públicas en torno a la
inseguridad, Maduro hace todo lo posible por adueñarse del tema anticorrupción
porque, entre otras cosas, eso significa la posibilidad de decidir a quiénes
endilgarle la responsabilidad.
Maduro asume a la vez dos elementos:
era imposible evadir el tema teniendo una popularidad tan baja (demostrada con
los resultados del 14-A) y debe tomar un riesgo evidente: contaminarse. Es
comprar un ticket hacia el futuro, pero vinculado con la responsabilidad
política. Al adueñarse de un problema el principal riesgo es que, al no
resolverlo, te conviertes en el mayor responsable y ya, a estas alturas,
resulta imposible esconderse detrás de la retórica. Ya lo están padeciendo con
el tema de la inseguridad y la crisis económica, así que la lucha
anticorrupción también les sirve para desviar la atención de estos temas
sensible y entrar de una manera distinta en la población, apostando a mostrar
algunos resultados que enloden a la oposición.
Aquí es necesario hacer un alto: a
cualquier persona con capacidad de pensamiento abstracto y una posibilidad de
análisis sofisticada esta estrategia le resulta absurda y una completa locura,
pues el gobierno de Maduro actúa como si no tuviera ninguna relevancia que
durante quince años ellos hayan sido quienes han ejercido el poder, tomado las
decisiones y manejado los contratos. De entrada se entiende que el gobierno es
el principal responsable pues, por definición, la corrupción es mayor y más
relevante en cuanto mayor cantidad de recursos públicos se maneja. Y si bien la
oposición maneja algunos presupuestos de alcaldías y gobernaciones, eso es minoritario
con respecto a la cantidad de dinero que se maneja desde el gobierno nacional.
Y la importancia política de esto es
que no todo el electorado tiene la posibilidad de atender a un análisis como
éste que estamos compartiendo, respetado lector. Lo que parece pretender el
gobierno no tiene ningún sentido bajo el pensamiento abstracto, ¿pero quién
dice que la mayoría de la población tiene capacidad de pensamiento abstracto?
Cuando el 67% no tiene preparación formal, estas vinculaciones no son fáciles de
hacer, así que requieren que un liderazgo político las traduzca y las difunda.
Es entonces cuando se puede inferir que Nicolás Maduro parte de la premisa de
que él tiene más alcance comunicacional que su adversario y que su mensaje le
llega a una masa mayor. Maduro juega a que puede construir el mapa de las
responsabilidades de la corrupción en la opinión pública, basándose en que
además es una población desconfiada. Y sí: pueden desconfiar del gobierno, pero
porque desconfían de todo.
Es por eso que la lucha anticorrupción
también se manifiesta contra algunos funcionarios del chavismo, pero se trata
de actores políticos secundarios y pertenecientes a órganos menores. Tocan a
algunos chavistas, pero jamás a los peces gordos. Y esto, combinado con el
ataque a los actores más públicos y relevantes de la oposición, hace que el
costo sea innegablemente mayor para quienes no apoyan al gobierno.
¿Qué pretenden con eso? Debilitar
dramáticamente la confianza de la población en la oposición, luego de darse
cuenta de que no pudieron hacerlo por las vías políticas tradicionales y el
adversario político ha seguido creciendo a costa suya. Por eso pasan de la
estrategia convencional de mostrar las bondades propias a la ofensiva basada en
mostrar las vulnerabilidades del otro, concentrando el show mediático en los
actores de su contraparte, con especial énfasis en el círculo alrededor de
Henrique Capriles.
Cuando alguien como Diosdado Cabello
amenaza a Armando Briquet o Rafael Guzmán, es porque ellos son actores del
círculo concéntrico de Capriles, pero a él lo pueden atacar sólo verbalmente,
porque en política tocar al adversario candidato lo convierte en un mártir.
Parece que el gobierno sigue aquella
conseja de Juan de Braganza: Nunca crees víctimas, porque siempre regresan: a
veces en sueños y a veces en la realidad. Pero, mientras tanto, no tienen dudas
en atacar con todo a quienes están alrededor. Las intenciones son claras:
primero, buscar que Capriles también se vea contaminado y, segundo, tratar de
desmotivar los comandos operativos relevantes de la oposición.
Aparentemente, la decisión de Chávez
en cuanto a evitar un tema que no puede atenderse con hipocresía política era
una salida sabia, pues mostrar casos minúsculos de corrupción que tengan en la
oposición algunos actores no bastan para explicar las condiciones actuales de
un tema que el propio Nicolás Maduro ha traído a la agenda política.
¿Cuál es la posibilidad de éxito de
esta estrategia? Si consideramos que en las encuestas de julio 2013 a la
pregunta “¿Cómo evalúa usted la gestión del gobierno para atender el problema
de la corrupción?” arrojó una respuesta negativa del 78% negativo y que prácticamente
8 de cada 10 venezolanos no está contento con las políticas públicas en torno a
resolver la inseguridad, el riesgo es alto. Con estos números, entrar a unas
elecciones que la oposición puede enfocar como un plebiscito llamando al voto
castigo, el gobierno corre el riesgo de ser visto como el mayor responsable, a
menos que se atreva a colocar uno que otro de los corruptos pesados de sus
filas tras las rejas.
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