Francisco Fernández-Carvajal 05 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
naturaleza humana en estado de justicia y santidad original.
— Solidaridad
de todos los hombres en Adán. Transmisión del pecado original y de sus
consecuencias. La lucha contra el pecado.
—
Orientar de nuevo a Dios las realidades humanas.
I. Puso
Dios al hombre en la cima de la Creación, para que dominase sobre los
peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la
tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella1.
Por eso le dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a
su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las
criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para
que tomara parte en su vida divina2 y
conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas
las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la
gracia santificante3 y
de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia
y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente4.
Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser
humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve
incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo; aunque este es
un ejemplo imperfecto, pues la gracia realiza una transformación mucho más
profunda que la que produce el fuego en el hierro.
Dios
enriqueció además la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la
inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones
preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de
justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del
hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse
al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la
inmortalidad, «no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa
en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a
Dios»5. En Adán, Dios contempla a todo el género humano. El don de
justicia y de la santidad originales «había sido dado al hombre, no como a
persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de
modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres
posteriores»6. Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos
alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el
momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra
sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su
eterna felicidad en el Cielo.
Así
derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y este era el plan divino. Y
para realizarlo, quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia,
de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de
oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra
hemos de ganarnos el Cielo, para toda la eternidad.
II. «La
presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a
imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en
cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los
demás seres espirituales, a la prueba de la libertad»7.
Puso Dios una sola condición al hombre: de todos los árboles del
paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas,
porque el día que de él comieres ciertamente morirás8.
Conocemos por la Sagrada Escritura la triste transgresión de este mandato, y
hoy leemos en la Primera lectura de la Misa9 el
estado en que quedó el hombre. El diablo mismo, bajo la figura de serpiente,
incitó a la primera mujer a desobedecer el mandato divino: tomó de su
fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió10.
Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus
potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de
la inmortalidad, y cayó «en el cautiverio de aquel que tiene el imperio
de la muerte (Hebr 2, 14), es decir, del diablo; y toda la
persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según
el cuerpo y el alma»11.
Fue expulsado del Paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su
propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien,
porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente
cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga
por generación a cada hombre que viene a este mundo. Es una verdad de fe
declarada en ocasiones diversas por la Iglesia12.
La
realidad del pecado original y el conflicto que crea en la intimidad de cada
hombre es un dato comprobable. La fe explica su origen, y todos experimentamos
sus consecuencias. «Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la
experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su
inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su
origen en su santo Creador»13.
Sin la gracia, la criatura humana se percibe impotente para recuperar su propia
dignidad.
Pablo
VI enseña que el hombre nace en pecado, con una naturaleza caída, sin el don de
la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales
y sometida al imperio de la muerte. Además, «el pecado original se transmite
juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación», y «se
halla como propio en cada uno»14.
Se da
una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que «todos se
pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma
naturaleza recibida del primer padre»15.
La solidaridad de la gracia que unía a todos lo hombres en Adán antes de la
desobediencia original, se transformó en solidaridad en el pecado. «Por esto,
de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia
original, se ha transmitido en cambio el desorden»16.
El
espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los
instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón, nos convencen de la
profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueven a luchar contra el
pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo.
«¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad
entera...
»Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50,
7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros
padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas,
cometidas...
»Para
purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de
siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin
mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de
oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo
milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.
»¿Necesitas
más motivos para la contrición?»17.
III. Dios
expulsó a nuestros primeros padres del Paraíso18,
indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de
Dios: en lugar de los dones sobrenaturales, Adán y Eva transmitieron el pecado.
Perdieron la herencia que después habrían de dejar a sus descendientes; ya
entre los primeros hijos de Adán y Eva se dejaron sentir enseguida las
consecuencias del pecado: Caín mata por envidia a Abel. Del mismo modo, todos
los males, personales y sociales, tienen su origen en el primer pecado del
hombre. Aunque el Bautismo perdona totalmente la culpa y la pena del pecado
original y de los pecados personales que pudieran haberse cometido antes de
recibirlo, sin embargo no libra de los efectos del pecado: el hombre sigue
sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte.
El
pecado original fue un pecado de soberbia19.
Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando
buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de
Dios: seréis como dioses20;
son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos
y potencias. Como en los principios, busca también ahora –en muchas ocasiones–
la autonomía que le convierta en árbitro del bien y del mal, y se olvida de su
mayor bien, que consiste en el amor y sumisión a su Creador. Es en Él donde
recupera la paz, la armonía de sus instintos y sentidos, y todos los demás
bienes.
Nuestro
apostolado en medio del mundo nos moverá a situar a cada hombre y a sus obras
(el ordenamiento jurídico, el trabajo, la enseñanza...) en el legítimo lugar
que les corresponde con relación a su Creador. Cuando Dios está presente en un
pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución
alguna para los conflictos que asolan el mundo, para una mayor justicia social,
que no pase antes por un acercamiento a Dios, por una conversión del corazón.
El mal está en la raíz –en el corazón del hombre–, y es ahí donde es necesario
curarle. La doctrina sobre el pecado original operante hoy en el hombre y en la
sociedad, es un punto fundamental en la catequesis y en toda formación que no
conviene olvidar. Ante un mundo que, en ocasiones, parece profundamente
desquiciado, no podemos cruzarnos de brazos como el que nada puede ante una
situación que le supera. No es necesario que intervengamos en las grandes
decisiones, que quizá no nos competen, pero sí hemos de hacerlo en esos campos
que Dios ha puesto a nuestro alcance para que les demos una orientación
cristiana.
Nuestra
Madre Santa María, que «fue preservada inmune de toda mancha de la culpa del
pecado original en el primer instante de su concepción inmaculada por singular
gracia y privilegio»21 de
Dios, nos enseñará a ir a la raíz de los males que nos aquejan, fortaleciendo
ante todo, en cada situación, la amistad con Dios.
1 Gen 1, 26. —
2 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 2. —
3 Cfr. Pío
XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. —
4 Cfr. Conc.
de Trento, Ses. V, can. 1. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 97, a. 1. —
6 ídem, De
malo, q. 4, a. 1. —
7 Juan
Pablo II, Alocución 3-IX-1986. —
8 Primera
lectura de la Misa. Gen 2, 17. —
9 Gen 3,
9-15. —
10 Gen 3,
6. —
11 Conc.
de Trento, Ses. V, can. 1. —
12 Cfr. Conc. de Orange, can.
2.—
13 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
14 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 16. —
15 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 81, a. 1. —
16 Ibídem,
1-2, q. 81, a. 2. —
17 San
Josemaría Escrivá, Via Crucis, IV, 2. —
18 Gen 3,
23. —
19 Cfr. Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 163, a. 1. —
20 Gen 3,
5. —
21 Pío
IX, Bula Ineffabilis Deus, 8-XII-1854.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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