Francisco Fernández-Carvajal 25 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Necesidad de que alguien guíe nuestra alma en su
camino hacia Dios.
— A quién debemos acudir. Visión sobrenatural en la
dirección espiritual.
— Constancia, sinceridad y docilidad.
I. Os
deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo -escribe San Pablo a los cristianos de
Tesalónica-. Y es deber nuestro dar gracias continuas a Dios por
vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro
amor, de cada uno por todos, y de todos por cada uno, sigue aumentando1.
Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron
del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no
supieron guiar al Pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz, y
echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les
llevaba a Dios. El Señor les llama en el Evangelio de la Misa2 guías
ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.
Una de las gracias más grandes que podemos haber
recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y
si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en
la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien
busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá3.
Él no dejará de darnos este gran bien.
En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta
por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de
maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se
refieren. Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la
vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima
siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y
sed de Dios, que la tibieza, siempre al acecho, querría apagar. La Iglesia,
desde los primeros siglos, recomendó siempre la práctica de la dirección
espiritual personal como medio eficacísimo para progresar en la vida cristiana.
Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en
la vida interior. Tantas veces el apasionamiento, la falta de objetividad con
que nos vemos a nosotros mismos, el amor propio, la tendencia a dejarnos llevar
por lo que más nos gusta, por aquello que nos resulta más fácil..., van difuminando
el camino que lleva a Dios (¡tan claro quizá al principio!), y cuando no hay
claridad viene el estancamiento, el desánimo y la tibieza. «El que solo quiere
estar, sin arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el
campo, y que por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a
sazón (...).
»El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como
el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo»4.
Es una gracia muy particular del Señor poder contar
con esa persona que nos ayuda eficazmente en nuestra santificación y a la que
podemos abrirnos en una confidencia llena de sentido humano y sobrenatural.
¡Qué alegría cuando podemos comunicar lo más profundo de nuestros sentimientos,
para orientarlos al Señor, a alguien que nos comprende, nos anima, nos abre
horizontes nuevos, reza por nosotros y tiene una gracia especial para
ayudarnos!
En la dirección espiritual encontramos a Cristo mismo
que nos oye atentamente, nos comprende y nos da fuerzas y luces nuevas para
seguir adelante.
II. En la dirección
espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran espíritu
sobrenatural; por eso, la confidencia «no se hace a cualquier persona, sino a
quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser para
nosotros»5. Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien
le fortalece en el camino de su conversión; para Tobías será el Arcángel San
Rafael, con figura humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en
su largo viaje.
La dirección espiritual ha de moverse en un clima
sobrenatural: buscamos la voz de Dios. Para pedir un consejo o confiar una
preocupación exclusivamente humana sin mayor trascendencia, bastaría dirigirse
quizá a quien sea capaz de comprender y sea discreto y prudente, mas para
aquello que al alma se refiere hemos de discernir en la oración quién es
el buen pastor para nosotros, «pues se corre el peligro, si
solo a motivos humanos se atiende, de que no entiendan ni comprendan, y
entonces la alegría se torna amargura, y la amargura desemboca en incomprensión
que no alivia; y en ambos casos se experimenta la desazón, el íntimo malestar
de quien ha hablado demasiado, con quien no debía, de lo que no debía»6.
No debemos escoger guías ciegos, que más que ayudar nos llevarían a
tropezar y caer.
El sentido sobrenatural con el que acudimos a la
dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca
el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor
de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar
el más benévolo7.
Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen
sacrificio, en las que quizá no se está dispuesto a cambiar, en un intento de
adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad: por ejemplo, al descubrir la
propia vocación, que supone una mayor entrega; al tener que dejar una amistad
inconveniente; en la generosidad en el número de hijos, para los casados, etc.
Pidamos al Señor ser personas de conciencia recta, que
buscan su Voluntad y que no se dejan llevar de motivos humanos: que buscan de
verdad agradarle a Él, y no una «falsa tranquilidad» o «quedar bien».
Igualmente, sería una falta de visión sobrenatural estar excesivamente
pendientes del «qué habrán pensado», del «qué van a pensar», del juicio que han
formulado sobre nosotros... La visión sobrenatural lleva a la sinceridad y a la
sencillez.
La vida interior necesita tiempo para madurar y no se
improvisa de la noche a la mañana. Tendremos derrotas, que nos ayudarán a ser
más humildes, y victorias, que manifiestan la eficacia de la gracia que
fructifica en nosotros; necesitaremos comenzar y recomenzar muchas veces, sin
desánimos y sin esperar –aunque a veces lleguen– resultados inmediatos, que en
ocasiones el Señor quiere que no veamos para un bien mayor.
III.
Detrás de esta lucha ascética alegre ha de estar la dirección espiritual, que
no puede ser esporádica o discontinua, pues sigue paso a paso las subidas y las
bajadas de nuestro esfuerzo. Constancia también cuando haya
más dificultades: por disponer de menos tiempo por un exceso de trabajo, de
exámenes... Dios premia ese esfuerzo con nuevas luces y gracias. Otras veces
las dificultades son internas: pereza, soberbia, desánimo porque van mal las
cosas, porque no se llevó a cabo nada de lo que se había previsto. Es entonces
cuando más necesitamos de esa charla fraterna, o de esa Confesión, de las que
salimos siempre más esperanzados y alegres, y con nuevo impulso para seguir
luchando. Un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y una maroma fuerte está
trenzada de muchos hilos: en la continuidad de la dirección espiritual, semana
tras semana, se va forjando el alma; y poco a poco, con derrotas y victorias,
construye el Espíritu Santo el edificio de la santidad.
Además de la constancia, la sinceridad es
imprescindible; comenzamos siempre por decir lo más importante, que quizá
coincida con aquello que más nos cuesta decir; esto es decisivo al principio y
para proseguir. Los frutos se pueden retrasar por no haber dado desde los
inicios una clara imagen de lo que realmente nos pasa, de cómo somos en
realidad, o por habernos detenido en cosas puramente accidentales, de adorno,
sin llegar al fondo. Sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades:
en lo concreto, en el detalle, con delicadeza, cuando sea preciso, llamando a
nuestros errores y equivocaciones, a los defectos del carácter, por su nombre,
sin querer enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del momento: ¿por
qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?..., circunstancias que hacen más personal, con más
relieve, el estado del alma.
Otra condición para que la dirección espiritual tenga
fruto es la docilidad. Fueron dóciles los leprosos a quienes Jesús
mandó que se presentaran a los sacerdotes como si ya estuvieran curados8,
y los Apóstoles cuando el Señor les dice que sienten a las gentes que esperan y
comiencen a darles de comer, a pesar de que ellos ya habían hecho el recuento y
sabían bien las pocas provisiones que habían recogido9.
Pedro es dócil al echar las redes cuando él tiene sobrada experiencia de que no
había peces en aquel lugar, ni era la hora oportuna10...
San Pablo se dejará guiar; su fuerte personalidad, de tantos modos y en tantas
ocasiones manifestada, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de
viaje le llevaron a Damasco, luego Ananías le devolverá la vista y será ya un
hombre útil para pelear las batallas del Señor11.
No podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo,
obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta a la que ya tiene o a la que
le dicta su experiencia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para
aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra
poquedad y necesidad en tantos asuntos del alma.
Acudamos a Santa María para ser constantes en la
dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y
dóciles, como el barro en manos del alfarero12.
1 2
Tes 1, 1-3. —
2 Mt 23,
23-26. —
3 Mi 7,
7. —
4 San
Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, en Obras
completas, BAC, 11ª ed. Madrid 1982, p. 43. —
5 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 95. —
6 Ibídem,
pp. 96-97. —
7 Cfr.
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 93. —
8 Lc 17,
11-19. —
9 Lc 9,
10-17. —
10 Cfr. Lc 5,
1 ss. —
11 Hech 9,
17-19. —
12 Jer 18,
1-7.
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