Enrique Ochoa Antich 21 de octubre de 2013
Los populismos de izquierda y en
general las izquierdas de los años 60, 70 y 80, cometieron en América Latina el
grave error de creer que sus buenas intenciones: la justicia social, la
repartición democrática de la riqueza, el nacionalismo, podían sobreponerse a
las leyes llamémoslas objetivas de la economía (en particular, aquella de la
oferta y la demanda). Aunque pocas, muy pocas, quedan aún algunas izquierdas
trasnochadas que persisten en él como si el agua de los tiempos no hubiese
corrido bajo los puentes de la historia. Nunca antes ni a ningún otro pudo
aplicársele mejor el viejo adagio según el cual el camino al infierno está
empedrado de buenas intenciones.
Si a ver vamos, la nuez de ese error
consiste en no admitir que el desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas
(para usar el sobado concepto marxista) sin el cual es imposible la creación de
la riqueza suficiente como para plantearse políticas redistributivas exitosas de
modo de subsidiar entre todos a los más desfavorecidos creando así una sociedad
de igualdad de oportunidades, no es posible sin reconocer el instinto de
beneficio de los seres humanos: éste es el único motor o al menos el más
importante que consigue el impulso de aquellas fuerzas productivas en la medida
en que miles de pequeños, medianos y grandes productores, industriales,
artesanos, agricultores y comerciantes dan rienda suelta a su iniciativa
individual. La diferencia entre una izquierda moderna, ésa que en América
Latina -con lamentables excepciones que nos atañen- ha sido durante la última
década, en Brasil, Chile, Uruguay, Ecuador, Bolivia, entre otras naciones, mil
veces más exitosa que las derechas y los populismos de todo pelaje, y el
liberalismo (también trasnochado, por cierto) consiste en que éste cree que
basta desatar el instinto de beneficio para que sus dones manen a todos, para
que la locomotora de la iniciativa individual arrastre al tren de la economía y
la sociedad en beneficio de todos, mientras aquélla, la izquierda moderna, sabe
que sin el instinto de beneficio y la libre iniciativa de los individuos, es
decir, sin la economía de mercado, no hay nada pero que con ella sola, desatada
al libre arbitrio de millones de egoísmos compitiendo salvajemente y luchando
unos contra otros, sólo termina creándose sociedades inmensamente desiguales,
con vastas masas depauperadas, y sólo se consigue deslizarse hacia crisis
económicas cada vez más profundas y sin control. Y sabe, la izquierda moderna,
que estas dos fatalidades liberales sólo pueden ser controladas por un fuerte
Estado social que encauce el torrente del instinto de beneficio y la iniciativa
individual para asegurar que la riqueza que crean sirva a la felicidad de
todos.
No es la vieja izquierda (tampoco el
liberalismo a secas) sino la nueva, esa socialista y liberal a la vez, la que
puede enfrentar con éxito y con el más bajo costo social posible, situaciones
como la inflación, la escasez, las crisis cambiarias, etc. La próxima semana volveremos
sobre este tema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico