Aníbal Romero Caracas, 27.02.2013
En medio de la incertidumbre que
existe en Venezuela, políticos y comentaristas de oposición enfatizan que “el
pueblo merece conocer la verdad” acerca de la situación de Hugo Chávez. Es posible
que cuando estas líneas sean publicadas ya esa verdad, cualquiera que sea, haya
sido anunciada por los voceros del régimen. No obstante, ello no afecta la
sustancia de lo que plantearé.
El punto es simple: Pienso que el
pueblo, entendiendo por tal a la masa empobrecida que ha sostenido a Chávez
durante catorce años de oprobio, no valora el peso de la verdad y por lo tanto
no “merece la verdad”. Es más, lo que merece, luego de votar reiteradamente por
un personaje ruin y funesto como Chávez, y de avalar las tropelías, abusos y
mentiras, aparte de la crueldad contra Franklin Brito, Iván Simonovis y María
Afiuni, entre miles de otros, lo que merece ese pueblo –repito—es a Maduro y
Cabello. Al fin y al cabo estos sujetos representan la continuidad de lo que el
pueblo ha respaldado durante años de decadencia y dolor.
Aborrezco la cultura de la
victimización que recorre el mundo y acá se traduce en ese tratamiento
complaciente e hipócrita, que tanto gobierno como oposición asumen hacia la
mayoría empobrecida y dependiente. Semejante actitud pone de manifiesto menosprecio
hacia la gente, el deseo de manipularles y hacerles servir los propósitos de
poder y engaño de los inescrupulosos que hunden al país.
Lo que en Venezuela se hace es
malcriar al pueblo, profundizar su sujeción a las dádivas del gobierno, alentar
sus peores rasgos y suprimir los anhelos de superación personal que quizás
todavía albergan en sus corazones. La revolución “bolivariana” ha estimulado la
pereza, la indisciplina, el irrespeto a las normas, la irresponsabilidad hacia
los demás y hacia la nación en su conjunto. Pero al coro hipócrita del régimen
se suma, por desgracia, una oposición que multiplica las promesas, y que en
medio de la bancarrota del país a raíz de los disparates del régimen lo que
procura es ofrecer más misiones, más dádivas y regalos. La competencia
populista no cesa.
La revolución creó una ley del trabajo
que acaba con el trabajo, una ley de alquileres que aniquila la vivienda de
alquiler, unos controles de precios que aumentan los precios y la escasez, una
política agrícola que asfixia la producción de alimentos. Han sido catorce años
de mentiras, de gansterismo político y de división deliberada entre los
venezolanos, fomentando el odio y los delirios utópicos.
Me temo que buena parte del pueblo
venezolano ha apoyado este horror. Y como creo que el mérito no es algo que se
obtiene de gratis, sino que se conquista con esfuerzo, perseverancia y
dignidad, reitero mi convicción de que ese pueblo, a menos que cambie, a menos
que reflexione y deje de lado el nefasto realismo mágico bajo el que ha vivido
y aparentemente aspira vivir, no “merece la verdad” (aparte de que seguramente
no quiere saberla). Tampoco merece otra cosa que lo que tenemos y a diario
constatamos: un país en ruinas, del que se van los mejores talentos, que sólo
ofrece a sus jóvenes el destino de contribuir al deterioro y esterilidad
espiritual y material en que nos deslizamos, centrando nuestras menguantes
energías en contener el torbellino destructivo desatado por un hombre ruin y
sus enceguecidos seguidores. La demagogia y la condescendencia hipócrita están
malogrando a las democracias occidentales. Pero el caso venezolano es singular
y desgarrador. Nos hundimos llevados de la mano depredadora de la Cuba castrista.
¡Qué vergonzoso destino!
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