Fernando Mires 13 de febrero de 2013
La fe, la creencia, no existe sin
pronombre personal. Ese “yo -tú -él” es quien cree o no cree. De modo que el
creer o no, va unido al nombre del que cree, un Yo que indica un nombre, un
pro-nombre de una persona, un Yo que al tener nombre es una persona que puede
ser llamada por su nombre. No la persona hace al nombre sino que el nombre al
ser pronunciado (dicho, llamado) hace a la persona. El nombre no es llamado por
la fe, sino que el nombre, la persona, llama a la fe. La fe viene de, o, acude
a un llamado, y en el sentido de Ratzinger, ese llamado no surge de un proceso
de simple reflexión intelectual, sino que es un grito de auxilio del Yo, de un
Yo que teme hundirse “en el océano de la duda” y por lo tanto necesita (quiere,
decide) creer.[i] Creer no
es sólo un procedimiento intelectual, voluntario, emocional. Es todo eso a la
vez. Es un acto de todo el Yo, de toda la persona en su absoluta unidad. Así se
entiende porque Paulo entiende a la fe como un acto del corazón (Paulo,
Romanos, 10.9)
El océano de la duda es una visión que
viene del pensar (imaginar) que la realidad que nos rodea no se sostiene sobre
sí misma lo que lleva a la esperanza de que exista otra a la que ese Yo no ve,
no escucha, ni toca. La duda viene de la propia ciencia, cuando desde Galileo
quedó demostrado que la realidad que perciben los sentidos es sólo una ínfima
parte de la verdadera. Es por eso que el Yo busca otro acceso a la realidad
pues el conocimiento y el saber no le bastan. Eso, en las palabras de
Ratzinger, implica una opción que si bien viene de la desesperación no deja
tampoco de ser lógica. Voy a poner un ejemplo simple: Quien es asaltado en la
calle pide auxilio a la policía. El grito de auxilio surge de la desesperación,
pero el objeto interpelado, la policía, es producto de una lógica, pues quien
llama no llama a cualquiera. El miedo a caer en el océano de la duda provoca el
llamado a Dios y no a cualquier vecino, de tal modo que la fe también viene del
conocimiento sino de Dios, por lo menos de su idea. Dios viene del sentimiento
de su ausencia. Es un grito a través del desierto; en un “desierto que crece”
(Nietzsche).
Mas, la idea de Dios no llega sola,
caminando. Casi siempre la recibimos de alguien. La fe viene siempre “de
segunda mano”, dijo una vez Ratzinger.[ii] A ese
alguien –puede ser ese alguien una iglesia o una persona– podemos creerle o no;
y ese “si o no”, es una decisión. La fe surge de una opción que lleva a creer
que aquello que no se ve no sólo no es irreal, sino por el contrario, eso que
no se ve, es lo “verdaderamente verdadero”.[iii] Por
lo tanto, es la deducción de Ratzinger, la fe es también una decisión racional.
Se basa en primer lugar en una percepción que viene de un sentido, es decir, de
alguien que “siente” la ausencia de Dios. En un segundo lugar, de alguien que
al sentir la ausencia “la piensa” y la comunica y después que ha dialogado, con
los demás y consigo, hace, de modo lógico, un llamado a Dios. Por cierto, no es
un llamado telefónico. Pero si se me permite por un momento expresarme como los
predicadores norteamericanos, podría decir que el alma contiene en su interior
un teléfono inalámbrico. Así puede ser que cada una tenga un número dentro de
sí; para llamar y ser llamado.
Creer, sin embargo, no sólo es un
llamado del Yo; también es una posición del Yo, pues ese Yo no llama en
cualquiera dirección, sino desde dentro de la existencia hacia el propio Ser
del Yo, cuando descubre una ausencia (carencia, falla) que no es una ausencia
de vida, pero sí es una ausencia de ser en su simple estar. Creer supone, por
lo tanto, un darse vuelta del yo sobre sí mismo, un viraje, en fin, una
conversión (Kehre, de acuerdo al texto de Heidegger; Metanoia,
de acuerdo a Ratzinger) El Yo, al darse vuelta sobre sí mismo, al convertir-se,
descubre que quien sólo cree en lo que ve es un ciego y por eso necesita ver lo
que no se puede ver con los ojos. “Sin ese cambio de la existencia, sin ese
entrecruce de la fuerza natural de gravedad, no hay fe” afirma Ratzinger[iv] siguiendo
a San Agustín quien una vez escribió en sus Confesiones: “El amor
es el peso del alma”
La fe es la conversión mediante la
cual el humano descubre que él persigue una ilusión si sólo confía en lo
perceptible. Esa es también la profunda razón por la cual la fe no es
demostrable. Es un “darse vuelta” del ser sobre sí mismo, repito, una posición
del Yo. Pero, repito otra vez, esa posición, como todo cambio de posición,
conlleva el peligro del desgarro que en algunos casos puede ser muy profundo.
Pues toda opción es también una decisión y toda decisión produce una
pérdida. Incluso, esa pérdida puede ser la pérdida del propio Yo. O como
acostumbra repetir Benedicto XVl, “creer es perderse en sí mismo”, o lo que es
igual, sólo encuentra a Dios quien se pierde en sí mismo y de sí mismo. Y como
nuestra fuerza de gravedad insiste en orientarse hacia otra dirección –anota
Ratzinger– ese cambio debe ser renovado todos los días. “Solamente a través de
una conversión a lo largo de la vida podemos llegar hacia dentro de nosotros
mismos, lo que significa decir: yo creo”.[v]
Creer supone realizar una revolución
copernicana en el “sí mismo”– afirma Ratzinger–.[vi] Esa
revolución consiste en aceptar que el Yo no es el centro del universo y que por
lo mismo está sometido a un proceso de rotación en torno a un centro que
estando dentro, también está afuera de cada uno, en el Ser-Dios.[vii] Siguiendo
la afirmación de Ratzinger podría pensarse que el Yo es un satélite que
gira alrededor del Ser, posición altamente incómoda para nuestro ineludible
egocentrismo. Pero, si pensamos bien, la Tierra también es un satélite y es
precisamente por eso que se sostiene pues sin ese sol que nos da la vida, no
habría nada ni nadie aquí.
La fe es un llamado del Yo quien cambia
de posición desde sí mismo hacia fuera, en busca del Ser que da sentido
(rotación) a su vida. Pero así como Hannah Arendt afirmaba que “pensar es
peligroso”[viii] pues
eso significa ausentarse de la realidad para viajar hacia zonas desconocidas, a
aquel “país del pensamiento” de Kant en donde todos somos extranjeros, creer,
en los términos de Ratzinger, también entraña peligros, pues se trata de una
aventura, de un salto en uno mismo que puede llevar a la caída en el vacío que
se da entre el mundo tangible y el de la fe. Efectivamente, una fe no lograda,
una mala conversión, una trasformación precaria del Yo, puede ser más peligrosa
en la vida que una fe que no se llama o que no llega. Ese quedarse a medias
entre la pura percepción y la fe, es la duda, de la que ninguna fe, porque
simplemente somos humanos, puede salvarse.
Ese quedarse a medias entre la duda y
la fe, es en gran medida una condición humana a la que es difícil escapar sin
un ejercicio continuo de la fe. La fe es su ejercicio –de ahí la importancia
enorme que concede Ratzinger a la liturgia, que es uno de los modos en donde la
fe es puesta en ejercicio colectivo–. Allí, en el acto litúrgico es revivido el
“aquello que sucedió una vez” con lo que “hoy sucede”, el vínculo de “esa vez”
con el “hoy”. En la comunión es realizada una comunicación con Dios a través de
la presencia revivida de su Hijo, comunicación que atraviesa el espacio y el
tiempo mediante el recuerdo actualizado.[ix] La
liturgia es la activación de la fe durante el acto de la memoria, del mismo
modo que la conversión es traer al recuerdo “aquello”que según Agustín yace
oculto en el fondo de la memoria: Dios. ( ....) Lo importante, por el momento,
es subrayar que la conversión del Yo que requiere la “adquisición” de la fe,
para que sea realmente conversión, tiene necesariamente que venir de un lugar
deshabitado por la fe, y ese no es otro que el lugar donde impera la duda. La
duda aparece así, como la condición semi- dialéctica de la fe (postulado
socrático). Y escribo semi-dialéctica con intención, pues alguien puede dudar
de la fe, pero nunca nadie puede tener fe en la duda.
Hay en el clásico libro de Ratzinger “Introducción
a la Cristiandad” un pensamiento que nunca más se volverá a repetir en los
numerosos textos del autor. Se refiere a cierta situación trágica del creyente
actual. Por una parte, afirma Ratzinger, ningún no-creyente está libre de la
duda de modo que ese dispositivo de la duda es el medio por el cual puede tener
acceso a la fe.[x] Pero a la
inversa, y esta vez en sentido estrictamente dialéctico, la fe, si bien supera
a la duda, no la destruye (elimina, borra) sino que la mantiene en condición
subalterna al interior de la propia fe.
El creyente de hoy –utiliza Ratzinger
una imagen de Paul Claudel– se encuentra amarrado a una cruz, pero esa cruz no
se encuentra amarrada a nada. No obstante, el creyente está convencido de que
ese madero al cual está atado es más fuerte que toda la nada que circunda a esa
cruz. La fe está siempre amenazada de caer en la duda, y la duda, de caer en la
nada. Solamente el convencimiento de que ese madero es aún más fuerte que la
nada puede salvar al creyente. La cruz, el madero, es el medio de la salvación.
Pero la cruz no está atada a ninguna parte. Quien sólo tiene la duda, en
cambio, no tiene ningún madero, de modo que una opción es dar vuelta su
existencia hacia el Ser de la cruz (madero), o virarla hacia el lado de la
nada. De más está decir que para Ratzinger, en el mundo moderno, son muchos los
seres humanos que eligen la segunda opción, y viven, por lo mismo, una
existencia sin sentido. Al no estar atados en ningún madero caen en el abismo,
ese abismo está en ellos mismos, son ellos mismos. Es el vacío del alma, “la
nausea” de Sartre. La tragedia del creyente es que si alguna vez quiere
liberarse de la inseguridad de la fe, se convertirá en un no-creyente y habrá
de vivir entonces con la inseguridad de no tener fe. “Recién en el rechazo será
visto que la fe es irrechazable”.[xi]
El creyente como el no creyente
tienen, cada uno a su modo, una parte en la fe y otra parte en la duda (“si es
que no se ocultan de sí mismos y de la verdad de su ser”– añade Ratzinger).
Ninguno puede escapar completamente a la duda. Ninguno puede escapar
completamente a la fe. Para uno existe la fe en contra de la duda. Para el
otro, la fe se encuentra presente a través de la duda y en forma de duda. Pero
la duda puede llegar a ser también el medio de comunicación del creyente con el
no creyente, pues la duda no es la nada (quien duda, duda también de la nada) y
que así como para el creyente es la duda un medio de corrosión de la fe, para
el no creyente ese “quizás” que implica la pronunciación de cada duda, es un
llamado, directo o indirecto a la fe.
La duda, por cierto, es un medio para
liberarse de la fe. Pero vivir en la duda no es para Ratzinger nada de fácil.
Ello significa, a su juicio, caer en una posición nihilista desde donde, tarde
o temprano, casi siempre más cerca de la muerte que de la vida, será buscado un
medio de afirmación, a veces un substituto, otras un simulacro. Si se observa
la literatura de Camus y Sartre –anota Ratzinger– se verá que eso es así.[xii] Camus
murió joven, pero Sartre en sus últimos años buscó sustento en mitos de
ocasión, incluso en un antipolítico maoísmo. Muy pocos, como Nietzsche, han
sabido mantener la duda hasta las últimas consecuencias, pero el fin de
Nietzsche no fue nada de envidiable. Incluso Freud, el gran escéptico, busco en
sus últimos años un encuentro con el Dios de su pueblo escribiendo sobre
Moisés.
¿Cuándo ha vencido la fe a la duda?
Pues, cuando el Yo pronuncia, decididamente –o sea, por medio de una decisión
(conversión, desgarro)– su Credo: Yo creo. Creo, creo, luego soy. A partir de
ese momento el Yo de la duda se transforma en el Yo del Credo. “Creer es un
hundimiento del simple Yo y por eso mismo, una resurrección del verdadero Yo,
un llegar a ser a través del alejamiento con el simple Yo hacia la comunidad
con Dios que está mediada con la comunidad con Cristo”.[xiii]
Ese Yo, es, definitivamente, para
Ratzinger, otro Yo. No es el Yo del pensamiento. Es simplemente el Yo de la fe.
En suma: no es el Yo de Descartes.
El Dios de los filósofos es para los
filósofos un pensamiento. Para los que viven de y con la fe, nosotros, los
humanos, somos pensados por Dios. Dios, antes de la creación, tuvo que haberla
(habernos) pensado (Logos). Por eso, en la medida que el Yo dice “yo creo”, no
solamente ha sido convertido, sino que ha encontrado en su existencia el
pensamiento de un Ser que antes no había “sentido”. Eso significa que el ser
humano no se encuentra a solas consigo sino que en relación directa con un Ser
que lo antecede, y gracias a ese Ser, con los demás seres de la creación. La
conversión del Yo, que es también inversión del Yo hacia sí mismo, no debe ser
entendida en ningún caso como un proceso autista, sino que, de acuerdo con la
idea de Ratzinger, como un “encuentro” con alguien que pudiendo ser sentido
desde dentro de sí, está también afuera de sí. La
teología piensa en términos de paradojas. La paradoja en este caso es que el
camino hacia fuera viene desde el camino hacia dentro. La paradoja encuentra su
expresión en esa “A imagen y semejanza de Dios” que significa que “el ser
humano no está encerrado en sí mismo”.[xiv] Ese
“A imagen y semejanza de Dios” es entonces una señalización. O más bien, es una
dinámica que pone a los humanos en movimiento hacia lo absolutamente otro. La
capacidad de relación es la capacidad de Dios de los humanos”.[xv] Es
la comunicabilidad en la comunión.
Ratzinger, a fin de fundamentar la
aparentemente compleja paradoja de “un adentro que está afuera”, cita al
filósofo de Munich Franz von Baader: “El reconocimiento de Dios y el
reconocimiento de todas las otras inteligencias y no-inteligencias es deducible
del autoreconocimiento (de la autoconciencia) que como todo amor, viene del
amor a sí”.[xvi] Quiere
decir: para reconocer al Ser hacia fuera de sí es preciso reconocerlo
(sentirlo) adentro del “sí mismo”. Quien no ha visto al Ser en su alma no puede
verla en la de los demás. Eso lleva a pensar que la relación de una existencia
con Dios solamente es posible a partir del reconocimiento de que ese Dios no es
particular, sino que se encuentra relacionado con otras existencias, que es
precisamente lo que permite la relación de las múltiples existencias a partir
del reconocimiento de aquella fusión que se denomina amor. Pero el amor a sí
que es necesario para encontrar al Ser no tiene nada que ver con egoísmo.
“Alguien puede ser un gran egoísta y al mismo tiempo ser incapaz de vivir en
paz consigo”.[xvii] Es
por eso que para Ratzinger “el amor divino no significa la negación ni la
destrucción del amor humano, sino que su profundización y radicalización hacia
una nueva dimensión” .[xviii]
A
diferencias del Yo del “yo pienso” de Descartes que es un Yo individual el Yo
del Credo es un Yo esencial y radicalmente relacionable. Más aún, un Yo sin
relacionalidad es para Ratzinger absolutamente imposible. El Yo es una
condición del Tu. Sin Tu no hay Yo. No “yo pienso luego existo”, sino que “yo he sido pensado, por eso
soy” quiere decir también: “sólo en la medida que alguien me piensa yo puedo pensarme a mí”.
“A través del sí hacia el otro, hacia el Tu, recibo yo de nuevo mi Yo y puedo
desde ese momento decirle sí a mi Yo; desde el Tu, de un modo también nuevo:
Sí”.[xix]
El principio de interrelación
comunicativa que es fenómeno-lógico y teo-lógico a la vez, ha sido por lo demás
fundamentado desde una esquina muy distante a las de la teología. Me refiero al
psicoanálisis post-freudiano, sobre todo el de Melanie Klein, Eric Erikson, y
Ronald Winicott. Ya sea el pecho materno, según Klein, la confianza primaria,
según Erikson, la madre-ambiente, según Winicott, el proceso formativo del Yo
viene siempre de un “afuera”, desde una fusión post-natal llamada amor, de
donde se entiende porque la existencia del Yo es una unidad que vive en,
de y desde la relación. Esa es la razón por la cual en el catolicismo
ratzingeriano ninguna “cristología” puede estar ausente de “mariología”. María,
la madre, el primer Tu del Yo, da sentido y amor al Ser del Yo. “José está por
la fidelidad a la tradición de Israel. María representa la esperanza de
la humanidad. José es Padre de acuerdo al derecho. Pero María es Madre con su
propio cuerpo. De ella depende que Dios haya llegado a ser uno de nosotros”.[xx] Dios
eligió al pueblo judío –el pueblo que desde un punto de vista religioso y
cultural era el mejor constituido en ese tiempo– como un pueblo para Jesús
(elección de pueblo que es entendido por la religión judía de un modo muy
diferente). Pero también eligió en María y José la pareja que va a dar origen a
una familia con Jesús. Esa fue “la familia elegida”. En ese punto es preciso recordar
un detalle anecdótico que quizás es importante para la comprensión del texto:
los padres de Benedicto XVl se llamaban José y María.
A través del amor primario a esa
existencia post-fetal (que somos todos) es “introyectado” el Ser del amor que
es lo que permitirá, en el futuro, amar y ser amado. La ausencia de ese amor,
como han destacado muchos psicoanalistas, llevará a la disociación respecto a
otras existencias, y por lo mismo a la disociación del Yo, que en situaciones
radicales puede culminar en la propia desintegración del “sí mismo” (self). En
ese caso, el amor (sentimientos) deberá ser transferido por otros medios que
van desde los clínicos hasta los religiosos.
Ser un humano es, por tanto, un
“ser-con”. Sin ese “ser-con” no somos nada ni nadie. Somos ser sólo en una
relación múltiple del y con el Ser. O como sostiene Ratzinger, el individuo solo, el
humano-monada del Renacimiento, sintetizado en la fórmula Cogito-ergo-sum, no
existe. El principio básico del Ser, ya lo decía San Agustín, es su
indivisibilidad.[xxi] La
creación del mundo fue pensada como unidad, de modo que cada división atenta
contra el principio básico de la unidad. Todo lo que apunte hacia la
desintegración es un atentado en contra de ese principio básico original. Esa
es una de las premisas agustinas que sigue el “agustino” Ratzinger. “El ser
humano obtiene su mismisidad (self) no solamente “en sí” sino que también
“fuera de sí”. Él vive en aquellos de quienes él vive y para quienes él está
ahí. El humano es relación”.[xxii]
La
ruptura de la relacionalidad consigo, con los demás y con el mundo, significa
ausencia de amor, que es
otro término para designar al principio básico de la integración de la
existencia del Ser. En cambio, todo lo que sea dirigido hacia la integración del
Ser, afirma (sustenta, mantiene) la realidad originaria de ese principio.
Escribe Ratzinger: “La fe cristiana no reconoce ninguna absoluta separación
entre espíritu y materia, entre Dios y materia. La separación establecida por
Descartes entre rex extensa y res cogitans no
existe.....”[xxiii] Así
se explica porque uno de los centros de la unidad del ser consigo será puesto
por Ratzinger en el sacramento de la comunión.
La comunión es el sacramento que
propone la Iglesia para evitar la desintegración del Ser, en uno mismo, y entre
uno mismo con los demás. Es la restauración de la unidad primaria entre
existencia y Ser. Ya se adivina entonces la deducción contraria: Todo lo que atenta en contra del
principio de unidad originaria, atenta contra el principio de vida, es decir,
en contra del amor en ti, a ti, y a los demás. Es, en breve, la falta
(ausencia, carencia, insuficiencia) original (y originaria). Esa idea también
agustina es la premisa que lleva a la explicación no siempre fácil del,
llamémoslo así, “misterio del pecado original”, que en el sentido expuesto es
el principio de disociación opuesto al principio de unidad. El pecado es la
ruptura de la unidad, el acto desintegrador. “El pecado es pérdida de relación,
destrucción de la relación y por eso, el pecado no está encerrado sólo al
interior de un Yo particular”.[xxiv] La
idea es entonces: Quien se destruye a sí mismo, destruye su relación con los
demás. Quien destruye a otro, se destruye a sí mismo. El humano es aquella
existencia que puede amar al Ser, pero sin ese amor es también capaz de
crucificarlo.
[ii] Ratzinger,
J., Auf
Christus schauen. Eniübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Herde, Freiburg 1989, p.36
[vi] Ratzingr,
J., Die
Hoffnung des Senkforms (Meitinger Kleinschriften 27) Kyrios Verlag,
Meitingen/Freising 1973, p.29
[ix] Ratzinger,
J., Auf Christus schauen. Einübung in Hoffnung, Liebe und Glaube Herder,
Freiburg i Br. 1989, p31
[xiii] Ratzinger,
J., Vom Wiederauffinden der Mitte. Grundorientierungen, VH,
Freiburg i. Br., 1998, p. 112
[xvii] Ratzinger,
J., Auf Christus schauen. Einübung in Hoffnung, Liebe und Glaube, Herder,
Freiburg i Br. 1989, p.98.
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