Francisco Fernández-Carvajal 28 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Necesidad de mantener despierta siempre la vida
espiritual.
— La caridad de los primeros cristianos: el
día de guardia.
— Cómo vivir el día de guardia.
I. Todo el
Evangelio es una llamada a estar despiertos, vigilantes y en guardia ante el
enemigo, que no descansa, y ante la llegada del Señor, que no sabemos cuándo
tendrá lugar; ese momento decisivo en el que debemos presentarnos ante Dios con
las manos llenas de frutos... Velad, pues, ya que no sabéis en qué día
vendrá vuestro Señor, nos dice el Evangelio de la Misa1. Sabed
esto, que si el amo supiera a qué hora de la noche habría de venir el ladrón,
estaría ciertamente velando, y no le dejaría que le horadase su casa.
Para el cristiano que se ha mantenido en vela no
vendrá ese último día como el ladrón en la noche2,
no habrá estupor y confusión, porque cada día habrá sido un encuentro con Dios
a través de los acontecimientos más sencillos y ordinarios. San Pablo compara
esta vigilia a la guardia (statio) que hace el soldado bien
armado que no se deja sorprender3;
con frecuencia habla de la vida cristiana como un estar de guardia, como el
soldado en campaña4,
que vive sobriamente y no le sorprende fácilmente el enemigo porque está
despierto mediante la oración y la mortificación.
El Señor nos previene de muchas maneras, con parábolas
distintas, contra la negligencia, la dejadez y la falta de amor. Un corazón que
ama es un corazón vigilante, sobre sí mismo y sobre los demás. Dios nos
encomienda estar también en vigilia, en guardia, sobre aquellos que
especialmente están unidos a nosotros por lazos de fe, de sangre, de amistad...
Al referirse al ladrón en la noche, que
leemos en el Evangelio de la Misa, el Señor quiere enseñarnos a no distraer la
atención del gran negocio de la salvación, y quiere que no consideremos la
vigilancia como algo meramente negativo: vigilar no significa solo abstenernos
del sueño por miedo a que pueda ocurrir algo desagradable mientras estamos
durmiendo. Vigilar «quiere decir estar siempre en espera; significa estar con
la cabeza asomada fuera de la ventana con la esperanza de ser el primero en dar
la voz, “¡Mirad, ya vienen!”»5.
Vigilar es estar pendientes, con inmensa alegría, de la venida del Señor; es
procurar con todas las fuerzas que quienes tenemos encomendados y más queremos
encuentren también a Jesús, porque mediante la Comunión de los Santos podemos
ser como el centinela que avista al enemigo y protege a los suyos, o el vigía
que aguarda esperanzado la llegada de su Señor, para dar la buena noticia a los
demás. Esperarle como aquel siervo prudente que cuida de la hacienda,
realizando mientras tanto «todos los trabajos pequeños para aprovechar el
tiempo: limpiar el polvo aquí, sacar brillo del suelo allí, encender fuego
allá, de manera que la casa esté confortable cuando el amo entre. Cada uno
tiene una tarea que cumplir; cada uno de nosotros debe ingeniárselas para
hacerla lo mejor posible, mucho más si al parecer no nos queda mucho tiempo»6.
Vigilar, estar alerta, rechazar el sueño de la
tibieza. Esto lo conseguimos cuando luchamos en aquellos puntos que nos
indicaron en la dirección espiritual, cuando tenemos un examen
particular concreto, cuando llevamos bien a término el examen
general diario.
II. Los primeros
cristianos, que supieron cumplir bien el Mandamiento nuevo del
Señor7, hasta tal punto que los paganos los distinguían por el amor
que se tenían y por el respeto con que trataban a todos, vivieron la caridad
preocupándose por las necesidades de los demás y, en tiempos difíciles,
ayudando a los hermanos para que todos fueran fieles a la fe. Existía entre
ellos la costumbre –Tertuliano la llama statio, término castrense
que significa estar de guardia8–
de ayunar y hacer penitencia dos días a la semana, con el ánimo de prepararse
para recibir con el alma más limpia la Sagrada Eucaristía y para pedir por
aquellos que estaban en algún peligro o necesidad mayor. Sabemos, por ejemplo,
que San Fructuoso sufrió martirio en un día en que ayunaba porque era su statio,
su guardia9. Otros documentos de los primeros siglos nos hablan de esta
costumbre.
El Señor espera que vivamos la caridad de modo
particular con quienes tienen los mismos lazos de la fe: «“Ved cómo se aman,
dicen, dispuestos a morir los unos por los otros” En cuanto al nombre de
hermanos con que nosotros nos llamamos, ellos se forman una idea falsa (...).
Por derecho de la naturaleza, nuestra madre común, también nosotros somos
vuestros hermanos..., pero, ¡con cuánta mayor razón son considerados y llamados
hermanos los que reconocen a Dios como a único Padre, los que beben del mismo
Espíritu de santidad, y los que, salidos del mismo seno de la ignorancia, han
quedado maravillados ante la misma luz de la verdad!»10.
Si nos han de doler las necesidades de todos los
hombres, ¡cómo no vamos a vivir una caridad vigilante con quienes tienen los
mismos ideales! También puede ayudarnos a nosotros, como a aquellos primeros
cristianos, el fijarnos un día semanal en el que procuremos estar más
pendientes de nuestros hermanos en la fe, ayudándoles con una oración mayor,
con más mortificación, con más muestras de aprecio, con la corrección fraterna.
Es estar especialmente vigilantes en la caridad por aquellos con quienes
tenemos un deber más grande de estarlo, como el centinela que guarda el
campamento, como el vigía que alerta ante la llegada del enemigo.
«“Custos, quid de nocte!” -¡Centinela, alerta!
»Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la
semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa
vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación.
»Mira que la Iglesia Santa es como un gran ejército en
orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un “frente”, donde
hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes?
»Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará
a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia»11.
III. Ven -dice
el Profeta Isaías-, pon uno en la atalaya que comunique lo que vea. Si
ve un tropel de caballos, de dos en dos, un tropel de asnos, un tropel de
camellos, que mire atentamente, muy atentamente, y que grite: ¡ya los veo! Así
estoy yo, Señor, en atalaya, sin cesar todo el día, y me quedo en mi puesto
toda la noche12.
El centinela está en constante vigilancia, de día y de noche, ante los
destructores de Babilonia que lo arrasarán todo e impondrán sus ídolos. El
vigía está atento para salvar a su pueblo; así hemos de estar nosotros.
Para vivir esta vigilia y para crecer en la
fraternidad nos puede ayudar, como a los primeros cristianos, ese día en el que
estamos particularmente pendientes de los demás. En esa jornada deberemos decir
con especial hondura: Cor meum vigilalt, mi corazón está vigilante13.
Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, estamos participando
continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia, de la oración, de la
mortificación, del trabajo bien hecho y ofrecido a Dios, del dolor de un
enfermo... En este momento, ahora, alguien está rezando por nosotros, y nuestra
alma se vitaliza por la generosidad de personas que quizá desconocemos, o de
alguna que está muy cercana. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del
juicio particular, veremos esas inmensas ayudas que nos mantuvieron a flote en
muchas ocasiones, y en otras nos ayudaron a situarnos un poco más cerca del
Señor. Si somos fieles, también contemplaremos con un gozo incontenible cómo
fueron eficaces en otros hermanos nuestros en la fe todos los sacrificios,
trabajos, oraciones, incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de
poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a
nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.
Todo cuanto hacemos tiene repercusiones y efectos de
mucho peso en la vida de los demás. Esto nos debe ayudar a cumplir con
fidelidad nuestros deberes, ofreciendo a Dios nuestras obras, y a orar con
devoción, sabiendo que el trabajo, enfermedades y oraciones –bien unidos a la
oración y al Sacrificio de Cristo, que se renueva en el altar– constituyen un
formidable apoyo para todos. En ocasiones, esta ayuda que prestamos será uno de
los motivos fundamentales de fidelidad a Dios, para recomenzar muchas veces,
para ser generosos en la mortificación. Entonces podremos decir como el
Señor: pro eis sanctifico ego meipsum..., por ellos me santifico14,
este es el motivo de recomenzar hoy de nuevo, de acabar bien este trabajo, de
vivir aquella mortificación. Jesús nos mirará entonces con particular ternura,
y no nos dejará de su mano. Pocas cosas le son tan gratas como aquellas que de
modo directo se refieren a sus hermanos, nuestros hermanos.
Esa caridad vigilante, ese «día de guardia», es fortaleza
para todos. «“Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma” -El hermano
ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.
»—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que
siempre te recomiendo»15.
Día de guardia. Una
jornada para estar más vibrantes en la caridad, con el ejemplo, con muchas
obras sencillas de servicio a todos, con pequeñas mortificaciones que hagan la
vida más amable; un día para examinar si ayudamos con la corrección fraterna a
quienes lo necesitan, una jornada para acudir más frecuentemente a María,
«puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos,
alegría de los enfermos»16,
con el santo Rosario, con la oración Acordaos, pidiéndole por quien
sabemos quizá que tiene necesidad de una particular ayuda.
1 Mt 24,
42-51. —
2 1
Tes 5, 2. —
3 Cfr. 1
Tes 5, 4-11. —
4 Cfr. J.
Precedo, El cristiano en la metáfora castrense de San Pablo,
S.P.C.I.C., Roma 1963, pp. 343-358. —
5 R.
A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid
1962, p. 77. —
6 Ibídem,
p. 79. —
7 Cfr. Jn 13,
34. —
8 Cfr. A.
G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, p.
200. —
9 Cfr. Martirio
de San Fructuoso, en Actas de los mártires, BAC, Madrid 1962,
p. 784. —
10 Tertuliano, Apologético,
39. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 960. —
12 Is 21,
6-8. —
13 Cant 5,
2. —
14 Cfr. Jn,
17, 19. —
15 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 460. —
16 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, 2.
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