Francisco Fernández-Carvajal 06 de diciembre de 2021
@hablarcondios
—
Confesión de los pecados y propósito de enmienda. Confesión individual,
auricular y completa.
— Ante
el mismo Jesucristo. Confesión frecuente.
— Cada
Confesión, un bien para toda la Iglesia. La Comunión de los Santos y el
sacramento de la Penitencia.
I. Una
voz grita en el desierto: preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa
un camino para nuestro Dios. Que los valles se levanten, que montes y colinas
se abajen, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale1.
El mejor modo de disponer nuestra alma al Señor que llega es preparar muy bien la Confesión. La necesidad de este sacramento, fuente de gracia y de misericordia a lo largo de toda nuestra vida, se pone especialmente de manifiesto en este tiempo en el que la liturgia de la Iglesia nos impulsa y nos anima a esperar la Navidad.
Ella
nos ayuda a rezar pidiendo: Señor Dios, que para librar al hombre de la
antigua esclavitud del pecado enviaste a tu Hijo a este mundo; concede, a los
que esperamos con devoción su venida, la gracia de tu perdón soberano y el
premio de la libertad verdadera2.
La
Confesión es también el sacramento, junto a la Sagrada Eucaristía, que nos
dispone para el encuentro definitivo con Cristo al fin de nuestra existencia.
Toda nuestra vida es un continuado adviento, una espera del instante último
para el que no dejamos de prepararnos día tras día. Nos consuela pensar que es
el mismo Señor quien ardientemente desea que estemos con Él en la tierra
nueva y en el cielo nuevo que nos tiene preparados3.
Cada
Confesión bien hecha es un impulso que recibimos del Señor para seguir
adelante, sin desánimos, sin tristezas, libres de nuestras miserias. Y Cristo
nos dice de nuevo: Ten confianza, tus pecados te son perdonados4,
hijo mío, vuelve a empezar... Es Él mismo quien nos perdona después de la
humilde manifestación de nuestras culpas. Confesamos nuestros pecados «a Dios
mismo, aunque en el confesonario los escuche el hombre-sacerdote. Este hombre
es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizado entre el
hijo que retorna y el Padre»5.
«Las
causas del mal no deben buscarse en el exterior del hombre, sino, sobre todo,
en el interior de su corazón. También su remedio parte del corazón. Por
consiguiente los cristianos, mediante la sinceridad en su propio empeño de
conversión, deben rebelarse frente al achatamiento del hombre, y proclamar con
su propia vida la alegría de la verdadera liberación del pecado (...) mediante
un sincero arrepentimiento, de un firme propósito de enmienda, y de una firme
confesión de las culpas»6.
Para
quienes han caído en pecado mortal después del Bautismo, este sacramento es tan
necesario para la salvación como lo es el Bautismo para los que aún no han sido
regenerados a la vida sobrenatural: «es el medio para saciar al hombre con la
justicia que proviene del mismo Redentor»7.
Y es de tanta importancia para la Iglesia, que «los sacerdotes pueden verse
obligados a posponer o incluso dejar otras actividades por falta de tiempo,
pero nunca el confesonario»8.
Todos
los pecados mortales cometidos después del Bautismo, y las circunstancias que
modifiquen su especie, deben pasar por el tribunal de la Penitencia, en una
Confesión auricular y secreta con absolución individual.
El
Santo Padre nos pide a todos que hagamos cuanto esté en nuestras manos «para
ayudar a la comunidad eclesial a apreciar plenamente el valor de la
Confesión individual como un encuentro personal con el Salvador
misericordioso que nos ama, y a ser fieles a las directrices de la Iglesia en
un asunto de tanta importancia»9.
«No
podemos olvidar que la conversión es un acto interior de una especial
profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede
hacerse “reemplazar” por la comunidad»10.
II. La
Confesión, además de ser completa en lo que se refiere a los
pecados graves, ha de ser sobrenatural: conscientes de que vamos a
pedir perdón al mismo Señor, a quien hemos ofendido, pues todo pecado, también
aquellos que se refieren a nuestros hermanos, son ofensa directa a Dios.
La
Confesión hecha con sentido sobrenatural es un verdadero acto de amor a Dios,
se oye a Cristo en la intimidad del alma que dice, como a Pedro: Simón,
hijo de Juan, ¿me amas? Y con las mismas palabras de este apóstol le
podremos también decir: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te11.
Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., a pesar de todo.
Después
del pecado mortal, la mayor desgracia para el alma es el pecado venial, pues
nos priva de muchas gracias actuales. Cada pequeña infidelidad es un gran
tesoro perdido: disminuye el fervor de la caridad, aumenta las dificultades
para la práctica de las virtudes, que cada vez se presentan como más difíciles;
y predispone al pecado mortal, que llegará si no se reacciona con prontitud.
La
Comunión y la Confesión frecuentes son la mejor ayuda en la lucha para evitar
los pecados veniales. En la Confesión obtenemos, además, específicas gracias
para evitar esos defectos y pecados de los que nos hemos acusado y arrepentido.
Amar la Confesión frecuente es síntoma de finura de alma, de amor a Dios; su
desprecio o indiferencia sugiere falta de delicadeza interior y,
frecuentemente, verdadero endurecimiento para lo sobrenatural.
La
frecuencia de la Confesión viene determinada por las particulares necesidades
de nuestra alma. Cuando una persona esté seriamente determinada a cumplir la
voluntad de Dios en todo y ser del todo de Dios, tendrá verdadera necesidad de
acudir a este sacramento con más frecuencia y puntualidad: «la confesión
renovada periódicamente, llamada “devoción”, siempre ha acompañado en la
Iglesia el camino de la santidad»12.
III. La
reconciliación de cada hombre con Dios y con la Iglesia en el sacramento de la
Penitencia es uno de los actos más íntimos y personales del hombre. Muchas
cosas fundamentales cambian en el santuario de la conciencia en cada Confesión.
A la vez, no podemos olvidar que este sacramento entraña una profunda e
inseparable dimensión social. Muchas cosas cambian también en el ámbito
familiar, en el estudio, en el trabajo, con los amigos, etcétera, de la persona
que se confiesa.
El
pecado, porque es la mayor tragedia para el hombre, produce un profundo
descentramiento en quien lo comete. Y quien está descentrado, descentra también
a quien tiene a su alrededor. En el sacramento de la Penitencia, el Señor
coloca de nuevo las cosas en su sitio; además de perdonar el pecado, introduce
en el alma el orden y la armonía perdidos.
Una
Confesión bien hecha es un gran regalo a todos aquellos que conviven y trabajan
con nosotros; también se beneficia de ella otra muchísima gente con la que nos
relacionamos todos los días. Se hacen y se dicen las cosas de muy diferente
manera cuando hemos recibido a su tiempo la gracia de este sacramento.
Cuando
un fiel se confiesa, también se opera un bien incalculable en toda la Iglesia.
Toda Ella se alegra y se enriquece misteriosamente cada vez que el sacerdote
pronuncia las palabras de la absolución. Por la Comunión de los Santos, cada
Confesión tiene sus resonancias bienhechoras en todo el Cuerpo Místico de
Cristo.
En la
vida íntima de la Iglesia –de la que Cristo es la piedra angular– cada fiel
sostiene a los demás con sus buenas obras y merecimientos y es a la vez
sostenido por ellos. Todos nos necesitamos y, de hecho, estamos continuamente
participando de bienes espirituales comunes. Nuestros propios merecimientos
están ayudando a nuestros hermanos los hombres repartidos por toda la tierra;
así mismo, el pecado, la tibieza, los pecados veniales, el aburguesamiento, son
lastre para todos los miembros de la Iglesia peregrina: si padece un
miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos
lo otros a una se gozan13.
«Es
esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla
en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos,
merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al
mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por
desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de
una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el
pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente
individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado
repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el
conjunto eclesial y en toda la familia humana»14.
Cuando
alguien se acerca con buenas disposiciones a la Confesión es un momento de
alegría para el propio penitente y para todos. Cuando encuentra la
dracma, llama a sus amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo15.
Los bienaventurados del Cielo, las benditas almas del Purgatorio, y la Iglesia
que todavía peregrina en este mundo se alegran cada vez que se imparte una
absolución.
«Desatar»
los vínculos del pecado es al mismo tiempo atar los nudos de la fraternidad.
¿No deberíamos ir a este sacramento con más alegría y con más prontitud,
sabiendo que estamos ayudando, por el mismo hecho de confesarnos bien, a tantos
otros cristianos y especialmente a quienes están más cerca de nosotros?
Pidamos
a Dios con la Iglesia: que la presencia de tu Hijo, ya cercano, nos
renueve y nos libre de volver a caer en la antigua servidumbre de pecado16.
1 Is 40,
1-11. —
2 Oración
de la Misa. Sábado de la 1ª Semana de Adviento. —
3 Apoc 21,
1. —
4 Mt 9,
2. —
5 Juan
Pablo II, Hom. Parroquia S. Ignacio de A., Roma,
16-III-1980. —
6 Cfr. ídem, Homilía, Roma,
5-IV-1979. —
7 ídem,
Enc. Redemptor hominis, 20. —
8 ídem,
Roma, 17-XI-1978. —
9 ídem, Alocución,
Tokio, 23-II-1981. —
10 ídem,
Enc. Redemptor hominis, 20. —
11 Jn 21,
17. —
12 Juan
Pablo II, Alocución, 30-1-1981. —
13 1
Cor 12, 16. —
14 Juan
Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 16. —
15 Lc 15,
19. —
16 Oración
de la Misa. Martes de la 1ª Semana de Adviento.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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