Américo Martín 23 de agosto
de 2013
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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I
Más allá del debate electoral mismo y
de la reflexión acerca de la ruina de la economía y las plagas sociales que se
han descargado con furia inaudita sobre el agobiado pueblo venezolano, mueve
seriamente a preocupación la disparatada conducta de los líderes más
encumbrados del gobierno cuando se trata de agredir o de dar explicaciones.
Pareciera que es el dirigente
principal, el propio Nicolás Maduro, presidente reconocido por el CNE, el más
alocado exponente de esta estirpe. Es difícil hablar y actuar como Chávez, ya
lo sabemos. Tampoco era estrictamente necesario para el sucesor tratar de
imitarlo y con ello ocultar el hecho rotundo de su ausencia inapelable. Frente
a un desmoronamiento nacional como el que se advierte en el país, remedar al
otro era no solo repetir sus errores, esos que nos han colocado en el borde del
abismo, sino hacerlo sin su gracia escénica y habilidad comunicacional, tan
útiles siempre para evadir su directa responsabilidad en el fracaso.
Maduro perdió una oportunidad
importante para darse una imagen
renovadora, susceptible de levantar esperanzas y expectativas mientras se apura
el amargo trago electoral de diciembre. Nadie le pedía “ser como Chávez” hasta
en los cantos y chistes que si en aquel son naturales y cubrían de frescura y
novedad la impostura, en éste lucen falsos y rebuscados. No todos tienen la
facilidad de suscitar risas alegres y disfrazar de virtud el vicio
No tener confianza en uno mismo cuando
se ejerce la dirección de un gobierno no solo magnifica los errores sino que
oculta los aciertos. Y el problema es simple: Maduro está demostrando
largamente su endeble personalidad y su falta de consistencia política. De lo
ideológico, mejor no hablar.
II
Si conociera la historia, la de
verdad, no la extraída de libros escolares de exaltación bolivariana, Maduro
habría encontrado numerosos casos bien resueltos de sucesores como él. Sin
renegar de sus “padres políticos”, estos sucesores comprendieron la urgencia de
labrarse con hechos y estilos su propia imagen, su propia manera de
relacionarse con la gente y con el país. Sin ir a la historia universal, casos
como el del calmado y muy exitoso emperador Octavio Augusto, tan diferente al
brillante Julio César, Maduro podría fijarse en la de Venezuela, su propio
país.
Cuando el general Eleazar López
Contreras ocupó la silla de su admirado general Juan Vicente Gómez, a quien
seguía devotamente, y respecto del cual se sentía como un hijo, el verdadero
hijo del dictador, dio un viraje inmediato en la dirección esperada y de esa
manera pudo contener las explosiones políticas y sociales que pudieron
arrollarlo. Y encima preparó su sucesión por vía electoral. No saltó a
perpetuarse hasta la eternidad en el mando como su jefe, sino que limitó por
propia voluntad su período de gobierno y cedió el poder en forma pacífica y
legal al nuevo presidente electo por decisión del Congreso, como para entonces
mandaba la Constitución.
Más importante aún fue su apertura
política. Sin renegar para nada y nunca de su padre putativo, impuso su propia
personalidad, su propia política y su propio estilo. Por eso se le tiene como
el precursor de la democracia.
Maduro en cambio ha proclamado ser
también hijo de un padre putativo con el cual dice encontrarse en forma mágica,
y sin embargo desaprovechó la oportunidad de dar un viraje parecido que le
habría reservado sin mucho esfuerzo un lugar en la historia.
Se ha aferrado patética,
lamentablemente a la imagen de Chávez, y no sería cruel decir también:
irrisoria. Se le nota desesperado, contradictorio, desacertado, asombroso en
sus mentiras y en sus huecas promesas, jamás cumplidas. Considera para su
desgracia que cualquier “alejamiento” de las maneras de ser de su mentor lo
hundiría frente a sus propios leales y por eso extrema con estilo macabro su
adhesión al fallecido. ¿Espera aplausos al hablar de sus noches durmiendo junto
al ataúd de Chávez? ¿Cree que se enternecerán por su brutal metáfora del
pajarito que le transmite ánimo? ¿No se ha dado cuenta que para mentir, como lo
hace a diario, debe ofrecer alguna base de racionalidad, algún elemento en el
cual fundar sus extravagantes afirmaciones?
III
Alguien le diría que en las
dificultades es preciso acusar a la oposición de cualquier cosa a fin de
confundir la atención. Pero seguramente no le aconsejaría aferrarse con tanta
desesperación a mentiras tan escandalosas que ni sus seguidores creen. ¿Qué
pasó con los saboteadores eléctricos detenidos, que “en los próximos días
presentaré al país”? ¿Y los magnicidios, bendito sea el Señor? A lo largo de
nuestra historia republicana ha habido un solo magnicidio, uno solito, y en
cambio en los años de revolución se han denunciado cientos. Eso sí, sin que
aparezcan los culpables, sus armas, documentos capturados, indicios, pruebas,
nada de nada. Maduro, sobre todo, nos ha acostumbrado a denunciar magnicidios
que lo atormentan como moscardones, con la particularidad de que nadie de su
entorno los menciona, y él mismo, pasados unos días, abandona el tema hasta
volver más adelante a aturdirnos con la misma
lata.
En lugar de naufragar en ese pantano
que lo aísla y debilita, pudo dictar medidas susceptibles de proyectarlo en el
mundo y el país. Libertad de los presos políticos, regreso de los exiliados,
diálogo para encarar entre todas las tendencias los más graves problemas del
país.
Pero el hombre perdió el tren y en
próximas consultas electorales podría perder el poder.
¡Cuán cierto es que Dios no le da
cacho a burro!
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