Francisco Fernández-Carvajal 23 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Ejemplaridad de vida. Con las obras hemos de mostrar
que Cristo vive.
— Jesús comenzó a hacer y a enseñar. El testimonio de
las obras bien acabadas y de la caridad con todos.
— No basta con el ejemplo: es preciso dar doctrina,
aprovechando todas las ocasiones y creándolas.
I. Leemos en el
Evangelio de la Misa1 cómo
previene el Señor a sus discípulos contra los escribas y fariseos, que se
habían sentado en la cátedra de Moisés y enseñaban al pueblo las Escrituras,
pero su vida estaba muy lejos de lo que enseñaban: Haced y cumplid todo
cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen.
Y comenta San Juan Crisóstomo: «¿Hay algo más triste que un maestro, cuando el
único modo de salvar a sus discípulos es decirles que no se fijen en la vida
del que les habla?»2.
El Señor pide a todos ejemplaridad de vida en medio de
los afanes diarios y de un apostolado fecundo. Muchos ejemplos admirables de
santidad tenemos a nuestro alrededor, pero hemos de pedir para que, entre los
cristianos, los gobernantes, las personas influyentes, los padres de familia,
los maestros, los sacerdotes y todos aquellos que de alguna manera han de ser
el buen pastor para otros, sean cada día más y más santos. El
mundo tiene necesidad de ejemplos vivos.
En Jesucristo se da en plenitud la unidad de vida, la
unión más honda entre palabras y obras. Sus palabras expresan la medida de sus
obras, que son siempre maravillosas y acabadas. Hoy hemos visto cosas
increíbles3, dicen las gentes después de que perdonara los pecados al
paralítico y le curara. Los mismos fariseos exclamaban en su
desconcierto: ¿Qué haremos? Pues este hombre realiza muchas maravillas4.
Pero ellos rechazaron el testimonio que proclamaban las obras y se hicieron
culpables: Si Yo no hubiera hecho entre ellos lo que ningún otro hizo
jamás, no tendrían pecado5.
En otras ocasiones ya les había invitado a creer por lo que a todos era
manifiesto: Creed al menos por mis obras6.
El Señor considera sus hechos como un modo de dar a conocer su doctrina: Estas
mismas obras que hago testifican de Mí7.
Acciones y palabras, en la vida oculta y en su ministerio público, proclaman la
verdad única de la revelación.
Con hechos de la vida corriente, vivida con heroísmo,
hemos de mostrar a todos que Cristo vive. La vocación de apóstol –y todos la
hemos recibido en el momento del Bautismo– es la de dar testimonio, con obras y
palabras, de la vida y doctrina de Cristo: Mirad cómo se aman,
decían de los primeros cristianos. Y las gentes quedaban edificadas de esta
conducta, y tenían la simpatía de todo el pueblo8,
nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y como consecuencia, el
Señor aumentaba todos los días el número de los que habían de salvarse9.
Los convertidos a la fe aprovechaban todas las oportunidades para dar razón de
su esperanza10, para comunicar su alegría a los demás: los que se
dispersaron, andaban de un lugar a otro predicando la palabra del Señor11.
Muchos dieron el supremo testimonio de la fe que
profesaban mediante el martirio. Y hasta ese extremo estamos dispuestos
nosotros, si el Señor nos lo pidiera. El mártir, con su aparente locura, se
convierte para todos en una fuerza poderosa que lleva a Cristo: muchos se
convertían al contemplar el martirio. De ahí el nombre de mártir,
que significa testigo, testimonio de Cristo,
A nosotros, de ordinario, el Señor nos pedirá el
testimonio cristiano en medio de una vida corriente, empeñados en unos
quehaceres similares a los que han de realizar los demás: «Hemos de conducirnos
de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque
no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima
de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz,
porque ama»12.
II. El amor pide
obras: coepit Iesus facere et docere13,
comenzó Jesús a hacer y a enseñar; Él «proclamó el Reino con el testimonio de
su vida y con el poder de su Palabra»14.
No se limitó a hablar ni quiso ser solamente el Maestro que ilumina con una
doctrina maravillosa; por el contrario, «“coepit facere et docere”, comenzó
Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del
ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no
practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos
por practicar»15.
El Señor, en sus largos años de trabajo en Nazaret,
nos enseña el valor redentor del trabajo y nos llama a conseguir el mayor
prestigio posible dentro de nuestra profesión o estudios: nos pide un trabajo
sin chapuzas, con orden, con intensidad, viviendo a la vez una caridad delicada
con las personas que realizan la misma tarea: con los compañeros, con los
clientes, con los superiores, con los inferiores... También debemos mostrar su
doctrina en el modo sobrenatural con que procuramos llevar la enfermedad que se
presenta cuando menos la esperábamos, en el descanso, en los apuros económicos
y en el éxito profesional, si el Señor quiere que llegue..., en el modo de
divertirnos y en la alegría habitual, aun cuando nos cueste mucho esfuerzo el sonreír.
Cristo será el mayor motivo del cristiano para estar siempre alegre. Y esa
alegría –fruto de la paz del alma– será una señal convincente para que los
demás se sientan movidos a buscarle.
El buen ejemplo, consecuencia de una auténtica vida de
fe, arrastra siempre. No se trata de dar testimonio de nosotros mismos, sino
del Señor. Es preciso actuar de tal manera que, «a través de las acciones del
discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro»16,
y que podamos decir como San Pablo: sed imitadores míos, como yo lo soy
de Cristo17. Él es el único Modelo, en quien nos hemos de mirar con
frecuencia. De modo principal debemos imitarle en la forma de tratar a todos.
La caridad fue el distintivo que Jesús nos dejó, y en ella nos han de conocer
como discípulos del Señor: En esto conocerán todos que sois mis
discípulos: si os tenéis amor entre vosotros18.
Junto a la alegría y al prestigio profesional, es, además, el medio
imprescindible para ejercer el apostolado entre quienes se nos acercan. «Antes
de querer hacer santos a todos aquellos a quienes amamos es necesario que les
hagamos felices y alegres, pues nada prepara mejor el alma para la gracia como
la leticia y la alegría.
»Tú sabes ya (...) que cuando tienes entre las manos
los corazones de aquellos a quienes quieres hacer mejores, si los has sabido
atraer con la mansedumbre de Cristo, has recorrido ya la mitad de tu camino
apostólico. Cuando te quieren y tienen confianza en ti, cuando están contentos,
el campo está dispuesto para la siembra. Pues sus corazones están abiertos como
una tierra fértil, para recibir el blanco trigo de tu palabra de apóstol o de
educador.
»No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido
su eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la
palabra clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites
quoniam ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos
poseerán la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con
otros hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y,
por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos
que condicionan la eficacia de nuestro apostolado»19.
III.
Hacer y enseñar, ejemplo y doctrina. «No basta el hacer para enseñar –escribe
San Juan Crisóstomo–, y esto no lo digo yo, sino el mismo Cristo: el
que hiciere -dice- y enseñare, ese será llamado
grande (Mt 5, 19). Si el mero hacer fuera enseñar,
sobraría la segunda parte del dicho del Señor, pues habría bastado con
decir: el que hiciere; al distinguir las dos cosas nos da a
entender que en la perfecta edificación de las almas tienen su parte las obras
y la suya las palabras, y mutuamente se necesitan»20.
No se trata de cosas contrapuestas ni separadas: hablar es un signo, una
noticia de Cristo; y vivir es también un signo, un modo de enseñar, que
confirma la veracidad del primero. El apostolado «no consiste solo en el
testimonio de vida; el verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo
con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe, ya a los fieles,
para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más santa»21.
¿Qué puede significar para un pagano la buena conducta de un cristiano, si no
se le habla del tesoro, Cristo, que hemos encontrado? No damos
ejemplo de nosotros mismos, sino de Cristo. Somos sus testigos en el mundo; y
un testigo no lo es de sí mismo: da testimonio de una verdad o de unos hechos
que debe enseñar. Vivir la fe y proclamar su doctrina es lo que nos pide Jesús.
A través de la propia vida, buscando las ocasiones
para hablar, no desaprovechando ni una sola oportunidad que se nos presente,
damos a conocer al Señor. Nuestra tarea consiste, en buena parte, en hacer
alegre y amable el camino que lleva a Cristo. Si actuamos así, muchos se
animarán a seguirlo, y a llevar la alegría y la paz del Señor a otros hombres.
Cuando aquella mujer del pueblo, maravillada por la
doctrina de Jesús, hace el elogio de la Madre del Señor, Jesús responde: Bienaventurados
más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan22.
Nadie como María Santísima ha cumplido esa recomendación de su Hijo; a Ella,
que es para nosotros ejemplo amable de todas las virtudes, nos encomendamos
para sacar adelante nuestros propósitos de ejemplaridad en la conducta diaria.
1 Mt 23,
1-12. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 72, 1. —
3 Lc 5,
26. —
4 Jn 11,
47. —
5 Jn 15,
24. —
6 Jn 14,
11. —
7 Jn 5,
26. —
8 Hech 2,
47. —
9 Ibídem.
—
10 Cfr. 1
Pdr 3, 15. —
11 Hech 8,
4. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122. —
13 Hech 1,
1. —
14 Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 35. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 694. —
16 ídem, Es
Cristo que pasa, 105. —
17 1
Cor 4, 16. —
18 Jn 13,
35. —
19 S.
Canals, Ascética meditada, Rialp, 14ª ed. Madrid 1980, pp.
74-76. —
20 San
Juan Crisóstomo, Sobre el sacerdocio, 4, 8. —
21 Conc. Vat.
II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6. —
22 Lc 11,
28.
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