Por Marco Negrón
Cuando desde la
Facultad de Arquitectura, mediando la década de 1990, iniciamos las gestiones
para obtener la declaratoria de la Ciudad Universitaria de Caracas como
Patrimonio de la Humanidad, sabíamos que no se podía esperar un gran apoyo
económico por parte de Naciones Unidas pero que, en cambio, ello ayudaría a
sensibilizar y concienciar a las instituciones públicas y privadas del país
para aportar recursos específicos para contribuir a su mantenimiento y
conservación.
Pero lo que no se podía
prever eran las características del régimen que se instauraría en 1999, menos
todavía la saña que desplegaría contra las universidades, en particular contra
la UCV, incluso contra esa misma planta física que en el 2000 recibiría tan
apreciado reconocimiento.
Estábamos conscientes
de que, en un país con la débil tradición de mantenimiento del nuestro y los
hábitos de dependencia del Estado sembrados por el rentismo, las primeras
resistencias a vencer serían las internas: la CUC es un patrimonio vivo,
sometido tanto a la presión de una población estudiantil que supera largamente
aquella para la que fue proyectada como a la necesidad de incorporar nuevos
equipamientos que, de no procederse con la cautela y sabiduría requeridas,
podrían tener impactos muy negativos para su preservación.
Aunque expresaran
orgullo, a la mayoría de los profesores y de las autoridades no les iba a ser
fácil entender a cabalidad las implicaciones de ese nuevo estatus: para un
Decano de Farmacia o de Odontología lo apremiante sería, con seguridad, ampliar
sus espacios de docencia e investigación o incorporar nuevos equipos, no
previstos en el proyecto original; a otro tampoco le iba a importar demasiado
que una improvisada oficina administrativa desnaturalizara una noble rampa en
voladizo y, a la vez, cegara un mural de Víctor Valera. Máxime si lo había
autorizado la antigua (y burocratizada) Oficina de Planeamiento.
Para el sedicente
socialismo bolivariano, aunque en sus más altos niveles de dirección exhibe o
ha exhibido gran número profesores de la UCV, incluidos docentes de la Facultad
de Arquitectura, y hasta algún Rector, el tema del patrimonio ha sido
totalmente irrelevante cuando no irritante: no es sólo que jamás se ha movido
un dedo para asignarle recursos, sino que incluso ha reinado el silencio
cómplice ante las muchas agresiones de que ha sido objeto desde la bufonesca
“toma” de la sala del Consejo Universitario en marzo de 2002 por un grupo de
estudiantes crónicos afectos al régimen.
Y la CUC tuvo la mala
suerte de ser declarada Patrimonio de la Humanidad cuando daba sus primeros
pasos el que, dos décadas después, nadie duda en calificar como el más funesto
y depredador gobierno de nuestra historia republicana; también el más hostil al
talento.
La vista de la cubierta
colapsada suscita inmediatamente la imagen de un fracaso como sociedad, de la
incapacidad para alcanzar esa modernidad (la nuestra, la auténticamente
nuestra) tan largamente perseguida. Pero no es la única, aunque sí, quizá, la
más impactante: ella ha sido precedida por otras experiencias menos
espectaculares o menos perceptibles como el indetenible deterioro del puente
sobre el Lago de Maracaibo; la chatarrización de uno de los mejores sistemas
eléctricos de toda la región; el progresivo colapso de las ciudades históricas,
pero también de las fundadas bien entrado el siglo XX, como ocurre con Ciudad
Guayana.
El genio poético de
Octavio Paz le permitió resumir en una breve frase el rol esencial que han
jugado las ciudades en el desarrollo de la sociedad humana, del mismo ser
humano: “una civilización es ante todo un urbanismo”.
En distinto grado, el
colapso de la cubierta del pasillo de la CUC tiene varios responsables que en
su momento tendrán que rendir cuentas, pero el mal de origen hunde sus raíces
en la ciénaga de un régimen tan hinchado de soberbia como ayuno de
conocimiento, único desde los tiempos de Boves que ha logrado la
infame hazaña de destruir nuestras ciudades y, con ellas, nuestra civilización.
Dos décadas deberían bastar para entender que, mientras ese disparate llamado
socialismo bolivariano siga rigiendo los destinos del país, la erosión será
imparable. Hoy pudiéramos estar cerca del punto de no retorno.
07-07-20
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