Fernando Mires 08 de enero de 2021
@FernandoMiresOl
No siempre cuando pronunciamos una mismo significante
aludimos a un similar significado. Sucede con uno de los más usados: populismo.
Por lo general lo aplicamos en tres sentidos. Primero, el menos importante - y,
como tal, lo descartamos de inmediato -: como descalificación de un movimiento,
partido o persona. Segundo, como sustantivo concreto, vale decir, como una cosa
en sí, perfectamente medible, descriptible, explicable. Tercero, como un
significante difuso, elusivo y difícil de sustancializar.
Ahora bien, escuchen: aunque aparezca escandaloso, parece
que la tercera interpretación es la más exacta. ¿Cómo puede ser más exacta una
noción que apela a la difusión, a la elusividad y a la mutabilidad de un hecho?
- preguntarán algunos -. Mi respuesta solo puede ser la siguiente: el populismo
no es un “objeto-cosa” sino un “objeto-idea” y eso significa, antes que nada,
que es un sustantivo abstracto cuya concreción puede ser múltiple, dependiendo
del material que utilizamos como objeto de análisis.
Para usar ejemplos, los objetos de análisis privilegiados
por los estudiosos del fenómeno populista han sido dos: el populismo
latinoamericano, desde el matrimonio Perón y Getulio Vargas en los años
cuarenta, hasta llegar a Chávez y Evo Morales en los ochenta, y el emergente
populismo –nacional europeo que irrumpe como respuesta a las masivas
migraciones, sobre todo a las provenientes de países islámicos. Autores que han
analizado estos fenómenos suman cientos. No obstante, haciendo una selección
extrema entre quienes han ofrecido “modelos” paradigmáticos, destacan dos:
Ernesto Laclau, desde fines del siglo pasado y Yasha Mounk, en nuestros días.
Para ambos autores, Laclau y Mounk, el concepto de populismo tiene un carácter
libre de valoraciones morales y moralistas. Y esto es importante.
Para Laclau el populismo es un fenómeno que se
define por la acción política del pueblo, entendido como un
conjunto articulado por intereses diferentes y contradictorios
entre sí. De este modo, una estrategia política con vocación de victoria, no
puede, según Laclau, prescindir de su participación en un movimiento
populista. Fue el caso del movimiento obrero argentino cuando al
sumirse en la marea peronista obtuvo conquistas sociales imposibles de
lograr si hubiera actuado, no como parte del pueblo,
sino solo como “clase” (Hegemonía y estrategia socialista,
1987)
De acuerdo a la neutralidad del concepto aplicada
por Laclau, puede haber populismos fascistas, democráticos, religiosos,
dependiendo eso de la relación hegemónica que se constituye al
interior del movimiento. Por esa misma razón, las demandas e intereses del
movimiento forman cadenas de
equivalencias que asumen formas difusas pero muy
simbólicas de liderazgo y, por lo mismo, desde el punto de vista
ideológico, muy incoherentes (La razón populista, 2005).
La relación entre representación y representados, o lo que es parecido, entre
significante
y significado, aparece entonces como una relación necesariamente dislocada, desprovista
de toda racionalidad previamente adjudicada.
Mounk (El pueblo contra la democracia), a
diferencia de Laclau, sin desconocer las posibilidades de ampliación del
término, enfoca su análisis solo sobre un tipo de populismo: el que se da en el
periodo de transición entre una sociedad mono-étnica y una multi-étnica,
aparecida esta última como consecuencia de uno de los fenómenos históricos que,
al parecer, incidirá en la configuración de la historia del siglo XXl: un
periodo probablemente largo donde tendrá lugar el fin del concepto tradicional de
la nación política. En tal sentido, una de las formaciones hegemónicas de
nuestro tiempo derivaría de una fusión muy peligrosa entre nacionalismo y
populismo cuyos antecedentes históricos fueron, sin duda, los fascismos del
siglo XX.
Sin citar a Laclau, Mounk reconoce que los movimientos
populistas pueden portar demandas democráticas, pero - y ahí está el nudo de su
argumentación - i-liberales. Sin proponérselo tal vez, concuerda con Laclau en
que no todo lo que es liberal es democrático, ni todo lo que es democrático es
liberal. La diferencia es que Laclau, siguiendo una tradición latinoamericana –
sobredeterminante en sus escritos - toma partido por la democracia directa en
contra del liberalismo político (en ese punto sigue a Carl Schmitt) y Mounk, de
acuerdo a su tradición europea, levanta como bandera de lucha la defensa de los
derechos liberales en contra del “democratismo” pregonado por determinados
líderes y organizaciones populistas. En ese punto, Mounk avanzó hacia donde no
llegó Laclau.
Mientras Laclau permaneció atrapado en sus análisis del
populismo como movimiento, Mounk analiza al populismo como gobierno e, incluso,
como forma de Estado. En ese punto llega a una conclusión ya esbozada en su
tiempo por Hannah Arendt: las demandas de los movimientos de masas
políticamente organizadas suelen terminar con la instalación de dictaduras. O
como dijo en el Capítulo 10 de los Orígenes del totalitarismo: “La
dominación total no es posible sin movimientos de masa y sin la, por ella
misma, aterrorizada masa”. El populismo, visto así, se materializa en el Estado
populista cuya dominación tiende a ser total.
Arendt, claro está, no utiliza el concepto de populismo.
No obstante su alusión a los movimientos de masas que surgen de la
“desintegración de la sociedad de clases” son compatibles con lo que los
autores aquí mencionados entienden por populismo. De ahí que, si dejamos de
lado el nombre baustismal, podríamos concluir en que Arendt proporciona
herramientas para analizar el populismo contemporáneo llevándonos a deducciones
diferentes a las que llegaron Laclau y Munk.
Veamos: a diferencias de Laclau y Mounk, que parten de la
existencia autónoma del hecho político, Arendt enlaza este hecho con un
fenómeno social: la desintegración de la sociedad de clases. Así, las masas
(populistas según categorías actuales) aparecen sobre el vacío político que
deja detrás de sí la desintegración social. Dicha óptica permite contrarrestar
la visión optimista de Laclau quien vio en la inserción de la clase obrera
argentina en el marco populista, una expresión consciente de una conciencia de
clase. Arendt, en cambio, siguiendo las huellas de los movimientos fascistas y
comunistas, advirtió la masificación del movimiento obrero cuando, inserto en
un conjunto social amorfo, acusa los síntomas de su contorno, para
transformarse en un ingrediente más de la masa y, por lo mismo, “amasable” por
un gobierno autoritario o dictatorial.
El destino de las organizaciones obreras bajo gobiernos
comunistas y fascistas habla más favor de la tesis de Arendt que de la de
Laclau. También en contra de algunas tesis de Mounk, para quien el conflicto
fundamental tiene lugar en una esfera ideológica, a saber: la contradicción
entre democracia liberal y democracia i-liberal que levantan los populismos modernos.
Arendt habría estado de acuerdo con Mounk en que el
pueblo no es democrático por naturaleza y que, para serlo, precisa de
instituciones democráticas, principal blanco de todos los populismos, habidos y
por haber. Mounk, tal vez sin proponérselo, más cerca de Arendt que de Laclau,
enfoca el populismo en sus dos formas: como movimiento y como gobierno. Pero
Laclau a su vez, está más cerca de Arendt que de Mounk cuando ve en el
populismo la articulación de demandas diversas, a veces disociadas entre sí.
En la práctica, todos los movimientos populistas han sido
pluri- temáticos. Incluso los movimientos populistas actuales analizados por
Mounk, quien los define como nacionalistas e i-liberales, han ido incorporando
nuevas temáticas en el curso de su desarrollo. El mismo Mounk lo constata: en
un comienzo antidemocráticos, tales movimientos han llegado a representar un
democratismo radical, anti-institucional y anti-liberal (Le Pen-hija en contra
de Le Pen-padre en Francia, es un buen ejemplo) dando origen a sub-movimientos
que dependen de una sola cabeza. Hoy, por ejemplo, en medio de la pandemia,
vemos a militantes organizados manifestando, haciendo alarde de un democratismo
extremo, en contra de las medidas restrictivas aplicadas por los diversos
gobiernos europeos. En Alemania por ejemplo, mientras un sub- movimiento de AfD
llamado Pegida hace manifestaciones en contra de los emigrantes, otro
sub-movimiento llamado los Querdenkers (algo así como
“pensadores transversales”) agita a favor de una liberación de “la dictadura de
los virólogos” encabezada por Angela Merkel.
Según Mounk – a quien deberemos analizar con más
intensidad en próximas ocasiones - el populista más completo de nuestro tiempo
es, sin duda, Donald Trump.
El trumpismo es pluri-temático y como el antiguo fascismo
europeo, roba de todas partes. A los conservadores robó los emblemas de la
familia, del orden público, del anti-aborto, del derecho a la defensa armada. A
los izquierdistas robó la idea de la “democracia de base”, del anti-establischment,
de la lucha en contra de las elites y del estado. A los liberales robó el
liberalismo económico, llevándolo a sus extremos más salvajes. E incluso a los
anarquistas, robó la idea de la lucha en contra de las instituciones a las que
el mismo Trump se ha encargado de desprestigiar durante el periodo
post-electoral. Y todo eso articulado con un nacionalismo extremo que convierte
en enemigo externo a competidores como China y en enemigo interno a los
emigrantes latinos.
El gobierno de Trump ha terminado. El trumpismo como
movimiento, no. Si asumimos esa posibilidad, el asalto al Capitolio perpetrado
el 6-E por el populacho trumpista, puede que no lleve al fin del carisma del
populismo trumpista. Es de temer incluso que sea solo su comienzo. El trumpismo
post-Trump podría llegar así a convertirse – precisamente porque ya no es
gobierno - en el populismo matriz de nuestra era.
Vivimos tiempos interesantes y, por lo mismo, peligrosos.
De eso no cabe duda.
Tomado de: https://polisfmires.blogspot.com/2021/01/fernando-mires-los-rostros-del-populismo.html?spref=tw
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