Francisco Fernández-Carvajal 03 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Querer ser santos es
el primer paso necesario para recorrer el camino hasta el final. Deseos
sinceros y eficaces.
— El aburguesamiento y
la tibieza matan los deseos de santidad. Estar vigilantes.
— Contar con la gracia
de Dios y con el tiempo. Evitar el desánimo en la lucha por mejorar.
I. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las
aguas, así te desea mi alma, oh Dios... ¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara
de Dios?1.
Así rezamos en la liturgia de la Misa. El ciervo que busca saciar su sed en la
fuente es la figura que emplea el salmista para descubrir el deseo de Dios que
anida en el corazón de un hombre recto: ¡sed de Dios, ansias de Dios! He aquí
la aspiración de quien no se conforma con los éxitos que el mundo ofrece para
satisfacer las ilusiones humanas. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo
el mundo, si luego pierde su alma?2.
Esta pregunta de Jesús nos sitúa de un modo radical ante el grandioso horizonte
de nuestra vida, de una vida cuya razón última está en Dios. ¡Mi alma
tiene sed de Dios! Los santos fueron hombres y mujeres que tuvieron un
gran deseo de saciarse de Dios, aun contando con sus defectos. Cada uno de
nosotros puede preguntarse: ¿tengo verdaderamente ganas de ser santo? Es más,
¿me gustaría ser santo? La respuesta sería afirmativa, sin duda: sí. Pero
debemos procurar que no sea una respuesta teórica, porque la santidad para
algunos puede ser «un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un
fin concreto, una realidad viva»3.
Nosotros queremos hacerla realidad con la gracia del Señor.
Así te desea mi alma, oh Dios. Hemos de comenzar por fomentar en nuestra alma el
deseo de ser santos, diciendo al Señor: «quiero ser santo»; o, al menos, si me
encuentro flojo y débil, «quiero tener deseos de ser santo». Y para que se
disipe la duda, para que la santidad no se quede en sonido vacío, volvamos
nuestra mirada a Cristo: «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el
Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese
su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y
consumador: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto (Mt 5, 48)»4.
Él es el iniciador. Si no fuera así, nunca se nos
habría ocurrido la posibilidad de aspirar a la santidad. Pero Jesús la plantea
como un mandato: sed perfectos, y por eso no es extraño que la
Iglesia haga sonar con fuerza esas palabras en los oídos de sus hijos: «Quedan,
pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar
insistentemente la santidad y la perfección dentro de su estado»5.
Como consecuencia, ¡qué clara ha de ser nuestra ansia
de santidad! En la Sagrada Escritura, el profeta Daniel es llamado vir
desideriorum, «varón de deseos»6.
¡Ojalá cada uno mereciese ese apelativo! Porque tener deseos, querer ser
santos, es el paso necesario para tomar la decisión de emprender un camino con
el firme propósito de recorrerlo hasta el final: «... aunque me canse, aunque
no pueda, aunque reviente, aunque me muera»7.
«Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de
amor, de olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás
alguna vez a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos
cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de
deseos”.
»Deseos operativos, que has de poner en práctica en la
tarea cotidiana»8.
Por tanto, es preciso que examinemos si nuestros
deseos de santidad son sinceros y eficaces; más aún, si los tomamos como una
«obligación» –como hemos visto que dice el Concilio Vaticano II– de fiel
cristiano, que responde a los requerimientos divinos. En ese examen quizá
encontremos la explicación de tanta debilidad, de tanta desgana en la lucha
interior. «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro
quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los
honores o como un pobrecito sensual su placer?
»—¿No? —Entonces no quieres»9.
Alimentemos esos deseos con la virtud de la esperanza:
solo se puede querer eficazmente algo cuando hay esperanza de conseguirlo. Si
se considera imposible, si pensamos que una meta no es para nosotros, tampoco
la desearemos realmente; y nuestra esperanza teologal se fundamenta en Dios.
II. La conversión
del centurión Cornelio, que se lee en la Primera lectura de la Misa, demuestra
que Dios no hace acepción de personas. San Pedro explica a los demás lo que ha
sucedido: el Espíritu Santo descendió sobre ellos, así como sobre
nosotros al principio10.
La fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni
barreras. Tampoco –como en el caso de Cornelio, que no pertenecía a la raza ni
al pueblo judío– en nuestra vida personal. Por una parte, hemos de desear ser
santos; por otra, si Dios no construye la casa, en vano trabajan los
que la edifican11.
La humildad nos llevará a contar siempre y ante todo con la gracia de Dios.
Luego vendrá nuestro esfuerzo por adquirir virtudes y por vivirlas
continuamente; junto a ese empeño, nuestro afán apostólico, pues no podemos
pensar en una santidad personal que ignora a los demás, que no se preocupa de
la caridad, porque eso es un contrasentido; y, por último, nuestro deseo de
estar con Cristo en la Cruz, es decir, de ser mortificados, de no rehuir el
sacrificio ni en lo pequeño, ni en lo grande si es preciso.
Hemos de estar prevenidos para no acercarnos a Dios
con regateos, sin renuncias, tratando de hacer compatible el amor a Dios con lo
que no le agrada. Debemos vigilar para alimentar continuamente en la oración
nuestros deseos de santidad, pidiendo a Dios que sepamos luchar todos los días,
que sepamos descubrir en el examen de conciencia en qué puntos se está apagando
nuestro amor. Los deseos de santidad se harán realidad en el cumplimiento
delicado de nuestros actos de piedad, sin abandonarlos ni retrasarlos por
cualquier motivo, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo ni por los
sentimientos, pues «el alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacer
lo que pueda para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho
todo lo que puede, no se queda satisfecha, pues piensa que no ha hecho nada»12.
La humildad es la virtud que no nos dejará
satisfacernos ingenuamente en lo que hemos hecho ni quedarnos solo en
deseos teóricos, pues siempre nos hará ver que podemos hacer más para
traducir en obras de amor nuestros deseos, impidiendo que la realidad de
nuestros pecados, ofensas y negligencias dé por tierra con nuestras ilusiones.
La humildad, pues, no corta las alas a los deseos, sino al contrario: nos hace
comprender la necesidad de recurrir a Dios para convertirlos en realidades. Con
la gracia divina haremos todo lo posible para que las virtudes se desarrollen
en nuestra alma, quitando obstáculos, alejándonos de las ocasiones de pecar y
resistiendo con valentía a las tentaciones.
III. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Es compatible esa sed con la
experiencia de nuestros defectos e incluso de nuestras caídas? Sí, porque
santos son, no los que no han pecado nunca, sino los que se han
levantado siempre. Renunciar a la santidad porque nos vemos llenos de
defectos es un modo encubierto de soberbia y una evidente cobardía, que acabará
ahogando nuestras ansias de Dios. «Es propio de un alma cobarde y que no tiene
la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor, el abatirse demasiado
y sucumbir ante las adversidades»13.
Dejar a Dios, abandonar la lucha porque tenemos
defectos o porque existen adversidades es un grave error, una tentación muy
sutil y muy peligrosa, que nos puede llevar a una manifestación de soberbia,
que es la pusilanimidad, falta de ánimo y valor para tolerar las desgracias o
para intentar cosas grandes. Quizá no necesitemos hacernos falsas ilusiones,
porque quisiéramos ser santos en un día, y eso no es posible, salvo que Dios
decidiera hacer un milagro, que no tiene por qué hacer, ya que nos da continua
y progresivamente –por conductos ordinarios– las gracias que necesitamos.
El deseo de ser santos, cuando es eficaz, es el
impulso consciente y decidido que nos lleva a poner los medios necesarios para
alcanzar la santidad. Sin deseos, no hay nada que hacer; ni siquiera se
intenta. Con deseos solo, no basta. «Hay pues, que tener paciencia, y no
pretender desterrar en un solo día tantos malos hábitos como hemos adquirido,
por el poco cuidado que tuvimos de nuestra salud espiritual»14.
Dios cuenta con el tiempo y tiene paciencia con cada
uno de nosotros. Si nos desanimamos ante la lentitud de nuestro adelanto
espiritual, hemos de recordar lo pésimo que es apartarse del bien, detenerse
ante la dificultad y descorazonarse por nuestros defectos. Precisamente Dios
puede concedernos más luz para ver mejor nuestra conciencia y para que
emprendamos con más ánimo la lucha en nuevos frentes de batalla, recordando que
los santos se han considerado siempre grandes pecadores, de ahí que procurasen
esforzadamente acercarse más a Dios por medio de la oración y de la
mortificación, confiados en la misericordia divina: «Esperemos con paciencia
que vamos a mejorar y, en vez de inquietarnos por haber hecho poca cosa en el
pasado, procuremos con diligencia hacer más en el futuro»15.
Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te
desea mi alma, oh Dios. Mantengamos vivo
el deseo de Dios; encendamos cada día la hoguera de nuestra fe y de nuestra
esperanza con el fuego del amor a Dios, que aviva nuestras virtudes y quema
nuestra miseria, y saciaremos nuestra sed de santidad con el agua que salta
hasta la vida eterna16.
1 Sal.
41. Salmo responsorial. —
2 Mt 16,
26. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 96. —
4 Conc.
Vat. II, Lumen gentium, 40. —
5 Ibídem,
42. —
6 Dan 9,
23. —
7 Santa
Teresa, Camino de perfección, 21, 2. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 628. —
9 ídem, Camino,
n. 316. —
10 Hech 11,
15-17. —
11 Sal 126,
1. —
12 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1. —
13 San
Basilio, Homilía sobre la alegría, en F. Fernández
Carvajal, Antología de textos, n. 1781. —
14 J.
Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, 11ª
ed., Madrid 1986, p. 14. —
15 Ibídem,
pp. 24-25. —
16 Cfr. Jn 4,
14.
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