POR LEONARDO MORALES 06 de noviembre de 2014
Un gobierno es tal cuando ejerce el
poder, lo cual será posible, siempre que se encuentre investido de una
legitimidad resistente a cualquier escrutinio. No hace falta recurrir a la tan
cacareada legitimidad de origen y de desempeño para poder advertir que el
ejercicio del poder requiere fundamentalmente legitimidad, sin ningún otro
apellido.
La legitimidad, concepto muy
controvertido, que de tanto en tanto resulta muy manoseado por políticos y
opinadores de la política, no es más que el conjunto de opiniones positivas que
se tienen sobre un particular régimen político. Mientras más opiniones
positivas se expresen a favor del régimen mayor será su legitimidad.
El ejercicio del poder, la posibilidad de
ejercer el mando y recibir debida obediencia, pasa porque quienes ejerzan el
poder hayan sido elevados a tales funciones a través de los mecanismos que
establece la democracia formal. “Es el apoyo del pueblo el que presta poder a
las instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la prolongación
del asentimiento que, para empezar, determinó la existencia de las leyes.”,
escribió en alguna oportunidad Hannah Arendt.
La conquista del poder y el ejercicio de
gobierno, dentro del marco que impone la democracia formal, abre la posibilidad
de ejercer el poder disponiendo de plena legitimidad y, en consecuencia, el
derecho legal de mandar, pero, junto a la disposición de mando que otorga el
ejercicio de gobierno, está también el consentimiento de los electores,
derivándose de tal aprobación, el de obedecer a quien o quienes fueran electos
para el ejercicio de las funciones públicas.
La legitimidad de quienes ejercen
temporalmente el poder, porque es así como es concebido en los regímenes
democráticos, prima la temporalidad sobre la permanencia en el ejercicio del
poder atemporalmente, viene revestida de un consentimiento que hace posible la
obediencia de los electores a los elegidos.
El gobierno de Maduro es, por lo pronto,
un gobierno legal y legítimo. Su legalidad viene dada por un triunfo electoral,
que aun cuando pequeño, fue suficiente para ser proclamado. Su elección resume
ambos elementos: es legal y legítimo.
Quienes insisten que a la fecha su
ejercicio, el de Maduro, está signado por un alto grado de ilegitimidad
insinúan que el consentimiento positivo se esfumó y que hoy su base de apoyo
está disminuida a mucho menos de los votos que en su oportunidad sirvieron para
su proclamación. Una hipótesis discutible aun cuando existen suficientes datos
estadísticos para sostener tal idea.
Quienes se inscriben en esa tesis tienen
caminos a seguir de acuerdo a la Constitución: esperan el fin de su mandato en
el 2019 o acogen la idea de un referendo revocatorio. Ese es el camino que
brinda la democracia y que consagra nuestro cuerpo normativo. Sabemos
perfectamente hacia dónde conducen estos caminos. Lo sabemos todos.
Otros caminos los hay. Uno, un golpe de
estado – no veo ni oigo a nadie vociferándolo-, un atajo que va contra los
principios democráticos más elementales y cuyo destino siempre está cargado y
atiborrado de incertidumbre. Nadie está en condiciones de decir que una salida
antidemocrática es mejor que lo que tenemos. Como dato interesante está el que
todos aquellos que se embarcaron en insurrecciones de semejante naturaleza
terminaron siendo derrotados. Los aventureros fueron vencidos sin atenuantes,
incluido entre ellos Chávez.
El proceso constituyente es un camino
que puede ser adoptado dentro del marco constitucional pero siempre habrá que de
tener en consideración que esta figura no está, ni tiene sustento, para
resolver la pérdida de legitimidad del presidente.
La constituyente planteada en los
términos que hoy se hace, no conduce al encuentro de la mayoría de los
venezolanos para discutir acerca de un nuevo acuerdo social. A nadie se ha
convocado para eso, si acaso, para apuntar a Maduro y demás funcionarios de los
poderes públicos con su defenestración.
Una constituyente planteada en ese tono,
dotado de revanchismo y guapetonería, solo nos lleva a profundizar la división
y a acentuar la polarización que, hasta ahora, no nos ha permite avanzar hacia
un cambio en las relaciones políticas existentes. Pero peor aún, ni los propios
proponentes están en capacidad de asegurarle al país que el futuro será mejor
al de hoy, entre otras cosas porque no saben si recogerán las firmas que el
proceso exige y mucho menos si ganarán.
No fue precisamente un poeta quien dijo:
“La prisa es plebeya”.
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