Por Yedzenia Gainza, 16/09/2016
Ese mosaico multicolor que ha dado la vuelta al
mundo como símbolo de la emigración de innumerables venezolanos era para ella
una fuente de alegría. Pisarlo significaba la visita de una de sus hijos, pero
ahora volvía a ser gris, tanto como el dolor que en la soledad de su casa fue
testigo de sus lágrimas por una nueva partida.
De sus cuatro muchachos ahora se iba el más
pequeño. Ya había pasado por la misma despedida quince años antes, pero la
situación era diferente. Su hija rebelde siempre había querido viajar a Europa,
¿quién no tiene sueños a los veinte años? Así que con la certeza de tenerla de
vuelta pronto, la llevó al aeropuerto con una tristeza que no hizo sombra a
todas sus esperanzas. A sus muchachos les gustaba su patria, allí habían
crecido felices y tenían todas sus raíces. Sin embargo, el país cada vez se fue
hundiendo más junto con la confianza de ver a “la desterrada” regresar. Muchas
raíces se habían roto, las calles del barrio estaban desoladas y los pocos
amigos que quedan ahora están haciendo las maletas.
Desde que su otra hija estuvo de vacaciones, ella
y su marido temen que ésta también se vaya antes que un eventual matrimonio y/o
un nieto le dificulten tomar la decisión –como ya le ocurre al mayor. El amor
de una madre comporta sacrificios, la soledad, la distancia, mirar al cielo
para ahogar el llanto… Cualquier cosa se hace por el bienestar de los hijos,
incluso preferir tenerlos lejos a no tenerlos. Y aunque quince años no le
han cerrado la herida que le sangra en cada cumpleaños, los domingos por la
tarde o el día de Navidad, hace una semana la vio crecer cuando fue al
aeropuerto para acompañar a su hijo menor, el que ya no es un niño y acaba
de estrenarse como padre.
Aguantó como pudo para no hacerle al joven más
duro el momento que incluía despedirse de una criatura que dará sus primeros
pasos y dirá sus primeras palabras mientras él observa emocionado y con un sabor
agridulce desde el otro lado de la pantalla. Sus amigas le dicen que no se
preocupe porque pronto va a volver, pero todas saben que probablemente lo
hará para buscar a su recién fundada familia y llevársela a un lugar más seguro
donde puedan vivir en paz.
El síndrome del nido vacío es duro para cualquier
padre, pero en Venezuela el trauma se profundiza, pues se
traduce en el síndrome del país vacío, en éxodo de querencias, en más
ausencias en la cena del 31 de diciembre y en el “quién sabe cuándo volveremos
a coincidir todos”.
Cuando la llaman siempre dice que está bien,
nunca cuenta si le falta alguna cosa y le sobran excusas para simular que no
hace colas. Si hay agua aprovecha para regar las matas, las únicas que no se
han independizado ni tienen pasaporte. Cuando la visitan sus otros dos hijos
habla de cualquier cosa, pero nunca de su tristeza, nunca del humano temor a
morir lejos de sus seres queridos. Dice que vivirá muchos años porque no pierde
la esperanza de recuperar el país en el que parió a cuatro niños que le han
dado más satisfacciones que dolores de cabeza.
Sueña con despertar un día no muy lejano en una
Venezuela donde comer no sea un lujo y vivir no sea delito. No se va, no
quiere, no puede. Se queda esperando ver a sus cuatro muchachos juntos de
nuevo, canosos y amontonados en un sofá viendo una película cuando como
siempre, dos se reirán del par que se ha quedado dormido.
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