Francisco Fernández-Carvajal 12 de junio de 2021
@hablarcondios
— El
Señor se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas.
— Las
dificultades que encontremos en el apostolado no nos deben desanimar. El Señor
cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro
vivir cotidiano.
— El
Señor es nuestra fortaleza. Empeño por rechazar los falsos respetos humanos que
nos impidan dar a conocer la doctrina de Jesucristo.
I. Esto
dice el Señor Dios: Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus
ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte
elevado: la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y
dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán
al abrigo de sus ramas. Con estas bellas imágenes nos recuerda el profeta
Ezequiel1, en la Primera lectura de la Misa, cómo Dios
se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas. Es también la
enseñanza que Jesús nos propone en el Evangelio. El Reino de Dios se
parece a un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más
pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa
ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas2.
El
Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran
la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos
y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a
los fuertes3.
Con miras humanas es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la
doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente
innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza
–comenta San Juan Crisóstomo– les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la
predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo4.
Somos
nosotros también ese grano de mostaza en relación a la tarea que nos encomienda
el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los
medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del
apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que
tendremos siempre la ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces
más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el
Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que nos encomienda. «En las
horas de lucha y contradicción, cuando quizá “los buenos” llenen de obstáculos
tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de
mostaza y de la levadura. —Y dile: “edissere nobis parabolam” —explícame la
parábola.
»Y
sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo
de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada»5.
Si no
perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos
siempre firmes y fieles a lo que Él espera de cada uno; si no mirásemos a
Jesús, encontraríamos pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y
abandonaríamos la tarea. Con el Señor lo podemos todo.
II. Los
Apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en
sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal.
San Pablo describe así la sociedad romana y el mundo pagano en general, que
había oscurecido enormemente, en muchos aspectos, la luz natural de la razón y
se había quedado como ciego para ver la misma dignidad del hombre: Por
lo cual, Dios los abandonó a los deseos de su corazón, a los vicios de la
impureza (...). Por eso los entregó Dios a pasiones infames (...). Pues como no
quisieron reconocer a Dios, los entregó a un réprobo sentido, de suerte que han
hecho cosas indignas de hombre, quedando atestados de toda suerte de iniquidad,
de malicia, de fornicación, de avaricia, de perversidad, llenos de envidia,
homicidas, pendencieros, fraudulentos, malignos, chismosos, infamadores,
enemigos de Dios, ultrajadores, soberbios, altaneros, inventores de vicios,
desobedientes a sus padres, desgarrados, desamorados, desleales, despiadados6.
Y desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la
semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una
fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a
Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un
apostolado eficaz, trabajando codo a codo, en las mismas profesiones que los
demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran
directamente en contra de las de Dios. Verdaderamente, la primitiva
Cristianidad, en Jerusalén, Antioquía o Roma, era como un grano de mostaza,
perdido en la inmensidad del campo.
Los
obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra
sociedad signos semejantes, o iguales, a los del tiempo de San Pablo. El Señor
cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro
vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestra mano,
aunque nos parezca poca cosa –tan poca cosa como unos insignificantes granos de
mostaza–, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el
sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos. Quizá ese «poco» que sí está
a nuestro alcance puede ser aconsejar a la vecina o al compañero de Facultad un
buen libro que hemos leído; ser amable con el cliente, con el pasajero, con el
subordinado; comentar un buen artículo del periódico; prestar esos pequeños
servicios que entraña toda convivencia; rezar por el amigo enfermo (o por el
hijo del amigo), pedir que recen por nosotros, facilitar la Confesión... y,
siempre, una vida ejemplar y sonriente. Toda vida puede y debe ser apostolado
discreto y sencillo, pero audaz. Y esto será posible, como quiere el Señor, si
nos mantenemos bien unidos a Él, si procuramos huir seriamente del
aburguesamiento, de la tibieza, de la desgana: «Este tiempo que nos ha tocado
vivir requiere de modo especialísimo que sintamos seriamente el deber de
mantenernos siempre vibrantes y encendidos. Pero lo lograremos, únicamente, si
luchamos. Solo el que se esfuerza con tenacidad se hace idóneo para este
servicio de paz –de la paz de Cristo– que hemos de prestar al mundo»7.
III. El
anuncio del Evangelio, realizado las más de las veces por compañeros de
profesión, de oficio o de vecindad, significó para familias enteras un cambio
radical de vida y la salvación eterna; para otros resultó escándalo y, para
muchos, necedad8.
San Pablo declara a los cristianos de Roma que él no se avergüenza del
Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el
que cree9. Y comenta San Juan Crisóstomo: «Si hoy alguien se te acerca y
te pregunta: “Pero ¿adoras a un crucificado?”, lejos de agachar la cabeza y de
sonrojarte de confusión, saca de este reproche ocasión de gloria, y que la
mirada de tus ojos y el aspecto de tu rostro muestren que no tienes vergüenza.
Si vuelven a preguntarte al oído: “¡Cómo!, ¿adoras a un crucificado?”,
contesta: “¡Sí!, yo lo adoro” (...). Yo adoro y me glorío de un Dios
crucificado que, con su Cruz, redujo al silencio a los demonios y eliminó toda
superstición: ¡para mí su Cruz es el trofeo inefable de su benevolencia y de su
amor!»10. Es una bella respuesta que podemos hacer nuestra.
De los
primeros cristianos debemos aprender nosotros a no tener falsos respetos
humanos, a no temer el «qué dirán», a mantener viva la preocupación de dar a
conocer a Cristo en cualquier situación en la que nos encontremos, con la
conciencia clara de que es el tesoro que hemos hallado11, la
perla preciosa12 que
encontramos después de mucho buscar. La lucha contra los respetos humanos no
debe cesar en ningún momento, pues no será infrecuente el encontrar un clima
adverso, cuando no escondemos nuestra condición de cristianos que siguen a
Jesús de cerca y quieren ser consecuentes con la doctrina que profesan. Muchos
que se dicen cristianos, pero con una postura poco valiente a la hora de dar
testimonio de su fe, parecen valorar más la opinión de los demás que la de
Jesucristo, o se dejan llevar por la fácil comodidad de seguir la corriente, de
no significarse, etc. Esta actitud revela debilidad de carácter, falta de
convicciones profundas, poco amor a Dios. Es lógico que alguna vez nos cueste
comportarnos como somos, como cristianos que quieren vivir la fe que profesan
en todos los momentos y situaciones de su vida; y esas serán excelentes
ocasiones para mostrar nuestro amor al Señor, dejando a un lado los respetos
humanos, la opinión del ambiente, etc., pues no nos ha dado Dios un
espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences
jamás del testimonio de nuestro Señor13,
exhortaba San Pablo a Timoteo, a quien él mismo había acercado a la fe.
Esta
fue siempre la actitud de quienes nos precedieron en la tarea de cristianizar
el mundo. Y antes incluso. Tenemos el ejemplo de Judas Macabeo, en momentos muy
difíciles, cuando el santuario quedó desolado como el desierto y muchos
en Israel se acomodaron a este culto, sacrificando a los ídolos y profanando el
sábado14. Judas, al frente de sus hermanos, siguiendo el ejemplo de su
padre, Matatías, se rebeló contra aquella iniquidad y, por el honor de Dios,
supieron combatir alegremente los combates de Israel15.
Judas Macabeo nos dejó la razón de su victoria: Al cielo le da lo mismo
salvar con muchos que con pocos; que en la guerra no depende la victoria de la
muchedumbre del ejército, sino de la fuerza de unos cuantos16.
Siempre ha sido así en las cosas de Dios; desde los principios de la Iglesia
hasta nuestros días. Dios se vale de lo poco para sus obras.
Tampoco a nosotros nos faltará su ayuda. Él hará que lo poco se
vuelva una fuerza grande allí donde estamos.
En la
Cruz encontraremos también nosotros el poder y la valentía que necesitamos.
Miramos a Santa María: «No le arredra el clamor de la muchedumbre, ni deja de
acompañar al Redentor mientras todos los del cortejo, en el anonimato, se hacen
cobardemente valientes para maltratar a Cristo.
»Invócala
con fuerza: “Virgo fidelis!” —¡Virgen fiel!, y ruégale que los que nos decimos
amigos de Dios lo seamos de veras y a todas las horas»17.
1 Ez 17,
22-24. —
2 Mc 4,
31-32. —
3 1
Cor 1, 27. —
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 46. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 695. —
6 Rom 1,
24-31. —
7 A.
del Portillo, Carta 8-XII-1976, n. 4. —
8 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
9 Cfr. Rom 1,
16. —
10 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a los Romanos,
2. —
11 Cfr. Mt 13,
44. —
12 Cfr. Mt 13,
45-46. —
13 2
Tim 1, 7-8. —
14 1
Mac 1, 41. —
15 1
Mac 3, 2. —
16 1
Mac 3, 18-19. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 51.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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