Fernando Mires 27 de octubre de 2013
Nota del autor: Este artículo fue
publicado por primera vez el 07.03.2011. Hoy POLIS vuelve a publicarlo
Para nosotros, los humanos, la
búsqueda es el encuentro. No podemos aspirar a más, y eso es ya demasiado
1.
Cuando casi por azar leí de nuevo la
Oda a Stalin de Pablo Neruda, supe que desde hace muchísimos años había estado
postergando escribir lo que ahora escribiré.
Confieso que no puedo dejar de pensar
que lo que uno escribe está escrito antes de ser escrito, y que toda escritura
no es más que una trascripción de pensamientos los que como topos escondidos
aguardan su momento para aparecer bajo la luz del sol. Entonces volveré a
plantearme esa pregunta que tanto me ha perseguido. ¿Cómo pudo ser posible que
el (para mí) más grande poeta de la lengua castellana haya caído tan bajo como
para cantar una larga oda al más malvado de los dictadores paridos por la
historia? No estoy hablando de Hitler. Estoy hablando de Stalin, el único
monstruo que ha logrado superar al endemoniado alemán.
Estoy hablando, de acuerdo a los
propios registros soviéticos, de 1,5 millones de seres directamente ejecutados.
Estoy hablando de 8 millones de muertos en el Gulag. Estoy hablando de entre 6
y 8 millones de muertos a causa de hambrunas provocadas sistemáticamente por
Stalin en campos y ciudades con el objetivo de eliminar a “la burguesía” y a
los kulaks. Según el investigador Robert Conquest, las cifras de personas
asesinadas oscila entre 20 y treinta millones. Estoy hablando, además, de
comunistas asesinados por orden de Stalin, miles y miles, entre ellos toda la
vieja guardia bolchevique, hecho que llevó a escribir a Fernando Claudin que
ningún dictador, ni siquiera Hitler, ha superado cuantitativamente a Stalin en
el aniquilamiento sistemático de cuadros comunistas. Estoy hablando de las
miles de “clínicas psiquiátricas” repartidas a lo ancho y largo de la URSS,
horrendas sentinas donde iban a terminar sus vidas quienes se desviaban de la
línea del Partido, línea que solía cambiar cada mes. Estoy hablando, por
último, del gemelo totalitario de Hitler, ambos criminales en serie, los dos
más grandes genocidas habidos –y Dios me oiga- por haber
¿Cómo Neruda, poeta del cielo, pudo
haber escrito esa Oda a Stalin, hombre del infierno?
¿No conocía acaso el poeta los
innumerables crímenes del dictador? Por supuesto que los conocía. Como cientos
de comunistas que tenían acceso a las cumbre soviéticas, Neruda sabía de ellos.
Las revelaciones de Kruschev en el 20. Congreso del Partido Comunista de la URSS (1956) fueron
solamente un procedimiento “pro-forma” que hizo público un secreto a voces. Por
más que hoy los apologistas quieran disculpar el maléfico poema aduciendo que
Neruda vivía en las nubes, Neruda, como sucedió con cientos de intelectuales
occidentales, fue un cómplice de la maldad.
Desde luego, Neruda no conocía en detalle la lista casi
interminable de seres humanos asesinados por Stalin. Tal vez tampoco conocía la
verdadera dimensión de la maldad hacia la que él, con grotesco desparpajo,
elevó la cadencia irresistible de su poesía. Pero no podía ignorarla, sobre
todo si se tiene en cuenta que muchos escritores soviéticos que alguna vez
compartieron con él, o fueron asesinados, o arrastraban huesos casi sin piel en
los campos de concentración, o eran obligados a pasar al anonimato después de
confesar públicamente delitos jamás cometidos, o eran forzados, con sus bocas
sin dientes a cantar loas al degenerado dictador. Eran obligados, léase. Pero a
Neruda nadie lo obligó.
¿Orden de Partido? Y aunque así
hubiera sido. Neruda era quizás el único comunista chileno que podía permitirse
no acatar alguna orden del Comité Central sin recibir ninguna sanción. Su
prestigio era muy grande, y su pertenencia al comunismo chileno era un capital
enorme que “el Partido” jamás podría despilfarrar. No, eso no cuenta.
¿Alucinación ideológica, una de esas
que casi todos hemos padecido en algún momento de nuestras vidas? Quizás eso es
válido para poetas como Rafael Alberti quienes, amén de escribir poesía, intentaron
conjugar los verbos de la doctrina marxista-leninista. Sin embargo, todos los
testimonios relativos a la vida de Neruda dejan muy claro que la adhesión del
poeta al comunismo no era ideológica. La verdad es que el hombre no sólo no era
marxista. No sólo no tenía la más pura idea de “marxismo-leninismo”. Además, no
le interesaba en absoluto. Su adhesión al comunismo era de naturaleza
emocional, mística, romántica si se quiere. Ideológica, en ningún caso.
Política, mucho menos.
¿O era Pablo Neruda un malvado, un
psicópata oculto bajo imágenes y estrofas alucinantes que surgían de una mente
enferma? Nada más falso. Todos los testimonios –si dejamos de lado la patética
envidia de Pablo de Rokha, o la mezquindad abominable del castrista Nicolás
Guillén- incluyendo los de declarados enemigos del Partido Comunista, coinciden
en afirmar que Neruda era un ser humano generoso, ético, de recto proceder, muy
tolerante y respetuoso frente a los demás.
O -para seguir el hilo de la apología
“nerudista” contemporánea- ¿fue la Oda a Stalin un panfleto sin importancia, un
simple desliz al que no podemos sino disculpar con una leve encogida de
hombros? ¿No tienen acaso todos los grandes creadores obras fallidas a las que
no cabe sino restar importancia? Ay, si así hubiera sido yo no estaría
escribiendo lo que ahora escribo. El problema es que la Oda a Stalin no sólo no
es un poema malo (hasta Neruda tiene algunos), es un poema grandioso; es
extraordinario. Por Dios, no nos hagamos más los huevones: estamos frente a un
poema sinfónico, ante estrofas maravillosas; frente a versos cósmicos.
Cualquiera que entienda algo de literatura no puede sino decir, si es honesto,
que la Oda a Stalin es una “obra magna”. Y ahí, justo ahí, reside el nudo del
problema. No se trata de un poemilla de medio pelo, sino de una de las más
bellas dedicatorias a la maldad escritas por algún ser humano. ¿Cómo manejar
tan tremenda contradicción?
2.
La contradicción trasciende a Neruda,
y tiene que ver con la pregunta: ¿Puede algo ser malvado y a la vez bello? La
pregunta es clave; en ella se encierra el sentido mismo de la existencia
humana. Sentido que creía tener resuelto cuando vivía en Frankfurt y el tranvía
pasaba todos los días por la Casa de la Ópera en cuyo frontis se encuentran
escritas las palabras de Goethe: “lo bello, lo verdadero y el bien”. Las leí
tantas veces que, de modo inconsciente, llegué a suponer que esa trinidad era
parecida a la cristiana, una unidad que comienza y termina en Dios. Sólo
después de algún tiempo, cuando me entrometí en la filosofía de Schelling
(Friedrich Wilhelm Joseph, 1775-1854) me di cuenta de que esas tres instancias
del ser no sólo no eran complementarias sino, además, podían ser diferentes e
incluso antagónicas entre sí. Eso quiere decir que algo puede ser bello y
malvado a la vez.
Por lo demás, la narrativa universal
está llena de ejemplos de seres humanos perversos y bellos que han sido amados
por otros con divina devoción. Luego, en clave de tesis podría ser dicho: “todo
lo verdadero y bueno es bello, aunque no todo lo bello es verdadero y bueno”.
Creo no tener a mano ningún otro ejemplo
para demostrar esa tesis que la Oda a Stalin de Pablo Neruda: El objeto del
bello poema no podía ser más malvado y la ideología que él representaba no
podía ser más falsa.
La pregunta que una vez me hice ante
Neruda la he vuelto a hacer muchas veces frente a Martin Heidegger y su
complicidad con el nazismo. E inevitablemente, al pensar en Heidegger, he
pensado de nuevo en Neruda. Lo cierto es que ambos grandes hombres fueron,
durante algunos momentos de sus vidas, sirvientes del demonio. Pero no en el
sentido de que Stalin y Hitler hubieran sido demonios. Porque lo más terrible
de esta historia es que ambos dictadores eran definitivamente mediocres,
radicalmente banales, pero no demonios; apenas, si así se quiere, un par de
pobres diablos. Eso no disminuye, al contrario, aumenta la degradación en que
tantos cayeron al adorarlos como si hubieran sido dioses, a ellos, precisamente
a quienes estaban más lejos que nadie de Dios.
No, Stalin y Hitler no eran demonios.
Ambos eran –y eso es algo muy diferente- seres demonizados, banales
representaciones de la maldad absoluta, de una maldad a la que para descifrar
faltan palabras; de una maldad, en fin, impensable.
Fue, reitero, Schelling, quien me
llevó a pensar en esa impensabilidad del mal total. Pensamiento que comenzó a
perfilarse con plena nitidez cuando estudié el libro de Heidegger dedicado a la
filosofía de Schelling (Schellings Abhandlung über das Wesen der menschlichen
Freiheit). A través de la redacción de su ensayo, Heidegger, no me cabe duda,
estaba entendiéndose a sí mismo. Y lo sé, porque a través de Schelling, pero sobre
todo, a través del libro de Heidegger sobre Schelling, yo entendí la sinrazón
del poema de Neruda, o lo que es igual, entendí por qué el mal, o la maldad,
puede ejercer sobre los humanos una atracción tan, o quizás más irresistible
que el bien. De más está decir que a la vez que entendía por qué Neruda,
Heidegger y tantos otros cayeron tan por debajo de ellos mismos, entendía de
paso por qué nadie está libre de confundir el bien supremo con el supremo mal.
¿Qué es el mal? Seamos algo simples:
el mal es la negación del bien; luego, el mal es la condición del bien y no hay
que recurrir a Hegel para saber que sin negación no puede haber afirmación. Ese
pensamiento simple es, a la vez, el punto de partida de la filosofía teológica
de Schelling de la cual vamos a destacar aquí un par de puntos que son claves
para Heidegger.
De acuerdo al Schelling de su texto
central Über das wesen der menschlichen Freiheit (Sobre la esencia de la
libertad humana) en el cosmos reina orden y caos, y ambos son
interdependientes. El cosmos, a su vez, es expresión de un orden superior al
que Schelling llama el Ser Total, es decir, el Ser Absoluto e Infinito, es
decir, Dios. Ahora, en ese cosmos - punto donde Schelling sigue a Platon- el ser humano es la única instancia que
gracias a su pensamiento se encuentra en condiciones de acceder o pre-sentir el
espíritu del Ser. Mas, a la vez, el ser humano es materia, y luego tiene dos
opciones: la de hundirse en la oscuridad de la materia o la de buscar la luz de
Dios. Esa dualidad es, para Schelling, la esencia de la libertad. Pero a la
vez, y he aquí el agregado que introduce Schelling a la filosofía platónica,
esa no es sólo esencia humana, sino una que deriva de la existencia del propio
Dios. En otras palabras, si Dios es Dios, lo integra todo, y por lo tanto, la
propia negación de Dios se encuentra en Dios. Eso significa que Dios, al
contener en sí a todos los tiempos, no sólo “es”, además “está siendo”, lo que
también quiere decir, “Dios se está haciendo”
Radicalizando la terminología de
Schelling podríamos decir: el Demonio no es una “persona” independiente a Dios
sino consustancial a Dios pues si Dios no integrara en sí al Demonio no sería
todo y si no fuera todo no sería Dios. Dios, luego, al serlo todo, no sólo
integra su presencia sino también su ausencia. Esa ausencia de Dios en Dios y
en nosotros es el Mal. Trasponiendo la
tesis, podemos afirmar que, según Schelling, Dios es la vida y por eso es
también la muerte. O también: Dios está en lucha consigo mismo y nosotros,
hijos de Dios vivimos en lucha en y con nosotros mismos (agonía, antagonía).
Esa lucha entre el Bien y el Mal es universal, cósmica y divina a la vez. Es
también humana. O para decirlo con Hannah
Arendt: es la propia condición humana.
Ahora, según Schelling, el universo
está sometido a dos principios: el de reclusión del ser en sí mismo
(hundimiento del ser en la materia no viviente) y el de expansión: salir del sí
mismo (Selbstheit) hacia el más allá. Si asumimos el segundo principio, salimos
en búsqueda de Dios. Se trata, luego, de una opción. Una opción frente a la
cual somos libres. Pero, y he aquí donde reside ese derivado de la libertad de
la cual nosotros, y nadie más que nosotros, somos responsables: Si no elegimos
el camino de Dios (expansión) traicionamos nuestra libertad de ser.
El ser humano –lo dijo Aristóteles- es
una criatura metafísica, y si renegamos de esa propiedad, traicionamos al Ser,
luego a Dios, y no por último, a nuestra propia esencia. Esa traición la llama
Heidegger “Olvido del Ser”. Entonces el lector puede adivinar hacia donde voy.
Cuando Heidegger adhirió al nazismo, o cuando Neruda cantó a Stalin, cometieron
–siguiendo la idea de Schelling- un
deliberado y abierto acto de traición a la esencia del ser humano. Por una
parte, ambos estaban tocados por un espíritu que no viene sólo de la materia.
Ambos elevaron su ser buscando el encuentro con un más allá no material, y
ambos creyeron encontrarlo justo ahí donde menos debía ser buscado, en la
adoración al Mal, en la negación de Dios. La traición reside, por lo tanto, en
un error. La Oda a Stalin de Neruda es, antes que nada, un poema errático;
“equi-evocado”: ahí reside su maldad. Esa es la traición.
Avanzando algo más -gracias a
Heidegger- en la lectura de Schelling, podemos decir que el ser humano está
dotado de propiedades que le permiten buscar a Dios, pero que, como resultado
de nuestra mortalidad, no nos está permitido encontrarlo. Como mortales no
tenemos acceso a la inmortalidad pero a la vez podemos buscarla aunque sin
encontrarla. La filosofía, la poesía, la música, las artes en general, y a
veces hasta las religiones, son medios que nos permiten merodear alrededor de
los territorios de la inmortalidad, que son los de Dios. Lo que quiero decir,
al fin, es que asumiendo el principio de expansión, según Schelling,
encontramos la búsqueda, pero –radical
paradoja- no encontramos el encuentro. O expuesto de este modo: para nosotros,
los humanos, la búsqueda es el encuentro. No podemos aspirar a más, y eso ya es
demasiado. Por lo tanto, si creemos encontrar a Dios en los espacios que nos
han sido dados (los de la mortalidad, los de la “pensabilidad”) erramos, y con
ello, para decirlo de nuevo con Schelling, cometemos acto de traición al Ser.
La traición de Neruda no reside, por
lo tanto, en haber buscado a Dios con su poesía. Su traición reside en creer
que lo había encontrado, y con ello, al menos por un momento, abandonó la
búsqueda que es a la vez, la propiedad divina que nos ha sido concedida. O
digámoslo de modo altamente simple: Neruda (al igual que Heidegger) encontró el
camino pero, como un automovilista enloquecido, partió, y a toda velocidad, en
dirección exactamente contraria para terminar cantando al más radical de los
males que la mente humana pueda concebir: a Stalin.
Sostengo en consecuencia que la Oda a
Stalin de Neruda es un poema esencialmente religioso. Y lo voy a demostrar.
3.
Cuando digo que la Oda a Stalin es un
poema esencialmente religioso, estoy diciendo que Neruda, como comunista, vivió
–por lo menos durante un tiempo- el comunismo no como política sino como
religión. No estoy diciendo –cuidado- que el comunismo sea una religión, sino
que muchos, Neruda entre ellos, lo vivieron como religión. Esa fue su gran
maldad la que, como ya hemos advertido, se trata de un error, es decir, de una
equi-vocación. Y como la palabra lo dice, una equi-vocación es una falsa
vocación, lo que trae consigo, a la vez, una falsa e-vocación. En este caso, la
evocación a la divinidad de Stalin.
Leamos, por ejemplo, el comienzo de la
Oda a Stalin:
Camarada Stalin, yo estaba junto al
mar en Isla Negra/ descansando de luchas y de viajes/ cuando la noticia de tu
muerte llegó como un golpe de océano/ Fue primero el silencio, el estupor de
las cosas, y luego llegó del mar una ola grande/ De algas, metales y hombres,
piedras, espuma y lágrima estaba hecha esta ola/ De historia espacio y tiempo
recogió su materia/ y se elevó llorando sobre el mundo/ hasta que frente a mí
vino a golpear la costa/ y derribó a mis puertas su mensaje de luto/ con un
grito gigante/ como si de repente se quebrara la tierra.
La muerte de Stalin hizo temblar el cosmos frente a la casa de
Neruda. Un llanto universal fue derramado sobre la tierra, y la historia, el
espacio y el tiempo avanzaron como una ola gigantesca. ¿Qué estamos leyendo?
Sin duda, versos grandiosos. No obstante, para cualquiera que haya asistido
alguna vez en su vida a alguna clase de Catecismo, esas imágenes son
familiares. Pues Neruda, tal vez sin darse cuenta que su voz era la que
transmitía su inconsciente cristiano, no ha hecho otra cosa que transponer los
relatos neo-testamentarios sobre lo que sucedió en la tierra inmediatamente
después de la muerte de ¡Jesús, el Cristo! Dice por ejemplo el Evangelio de San
Mateo
(27-51): “Y ¡mirad!, la cortina del santuario se rasgó
en dos, de arriba a abajo, y tembló la tierra, y las masas de roca se
hundieron”.
El Evangelio de San Neruda sobre la
vida pasión y muerte de Stalin, comienza con la muerte de Stalin, el falso
redentor. Luego retrocede hasta el año 1914, cuando el mundo estaba dominado
por los ricos, quienes se repartían el petróleo, las islas y el cobre. Así, nos
cuenta Neruda como antes de Stalin los policías ametrallaban al pueblo inerme.
Como los gringos bailaban frenéticamente sobre la sangre de los hombres; como
una lluvia de sangre caía sobre el planeta; como los dueños de burdeles, los
propietarios de periódicos, los millonarios se habían apropiado de la Historia
hasta que un día, Lenin condujo a los pueblos hacia la Nueva Tierra Prometida:
La URSS
“con modesto vestido y gorra obrera/
entró el viento del pueblo/ Era Lenin/ Cambió la tierra, el hombre, la vida/ El
aire libre revolucionario/ trastornó los papeles/ manchados. Nació una patria/ que no ha dejado
de crecer./ Es grande como el mundo, pero cabe/ hasta en el corazón del más/
pequeño/ trabajador de usina o de oficina,/ de agricultura o barco./ Era la Unión Soviética.
Desde ese momento, cambio el curso de
la historia.
Sólo faltó a Neruda escribir que
Stalin se encuentra en el cielo sentado a la diestra de Lenin. Y si no lo hizo
fue porque a la izquierda de Lenin habría estado Trotzki, y Trotzki -eso lo
sabía Neruda mejor que nadie- había sido asesinado por obra y gracia de la
bondad infinita de Stalin.
Hay, además, en el largo poema un
momento en que su trasfondo religioso traspasa los umbrales del inconsciente
nerudiano emergiendo en forma conciente hacia la superficie. Ese momento se
refiere al legado de Stalin: el Hombre Nuevo: El Comunista. Leamos:
¡Ser hombres! ¡Es ésta/ la ley
staliniana!/ Ser comunista es difícil./ Hay que aprender a serlo./ Ser hombres
comunistas/ es aún más difícil,/ y hay que aprender de Stalin/
Llegar a ser un verdadero comunista es
difícil, dice Pablo Neruda parodiando a San Pablo para quien ser un verdadero
cristiano era algo muy difícil cuando no nos contemplamos en Jesús. Por eso la
historia envió a Stalin a la tierra. Para que los comunistas, seres elegidos
por la Historia, siguieran su ejemplo y lo imitaran.
Lo mismo ocurrió con los nazis, a
quienes les hicieron creer que pertenecían a una raza superior. Ocurre todavía
con los miembros de las sectas religiosas, quienes en su locura colectiva
imaginan haber sido elegidos por Dios para propagar su mensaje. El hombre
estalinista, según Neruda, ha alcanzado también una superioridad con respecto a
los demás mortales. Y la figura de Stalin era, según Neruda, ejemplo señero
Este manicomio que es el mundo en que
vivimos está lleno de elegidos y autoelegidos. Son pocos los que piensan en que
si hay un Dios, es de todos. Que si hay un Dios, El no eligió a nadie o nos
eligió a todos. Y que si hay un Dios, nos eligió para que eligiéramos. Para que
eligiéramos entre lo bello y lo horrible; entre lo justo y lo injusto; entre lo
falso y lo verdadero; entre lo bueno y lo malo
Sin embargo, Neruda, en su poema no
sólo eligió al Mal y a la Maldad. Además, los confundió con el Bien y la
Bondad. Su pecado –o su error, en este caso es lo mismo- no pudo ser más grande.
Hay que reiterar, además, que el
Stalin de Neruda evoca de modo blasfemo la pasión de Jesús hasta en sus más
leves detalles. Y al igual como ocurrió con el Nazareno, el mensaje de Stalin
no fue entendido primero por los escribas, ni por los sabios, ni por los
intelectuales, pero sí por los buenos de corazón, por los misericordiosos y por
los desventurados, los humildes de la tierra, los pobres de espíritu, que de
ellos será el reino de la tierra. No deja de ser interesante analizar los
párrafos finales del poema.
Vino un muchacho y me estrechó la
mano/ Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo/y poeta,/ Gonzalito, se
acercó a acompañarme bajo la bandera./ «Era más sabio que todos los hombres
juntos», me dijo/ mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos ojos del
pueblo./Y luego por largo rato no dijimos nada./Una ola/ estremeció las piedras
de la orilla/ «Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió/ levantándose
el pobre pescador de chaqueta raída./ Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo,
cómo lo sabe?/ ¿De dónde, en esta costa solitaria?/ Y comprendí que el mar se
lo había enseñado
Ha de perdonarme el lector, pero
cuando leí la profecía de Gonzalito, el viejo pescador amigo de Neruda, no pude
evitar, en medio del estupor, una risa. Ocurrió al rememorar el nombre de
Malenkov. Evidentemente Neruda no estaba todavía muy bien informado acerca de
quien era Malenkov cuando escribió su ominosa Oda a Stalin. Porque Malenkov era
el hombre más tonto y gris de todo el Comité Central. Como oscuro funcionario,
Malenkov fungió de perro faldero de Stalin a la vez que servía de contacto
entre Stalin y el otro gran asesino, Bejria, jefe de todos los aparatos
secretos del régimen.
Como ocurre con todos los dictadores,
Stalin se rodeaba de un círculo formado por los más incapaces, los menos
inteligentes, los más serviles y Malenkov reunía todas esas dudosas cualidades
de modo superlativo. Además, Stalin no tenía hijos en condiciones de sucederlo,
ni tampoco un hermano a quien legar su dictadura, como hacen todavía los
sátrapas de nuestro tiempo. En fin, Malenkov fue elegido por el resto del
Comité Central como el único que podía continuar el breve periodo del
“estalinismo sin Stalin” a cuya sombra se formaban las fracciones y se tejían
las intrigas destinadas a asegurar la continuidad del poder. Como es sabido,
cuando el astuto Nikita Kruschev ascendió al sagrado puesto de Secretario
General, el primero en desaparecer de la escena fue el desdichado Malenkov. Se
equivocó Gonzalito. Pero Neruda se equivocó mucho, mucho más que Gonzalito.
De este modo, como si hubiera sido un
castigo, la Oda a Stalin, iniciada como un poema cósmico, terminó como la misma
historia del comunismo: como farsa, o quizás peor: como grotesca tragicomedia.
4.
Si la maldad tiene un sentido este no
es otro que, al reconocerla como tal, podemos reaccionar en su contra.
En su breve y decidor ensayo, Die
Kehre (cuya traducción literal significa, conversión en 180°) cita Heidegger un
verso de Hölderlin. Dice más o menos así: “Pero ahí donde está el peligro,
crece también la salvación”. Significa: ahí donde crece el mal, nace la
posibilidad del bien. Ahí, cuando vemos el abismo, nace la posibilidad de
retroceder. “Ahí, donde está el error, surge la posibilidad de la verdad”
(Nietzsche) Ahí, donde aparece la amenaza de la muerte, pensamos en el sentido
de la vida. Ahí, sólo ahí, en los campos
de concentración alemanes, o a través de
las alambradas del Gulag soviético, entendemos hasta donde puede llegar el ser
humano cuando haciendo uso de la libertad que Dios le dio, le vuelve las
espaldas, e intenta sustituir su majestad por esos ídolos que vienen del
infierno.
Después de Stalin, Neruda volvió a sus
océanos, continuó hundiendo sus manos en la tierra, escribió a las piedras, a
las flores, al ajo, al tomate, a la cebolla y al amor. Nunca más idolatró a
nadie, y sus versos lo llevan los vientos, haciendo el bien con su belleza, y
todos los que amamos tanto a la vida, se lo agradecemos con todo el corazón.
Tres Poemas del Mal
PABLO NERUDA - Oda a Stalin
Camarada Stalin, yo estaba
junto al mar en la Isla Negra,
descansando de luchas y de
viajes,
cuando la noticia de tu
muerte llegó como un golpe de océano.
Fue primero el silencio, el
estupor de las cosas, y luego llegó del mar una
ola grande.
De algas, metales y hombres,
piedras, espuma y lágrimas estaba hecha esta
ola.
De historia, espacio y
tiempo recogió su materia
y se elevó llorando sobre el
mundo
hasta que frente a mí vino a
golpear la costa
y derribó a mis puertas su
mensaje de luto
con un grito gigante
como si de repente se
quebrara la tierra.
Era en 1914.
En las fábricas se
acumulaban basuras y dolores.
Los ricos del nuevo siglo
se repartían a dentelladas
el petróleo y las islas, el cobre y los canales.
Ni una sola bandera levantó
sus colores
sin las salpicaduras de la
sangre.
Desde Hong Kong a Chicago la
policía
buscaba documentos y
ensayaba
las ametralladoras en la
carne del pueblo.
Las marchas militares desde
el alba
mandaban soldaditos a morir.
Frenético era el baile de
los gringos
en las boîtes de París
llenas de humo.
Se desangraba el hombre.
Una lluvia de sangre
caía del planeta,
manchaba las estrellas.
La muerte estrenó entonces
armaduras de acero.
El hambre
en los caminos de Europa
fue como un viento helado
aventando hojas secas y quebrantando huesos.
El otoño soplaba los
harapos.
La guerra había erizado los
caminos.
Olor a invierno y sangre
emanaba de Europa
como de un matadero
abandonado.
Mientras tanto los dueños
del carbón,
del hierro,
del acero,
del humo,
de los bancos,
del gas,
del oro,
de la harina,
del salitre,
del diario El Mercurio,
los dueños de burdeles,
los senadores
norteamericanos,
los filibusteros
cargados de oro y sangre
de todos los países,
eran también los dueños
de la Historia.
Allí estaban sentados
de frac, ocupadísimos
en dispensar
condecoraciones,
en regalarse cheques a la
entrada
y robárselos a la salida,
en regalarse acciones de la
carnicería
y repartirse a dentelladas
trozos de pueblo y de
geografía.
Entonces con modesto
vestido y gorra obrera,
entró el viento,
entró el viento del pueblo.
Era Lenin.
Cambió la tierra, el hombre,
la vida.
El aire libre revolucionario
trastornó los papeles
manchados. Nació una patria
que no ha dejado de crecer.
Es grande como el mundo,
pero cabe
hasta en el corazón del más
pequeño
trabajador de usina o de
oficina,
de agricultura o barco.
Era la Unión Soviética.
Junto a Lenin
Stalin avanzaba
y así, con blusa blanca,
con gorra gris de obrero,
Stalin,
con su paso tranquilo,
entró en la Historia
acompañado
de Lenin y del viento.
Stalin desde entonces
fue construyendo. Todo
hacía falta. Lenin recibió
de los zares
telarañas y harapos.
Lenin dejó una herencia
de patria libre y ancha.
Stalin la pobló
con escuelas y harina,
imprentas y manzanas.
Stalin desde el Volga
hasta la nieve
del Norte inaccesible
puso su mano y en su mano un
hombre
comenzó a construir.
Las ciudades nacieron.
Los desiertos cantaron
por primera vez con la voz
del agua.
Los minerales
acudieron,
salieron
de sus sueños oscuros,
se levantaron,
se hicieron rieles, ruedas,
locomotoras, hilos
que llevaron las sílabas
eléctricas
por toda la extensión y la distancia.
Stalin
construía.
Nacieron
de sus manos
cereales,
tractores,
enseñanzas,
caminos,
y él allí,
sencillo como tú y como yo,
si tú y yo consiguiéramos
ser sencillos como él.
Pero lo aprenderemos.
Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero
inflexible
nos ayuda a ser hombres cada
día,
cada día nos ayuda a ser
hombres.
¡Ser hombres! ¡Es ésta
la ley staliniana!
Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin
su intensidad serena,
su claridad concreta,
su desprecio
al oropel vacío,
a la hueca abstracción
editorial.
Él fue directamente
desentrañando el nudo
y mostrando la recta
claridad de la línea,
entrando en los problemas
sin las frases que ocultan
el vacío,
derecho al centro débil
que en nuestra lucha
rectificaremos
podando los follajes
y mostrando el designio de
los frutos.
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de
los pueblos.
En la guerra lo vieron
las ciudades quebradas
extraer del escombro
la esperanza,
refundirla de nuevo,
hacerla acero,
y atacar con sus rayos
destruyendo
la fortificación de las
tinieblas.
Pero también ayudó a los
manzanos
de Siberia
a dar sus frutas bajo la
tormenta.
Enseñó a todos
a crecer, a crecer,
a plantas y metales,
a criaturas y ríos
les enseñó a crecer,
a dar frutos y fuego.
Les enseñó la Paz
y así detuvo
con su pecho extendido
los lobos de la guerra.
Frente al mar de la Isla
Negra, en la mañana,
icé a media asta la bandera
de Chile.
Estaba solitaria la costa y
una niebla de plata
se mezclaba a la espuma
solemne del océano.
A mitad de su mástil, en el
campo de azul,
la estrella solitaria de mi
patria
parecía una lágrima entre el
cielo y la tierra.
Pasó un hombre del pueblo,
saludó comprendiendo,
y se sacó el sombrero.
Vino un muchacho y me
estrechó la mano.
Más tarde el pescador de
erizos, el viejo buzo
y poeta,
Gonzalito, se acercó a
acompañarme bajo la bandera.
«Era más sabio que todos los
hombres juntos», me dijo
mirando el mar con sus
viejos ojos, con los viejos
ojos del pueblo.
Y luego por largo rato no
dijimos nada.
Una ola
estremeció las piedras de la
orilla.
«Pero Malenkov ahora
continuará su obra», prosiguió
levantándose el pobre
pescador de chaqueta raída.
Yo lo miré sorprendido
pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?
¿De dónde, en esta costa
solitaria?
Y comprendí que el mar se lo
había enseñado.
Y allí velamos juntos, un
poeta,
un pescador y el mar
al Capitán lejano que al
entrar en la muerte
dejó a todos los pueblos,
como herencia, su vida.
Nicolás Guillén - Stalin
Capitán
Stalin, Capitán,
a quien Changó proteja y a
quien resguarde Ochun
A tu lado, cantando, los
hombres libres van:
el chino, que respira con
pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y
barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y
barbas de azafrán.
Stalin, Capitán.
Tiembla Europa en su mapa de
piedra y de cartón.
Mil siglos se desploman
rodando sin contén.
Cañón
del Austro al Septentrión.
Cabezas y cabezas cortadas a
cercén.
El mar arde lo mismo que un
charco de alquitrán.
Bocas que ayer cantaban a la
Verdad y el Bien
Hoy bajo cuatro metros de
amargo sueño están...
Stalin, Capitán.
Pero el futuro afinca,
levanta su ilusión
allá en tu roja tierra donde
es feliz el pan,
y altos pechos armados de
una misma canción
las plumas de los buitres
detienen, detendrán,
allá en tu helado cielo de
llama y explosión,
Stalin, Capitán.
El jarro de magnolias, el
floreal corazón
de Buda, despereza su
extático ademán;
gravita un continente sobre
el Mar del Japón:
rudo bloque de sangre de
Siberia a Ceylán
y de Esmirna a Cantón...
Stalin, Capitán.
Tambores africanos con
resonante son
sobre selva y desierto su
vivo alerta dan,
más fiero que el metal con
que ruge el león;
y alzando hasta el Pichincha
la tormentosa sien
América convoca su puma y su
caimán,
pero además engrasa su motor
y su tren.
Odio por dondequiera verá el
ciego alemán
la paloma, el avión,
el pico del tucán,
el zoológico río de vasta
indignación,
las flechas venenosas que en
pleno blanco dan,
y aun el viento, impulsando
sus ruedas de ciclón...
Stalin, Capitán, a quien
Changó proteja y a quien resguarde Ochún...
A tu lado, cantando, los
hombres libres van:
el chino, que respira con
pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y
barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y
barbas de azafrán...
¡Stalin, Capitán,
los pueblos que despierten
junto a ti marcharán!
Rafael Alberti - Redoble lento
por la muerte de Stalin
I
Por encima del mar, sobre las
cordilleras,
a través de los valles, los
bosques y los ríos,
por sobre los oasis y
arenales desérticos,
por sobre los callados
horizontes sin límites
y las deshabitadas regiones
de las nieves
va pasando la voz, nos va
llegando
tristemente la voz que nos
lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
A través de las calles y las
plazas de los
grandes poblados,
por los anchos caminos
generales y
perdidos senderos,
por sobre las atónitas
aldeas, asombradas campiñas,
planicies solitarias, subterráneos
corredores mineros,
olvidadas
islas y golpeados litorales
desnudos
va pasando la voz, nos va
llegando
tristemente la voz que nos
lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
Va cruzando las horas
oscuras de la
noche,
la madrugada, el día, los
extensos
crepúsculos,
todo lo austral y nórdico
que
comprende la tierra,
y no hay razas, no hay
pueblos, no hay rincones,
no hay partículas mínimas
del mundo
en donde no penetre la voz
que va llegando,
la voz que tristemente nos
lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
II
(A dos voces)
1. Padre y maestro y
camarada:
quiero llorar, quiero
cantar.
Que el agua clara me
ilumine,
que tu alma clara me ilumine
en esta noche en que te vas.
2. Se ha detenido un
corazón.
Se ha detenido un
pensamiento.
Un árbol grande se ha doblado.
Un árbol grande se ha
callado.
Mas ya se escucha en el
silencio.
1. Padre y maestro y
camarada:
solo parece que está el mar.
Pero las olas se levantan,
pero en las olas te levantas
y riges ya en la inmensidad.
2. Cerró los ojos la
firmeza,
la hoja más limpia del
acero.
Sobre su tierra se ha
dormido.
Sobre la Tierra se ha
dormido.
Mas ya se yergue en el
silencio.
1. Padre y maestro y
camarada:
vuela en lo oscuro un
gavilán.
Pero en tu barca una paloma,
pero en tu mano una paloma
se abre a los cielos de la
paz.
2. Callan los yunques y
martillos.
El campo calla y calla el
viento.
Mudo su pueblo le da vela.
Mudos sus pueblos le dan
vela.
Mas ya camina en el siencio.
1. Padre y maestro y
camarada:
fuertes nos dejas, Mariscal.
Como en las puntas de la
estrella,
como en las puntas de tu
estrella
arde en nosotros la unidad.
2. Vence el amor en este
día.
El odio ladra prisionero.
La oscuridad cierra los
brazos.
La eternidad abre los
brazos.
Y escribe un nombre en el
silencio.
III
No ha muerto Stalin. No has
muerto.
Que cada lágrima cante
tu recuerdo.
Que cada gemido cante
tu recuerdo.
Tu pueblo tiene tu forma,
su voz tu viril acento.
No has muerto.
Hablan por ti sus talleres,
el hombre y la mujer nuevos.
No has muerto.
Sus piedras llevan tu
nombre,
sus construcciones tu sueño.
No has muerto.
No hay mares donde no
habites,
ríos donde no estés dentro.
No has muerto.
Campos en donde tus manos
abiertas no se hayan puesto.
No has muerto.
Cielos por donde no cruce
como un sol tu pensamiento.
No has muerto.
No hay ciudad que no
recuerde
tu nombre cuando era fuego.
No has muerto.
Laureles de Stalingrado
siempre dirán que no has
muerto.
No has muerto.
Los niños en sus canciones
te cantarán que no has
muerto.
Los niños pobres del mundo,
que no has muerto.
Y en las cárceles de España
y en sus más perdidos
pueblos
dirán que no has muerto.
Y los esclavos hundidos,
los amarillos, los negros,
los más olvidados tristes,
los más rotos sin consuelo,
dirán que no has muerto.
La Tierra toda girando,
que no has muerto.
Lenin, junto a ti dormido,
también dirá que no has
muerto.
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