TONY BLAIR 29 AGO 2013
Tenemos que estar en el
bando de quienes rehuyen la tiranía y la teocracia
El anuncio, tras el uso de armas
químicas en Siria, de que se está celebrando en Jordania una cumbre de
emergencia de jefes militares de Estados Unidos, Reino Unido, Francia,
Alemania, Italia, Canadá, Turquía, Arabia Saudí y Catar es una buena noticia.
Occidente se encuentra en una encrucijada política: comentar o actuar, influir
en los acontecimientos o reaccionar después de que ocurran.
Tras las largas y dolorosas campañas
de Irak y Afganistán, entiendo muy bien los impulsos de permanecer al margen
del caos, de observar pero no intervenir, de endurecer el lenguaje pero no
comprometerse en la difícil e incluso cruel tarea de cambiar la situación sobre
el terreno. Sin embargo, debemos comprender las repercusiones de quedarnos en
lamentos en lugar de hacer algo.
La gente se estremece ante la idea de
intervenir. Pero pensemos en las consecuencias de no actuar y nos
estremeceremos aún más: Siria, enfangada en la matanza, entre la brutalidad de
Bachar el Asad y diversas ramas de Al Qaeda, convertida en un semillero de
extremismo infinitamente más peligroso que Afganistán en los años noventa;
Egipto, en un caos, con la imagen, aunque sea injusta, de que Occidente está
ayudando a quienes desean convertirlo en una versión suní de Irán; y el propio
Irán, que, a pesar de su nuevo presidente, sigue siendo una dictadura
teocrática y posee la bomba nuclear. Occidente estaría envuelto en la
confusión; sus aliados, desolados, y sus enemigos, envalentonados. Es una
perspectiva dantesca, pero no inverosímil.
Empecemos por Egipto. Para muchos
occidentales, está claro que el Ejército ha derrocado a un Gobierno democráticamente
elegido y ahora está reprimiendo a un partido político legítimo, matando a sus
partidarios y encarcelando a sus dirigentes. Por tanto, estamos decididos a
condenar al nuevo Gobierno al ostracismo. Creemos que con ello defendemos
nuestros valores. Lo entiendo a la perfección. Pero sería un grave error
estratégico.
El fallo esencial de este punto de
vista es el engaño sobre el carácter de los Hermanos Musulmanes. Los
consideramos un partido político normal, pero no lo es. Si una persona quiere
afiliarse al Partido Conservador británico, o la Democracia Cristiana alemana,
o el Partido Demócrata estadounidense, puede hacerlo sin problemas, y le dan la
bienvenida con los brazos abiertos. En todos esos países, todos los partidos
respetan las libertades democráticas fundamentales.
Los Hermanos Musulmanes no son un
partido así. Para llegar a ser miembro es necesario un proceso de iniciación y
adoctrinamiento que dura siete años. Los Hermanos son un movimiento dirigido
por una jerarquía que a lo que más se parece es a los bolcheviques.
Lean sus discursos, no los dirigidos a
los occidentales, sino a los suyos. Lo que estaban haciendo en Egipto no era
“gobernar mal”. Si elegimos un mal gobierno, qué se le va a hacer, hay que
aguantarse. Los Hermanos Musulmanes estaban cambiando de manera sistemática la
Constitución, y haciéndose con el control de las altas instancias del Estado
para impedir que pudieran cuestionarse sus decisiones. Y lo estaban haciendo
con el propósito de promover unos valores que contradicen todo lo que
representa la democracia.
Por eso, podemos tener razón al
criticar las acciones o los excesos del nuevo Gobierno militar de Egipto, pero
es difícil criticar la intervención que lo ha llevado al poder. Todas las
opciones que tiene Egipto ante sí son malas. Entre las víctimas hay gran
cantidad de soldados y policías, además de civiles; y, en parte como
consecuencia de la caída de Muamar el Gadafi en Libia, Egipto está rebosante de
armas. Ahora bien, limitarnos a condenar a los militares no va a facilitar el
regreso de la democracia.
Egipto no es una creación de las
luchas mundiales de poder de los siglos XIX y XX. Es una antigua civilización
que se remonta a miles de años, repleta de orgullo nacional. El Ejército ocupa
un lugar especial en su sociedad. La gente quiere democracia, pero desprecian
las voces críticas de Occidente, que, en su opinión, son totalmente ingenuas
ante la amenaza que representaban los Hermanos Musulmanes para la democracia.
Debemos apoyar al nuevo Gobierno en su
empeño de estabilizar el país; instar a todo el mundo, incluidos los Hermanos
Musulmanes, a abandonar las calles; y dejar que se ponga en marcha un proceso
electoral rápido y como es debido, con observadores independientes. Hay que
redactar una nueva Constitución que proteja los derechos de las minorías y el
espíritu esencial del país, y todos los partidos políticos deben actuar con
arreglo a unas normas que garanticen la transparencia y el compromiso con el
proceso democrático. Esa es la única forma realista de ayudar a quienes desean
una auténtica democracia —probablemente, la mayoría—, no unas elecciones que
luego se utilicen como forma de asegurar el control.
En Siria ya sabemos lo que está
sucediendo, y que está mal que dejemos que pase. Pero dejemos de lado todo
argumento moral y no pensemos por un instante más que en los intereses
mundiales. No hacer nada significaría la desintegración del país, desgarrado en
sangre, la desestabilización de los vecinos y olas de terrorismo en toda la
región. El Asad permanecería en el poder en la zona más rica del país y la
furia sectaria campearía por sus respetos en la parte oriental. Irán, con el
respaldo de Rusia, tendría gran influencia, y Occidente daría imagen de
impotencia.
Oigo decir que no se puede hacer nada:
los sistemas de defensa sirios son demasiado poderosos, los problemas,
demasiado complejos, y, en cualquier caso, ¿cómo vamos a tomar partido cuando
los dos bandos son igual de malos?
Pero otros ya están tomando partido.
No les da miedo la perspectiva de intervenir. Actúan en apoyo de un régimen que
está atacando a civiles de una forma que no se veía desde los peores tiempos de
Sadam Husein.
Ha llegado la hora de que escojamos un
bando: el bando de las personas que quieren lo que queremos nosotros; que
consideran que nuestras sociedades, con todos sus defectos, son algo digno de
admiración; que saben que no deberían tener que elegir entre la tiranía y la
teocracia. Aborrezco la idea implícita en gran parte de nuestras opiniones de
que los árabes, o todavía peor, los musulmanes, son incapaces de entender qué
es una sociedad libre, de que no se les puede confiar algo tan moderno como una
polis en la que la religión ocupe el lugar que le corresponde.
No es verdad. Lo que es verdad es que
se está librando un combate a vida o muerte por el futuro del islam, en el que
los extremistas están intentando subvertir tanto su mentalidad abierta
tradicional como el mundo moderno.
En este combate no debemos ser
neutrales. En todos los lugares en los que el extremismo esté destruyendo vidas
inocentes —Irán, Siria, Egipto, Libia, Túnez, así como en otros lugares de
África, Asia Central y el Lejano Oriente—, debemos estar de parte de esas
personas.
Fui uno de los arquitectos de las
políticas adoptadas tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001
y, como tal, conozco bien las controversias, las angustias y los costes de
estas decisiones. Comprendo que el péndulo haya oscilado hasta el otro extremo.
Pero no es necesario volver a aquella estrategia para cambiar la situación. Y
las fuerzas que dificultaron la intervención en Irak y Afganistán son, por
supuesto, las que se encuentran hoy en el ojo del huracán.
Es preciso que las derrotemos. Debemos
derrotarlas, cueste el tiempo que cueste, porque, si no, no van a desaparecer.
Van a hacerse cada vez más fuertes, hasta que lleguemos a otra encrucijada; y
entonces, no habrá elección.
Tony Blair, primer ministro del Reino
Unido entre 1997 y 2007, es enviado especial del Cuarteto para Oriente Próximo.
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