Mibelis Acevedo D. 13 de noviembre de 2019
@Mibelis
Un
demos ahogado bajo el peso de un gobierno opresor. Un conflicto en apariencia
irresoluble, un caminar hacia el vacío sin mayor esperanza a cuestas.
De
pronto, la candela surgida en medio del socavón, la voluntad que desafía la
continuidad del statu quo, que aglutina e invoca el conatus desordenado,
perdido, aletargado; la proeza que apela a la encarnación simbólica de la
razón, la tensa lucha agonista. Luego, tras la puja entre fuerzas opuestas, el
clímax, la eventual resolución. ¡Ah! No ha faltado épica en la historia gruesa
de las transiciones a la democracia. No en balde Whitehead equipara esas
dinámicas con la de una representación, “una obra de teatro” en la que cada
actor interpreta un papel altamente comprometido con el desarrollo del drama.
Pero
lo cierto es que si escarbamos más allá de la impronta que suele hermosear la
biografía de cada uno de estos procesos, más allá de la idea del poder de la
sola voluntad moldeando el devenir o anticipando el final feliz, probablemente
encontremos mucho menos romanticismo y más plasticidad terrenal de lo que nos
gusta imaginar. Nos referimos, especialmente, al performance del liderazgo
político. Vapuleados por dilatados y zigzagueantes cursos, si algo caracteriza
a esos “conductores de masas” (seres humanos, sí, dotados de un sentido
pragmático de la urgencia, un olfato especial para despejar señales en medio de
la incertidumbre y talento para ganarse el respeto de propios y extraños) ha
sido la capacidad para adaptarse a la circunstancia y asegurar espacios que
contrarresten la restricción; para reformular, si hace falta, sus más sólidas
premisas ideológicas y programáticas.
Con
tonos y perfiles distintos, con costumbres, escenarios y talegos culturales del
todo diferenciados, si algo acerca las humanas gestas de figuras como Mandela y
Mbeki en Sudáfrica, Walesa y Mazowiecki en Polonia, Chamorro en Nicaragua,
Betancourt en Venezuela, Cardoso en Brasil, Kufuor en Ghana o Aylwin y Lagos en
Chile, fue su disposición a hacer concesiones que, en su momento, permitiesen
conjurar la inercia y “salir del pozo” (tal como sugirió Felipe González a
miembros de la concertación chilena, según cuenta el propio Lagos). “Todos
estos lideres consideraban importante aprovechar la más mínima oportunidad,
aunque fuera parcial, para avanzar, en lugar de rechazar los progresos
paulatinos con la esperanza (aunque sin garantía) de poder efectuar
posteriormente un cambio mayor”, explican Bittar y Lowenthal en su trabajo
sobre transiciones democráticas; “rechazar las posturas maximalistas requirió
en algunos casos más valentía política que ceñirse a unos objetivos mayores o
aferrarse a principios que resultaban atractivos pero que quizás no eran
realistas”.
Podría
decirse que en medio de esta odisea sin finales escritos, los líderes que
aspiran a motorizar cambios democráticos y pacíficos lidian con tres desafíos:
el primero, convencer a los suyos sobre la virtud de su lucha y la pertinencia
de su plan, amarrar adhesiones que garanticen masa crítica a favor de la causa.
El segundo, convencer a los adversarios de la necesidad del cambio, facilitar
su eventual cooperación en la transición, asumiendo que en esquema político
donde la democracia sea “the only game in town”, la inclusión es condición
indispensable. Pero hay un tercer desafío que apunta al convencimiento íntimo,
a la sensibilidad de ese líder para identificar los escollos que podría estar
auto-generando; para evolucionar, volviéndose principal objeto del ejercicio de
la autocrítica.
Lo
último, rasgo señero de los grandes líderes transicionales, es especialmente
útil cuando un conflicto luce trabado en un estancamiento que tiende a
beneficiar a quien controla el poder fáctico, el dueño del establishment. Una
situación que no genera progresos para la oposición –tal como estaría ocurriendo
en Venezuela- indicaría que la estrategia aplicada hasta el momento debe ser
revisada. Sobre todo si en vez de las victorias parciales, se ha apostado a la
narrativa de la “batalla final”, un fardo que toca ajustar cuando la
circunstancia obliga a moderar las expectativas de las bases de apoyo.
No
extraña, por tanto, que el tránsito desde el radicalismo hacia la moderación
sea un factor común en la historia de estos actores de carne y hueso.
Descubrirse víctimas del compromiso irracional, tomar consciencia de que se
invierten recursos en situaciones desfavorables y con costos crecientes, tiende
a generar el turning point, el punto de inflexión, la necesidad de avanzar
apelando a planteamientos realistas… indicio de madurez política que, por cierto,
cuesta vislumbrar en nuestro caso.
Tropezar
de nuevo con el muro y empeñarse en derribarlo con herramientas vistosas pero
equivocadas, pone a nuestro drama en catastrófica pausa. ¿No es hora de tomar
nota del error recurrente, eludir el rumboso pero frustrante maximalismo y,
como otros antes que nosotros, aprovechar la oportunidad de unas elecciones
para acumular real fuerza, para hacer presión real?
Mibelis
Acevedo D.
@Mibelis
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