Francisco Fernández-Carvajal 08 de junio de 2021
@hablarcondios
—
Necesidad de la gracia para realizar el bien.
— Las
gracias actuales.
—
Correspondencia.
I. La
naturaleza humana perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que
había sido elevada por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la
integridad y del orden interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de
la suficiente fortaleza en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales
que conoce. Obrar el bien se hizo difícil después de la aparición del pecado
sobre la tierra. Y «esto es lo que explica la íntima división del hombre
–enseña el Concilio Vaticano II–. Toda la vida humana, la individual y la
colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas»1.
La
ayuda de Dios nos es absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a
la vida sobrenatural. No es que nosotros seamos capaces de pensar algo
como propio, sino que nuestra capacidad viene de Dios2. Además, tras el pecado de origen esa ayuda se hace más
necesaria. «Nadie por sí y por sus propias fuerzas se libera del pecado y se
eleva sobre sí mismo; nadie queda completamente libre de su debilidad, o de su
soledad, o de su esclavitud»3; todos tenemos necesidad de Cristo modelo, maestro, médico,
liberador, salvador, vivificador4. Sin Él nada podemos; con Él, lo podemos todo.
Aunque
la naturaleza humana no está corrompida por el pecado de origen, experimentamos
–incluso después del Bautismo– una tendencia al mal y una dificultad para hacer
el bien: es el llamado fomes peccati o concupiscencia, que
–sin ser en sí mismo pecado– procede del pecado y al pecado se inclina5. La misma libertad, aunque no ha sido suprimida, está
debilitada.
Entendemos
así, a la luz de esta doctrina, que nuestras buenas obras, los frutos de
santidad y apostolado, son en primer lugar de Dios; en segundo término –muy en
segundo término–, resultado de haber correspondido como instrumentos, siempre
flojos y desproporcionados, de la gracia. El Señor nos pide que tengamos en
cuenta siempre la pobreza de nuestra condición, evitando el peligro de una
fatua vanidad. Porque a menudo –afirma San Alfonso María de Ligorio–, «el
hombre dominado por la soberbia es un ladrón peor que los demás, porque roba no
bienes terrenos, sino la gloria de Dios (...). En efecto, según el Apóstol, por
nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni siquiera tener un buen
pensamiento (cfr. 2 Cor 3, 5) (...). Y ya que esto es así,
cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: Te devolvemos, Señor, lo
que de tu mano recibimos (1 Cron 29, 14)»6. Esto hemos de hacer con cualquier fruto que nos encontremos
en las manos: ofrecerlo de nuevo a Dios, pues bien sabemos que lo malo, la
deficiencia, es nuestra; la belleza y la bondad son de Él.
II. Como
observamos en las páginas del Evangelio, los encuentros de aquellos hombres y
mujeres con Cristo fueron únicos e irrepetibles: Nicodemo, Zaqueo, la mujer
adúltera, el buen ladrón, los Apóstoles... La acción de Dios ya había preparado
lentamente aquellas almas para que se abrieran al Señor en el momento oportuno;
así mismo, tras ese encuentro singular y determinante, la gracia de Dios les
acompañará, buscando y realizando en sus almas nuevas conversiones, nuevos
progresos. Otros personajes no correspondieron, total o parcialmente, a la luz
de Dios. Nuestros encuentros con Cristo también han sido irrepetibles y únicos,
como los de estas gentes que le hallaron en tierras de Galilea, junto al lago
de Genesaret, en Jerusalén o en un pueblo cualquiera a su paso por Samaria.
Jesús está igualmente presente en nuestro vivir, y también recibimos, por la
bondad de Dios, mociones y ayudas para acercarnos a Él, para acabar con
perfección un trabajo, para hacer una mortificación o un acto de fe, para
vencernos por amor de Dios en algo que nos cuesta...: son las gracias
actuales, dones gratuitos y transitorios de Dios que en cada alma
desarrollan sus efectos de una manera particular. ¡Cuántas hemos recibido
nosotros cada jornada! ¡Cuántas más recibiremos si no cerramos la puerta del
alma a esa acción callada y eficacísima del Santificador!
Con la
gracia, Dios otorga a cada hombre, a cada mujer, no solo la facilidad para
realizar el bien, sino incluso la misma posibilidad de realizarlo, porque las
criaturas no somos capaces de cumplir –con nuestras solas fuerzas– los
mandamientos y hacer otras obras sobrenaturalmente buenas. Sin Mí, nada
podéis hacer7, dijo terminantemente el Señor. Y San Pablo enseña que la
salvación no es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios,
que usa de misericordia8, de una constante e infinita misericordia. ¡Bien experimentado
lo tenemos!
El
Espíritu Santo nos ilumina para que conozcamos la verdad, nos inspira y nos
mueve, antecediendo, acompañando y perfeccionando las buenas acciones. Dios
es el que obra en vosotros, por efecto de su buena voluntad, no solo el querer,
sino el ejecutar9. Sin embargo, la gracia no suprime la libertad, pues somos
nosotros quienes queremos y actuamos.
Hemos
de pedir al Señor la sabiduría práctica de apoyarnos siempre en Él y no en
nosotros, de buscar en Él la fortaleza y no en la habilidad de nuestra
inteligencia o en otros recursos personales; hemos de escuchar a menudo, en la
vida práctica, la amorosa advertencia del Maestro: sin Mí, nada podéis
hacer. En la vida sobrenatural seremos siempre principiantes,
empeñándonos con la docilidad y aplicación de un niño que en todo necesita de
sus mayores. San Francisco de Sales ilustra con este ejemplo la delicadeza del
amor de Dios por los hombres: «Cuando una madre enseña a andar a su hijito, le
ayuda y le sostiene cuanto es necesario, dejándole dar algunos pasos por los
sitios menos peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole, o
tomándole en sus brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor
tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos»10. Así somos nosotros delante de Dios: como niños pequeños que
no acaban de aprender a andar.
A
nosotros nos toca corresponder, manifestar nuestra buena voluntad, comenzar y
recomenzar, siendo sinceros en la dirección espiritual, teniendo el examen
particular (ese punto en el que luchamos de una manera especial) bien
concreto. Nuestras jornadas se resumirán frecuentemente en: pedir
ayuda, corresponder y agradecer.
III. Dios
trata a cada alma con infinito respeto y, por eso, porque Él no fuerza nuestra
voluntad, el hombre puede resistir a la gracia y hacer estéril el deseo divino.
De hecho, a lo largo del día, quizá en cosas pequeñas, decimos que no a
Dios. Y hemos de procurar decir muchas veces sí a lo que el
Señor nos pide, y no al egoísmo, a los impulsos de la
soberbia, a la pereza.
La
respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en el pensamiento, con las
palabras y los hechos11. No basta la sola fe para cooperar adecuadamente: Dios pide
el esfuerzo personal, las obras, las iniciativas, los deseos eficaces... Aunque
Nuestro Señor, con su Muerte en la Cruz, nos mereció un tesoro infinito de
bienes, sin embargo estas gracias no se nos conceden todas de una vez; y su
mayor o menor abundancia depende de cómo correspondemos. Cuando estamos
dispuestos a decir sí al Señor en todo, atraemos una verdadera
lluvia de dones12. La gracia, el amor a Dios, nos inunda cuando somos fieles a
las pequeñas insinuaciones de cada jornada: cuando vivimos el «minuto heroico»
por la mañana y procuramos que nuestro primer pensamiento sea para el Señor,
cuando preparamos la Santa Misa y rechazamos las distracciones que pretenden
alejarnos de lo que importa, cuando ofrecemos el trabajo...
Nadie
podrá decir que ha sido olvidado o desamparado por Dios, si hace cuanto está a
su alcance, porque el Señor concede su auxilio a todos, también a quienes están
fuera de la Iglesia sin culpa propia13. Es más, el Señor, infinitamente misericordioso y paciente,
ha procurado una y otra vez, de mil maneras distintas, la vuelta de quien se
marchó con la herencia y ahora se encuentra en una lamentable situación. Cada
día sale a esperarle y mueve su corazón para que reemprenda el camino que
conduce a la casa paterna. Y cuando encuentra correspondencia a sus gracias se
vuelca en ayudas y bienes, y le anima a subir más y más.
Si, en
esta oración personal, encontramos que nos cuesta corresponder, sigamos este consejo:
«Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh Señora!, para vivir el
ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto, ¡muy alto!
(...)»14. Y cerca de María siempre encontramos a José, su esposo
fidelísimo, que tan bien y con tanta prontitud supo realizar lo que Dios, a
través del Ángel, le iba manifestando. A él podemos acudir a lo largo del día,
para que nos ayude a oír con claridad la voz del Espíritu Santo en tantos
detalles y en ocasiones tan pequeñas, y seamos fuertes para llevarla a la
práctica.
1 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 13. —
2 Primera
lectura de la Misa, Año I, 2 Cor 3, 5. —
3 San
Ireneo, Contra las herejías, 3, 15, 3. —
4 Cfr. Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 8. —
5 Conc.
de Trento, Decr. Sobre el pecado original, 5. —
6 San
Alfonso Mª de Ligorio, Selva de materias predicables, 2, 6.
—
7 Jn 15,
5. —
8 Rom 9,
16. —
9 Flp 2,
13. —
10 San
Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, 3, 4. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen
gentium, 14. —
12 Cfr. Pío XII, Enc. Mystici
Corporis, 29-VI-1943. —
13 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 16. —
14 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 994.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiariasiguiente.aspx
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