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martes, 19 de febrero de 2013

La historia no se escribe la víspera.


Simón Alberto Consalvi, 18 Feb 2013

Cuando se piensa en el “partido único” y en la presidencia vitalicia, se piensa indefectiblemente en Gómez Único. En la abolición de los partidos y en el fin del juego democrático, en una historia que fatalmente nos conduce a las páginas de una novela: El otoño del Patriarca.

“Gómez Único” fue la consigna que se impuso en Venezuela cuando el astuto dictador despejó el camino en los años de transición, y de la mano de un grupo de intelectuales, terminó por abolir todo lo que se le pudiera oponer en el camino de la dominación absoluta.
Conviene advertir que no fue su obra exclusiva: una gran complicidad nacional lo consagró como el amo de vidas y de haciendas. Eso es lo que la memoria nos depara, remitiéndonos a los laberintos del pasado. A quienes pretendieron o pretenden escribir la historia de una vez y para siempre, la propia historia les demuestra que es un disparate querer escribirla la víspera. Siempre sucede lo inesperado.

No pocos dictadores del siglo XIX pretendieron eternizarse en el poder, y cuando menos lo esperaban, todo se les derrumbó como un castillo de naipes. El más deplorable (y elocuente) de los ejemplos venezolanos tuvo lugar mediando el siglo XX. Provisto de tanques y ametralladoras, el general Marcos Pérez Jiménez fue de un fraude al otro fraude. Los constituyentistas de 1953 aprobaron una Constitución que les redactaron en el Palacio de Miraflores y, en menos de una semana, como escribió entonces, en estilo muy burlón la revista TIME, nombraron los titulares de los poderes del Estado, la Corte Suprema de Justicia, los integrantes, incluso, de las asambleas legislativas de los Estados, los concejos municipales, se consagraron a sí mismos como senadores y diputados para integrar el Congreso Nacional y, mediante las trácalas de las disposiciones transitorias, eligieron al “Presidente Constitucional de Venezuela”. Aquellos constituyentistas, no obstante, se confiaron en exceso. Pensaron que el tiempo lo resolvería todo, y que las magias y los dineros del petróleo allanarían las piedras del camino. Olvidaron que cinco años después, llegaría la hora de otra prueba. El olvido fue una maldición y una condena. Nadie puede meter al tiempo en una jaula.
Como se lee en Gracias y desgracias de la reelección presidencial en Venezuela, el Congreso Nacional (designado por la Constituyente del 53), le fue fiel al dictador: el 3 de julio el Senado lo ascendió a General de División. (Fueron discretos, quizás le correspondía el de General en Jefe). El 4 de diciembre, en un “mensaje especial”, Pérez Jiménez le “participó” al Congreso que “la próxima elección presidencial sería realizada por medio de un plebiscito en el cual votarían los venezolanos mayores de 18 años y los extranjeros con un mínimo de dos años de residencia en el país”. Como era previsible, el 15 de diciembre de 1957 triunfó de manera abrumadora la tarjeta azul que significaba Sí contra la roja que indicaba No, sumando la primera 2.374.790 votos, contra apenas 384.182 negativos. ¡Una victoria para gobernar cien años!

El 20 de diciembre, el Consejo Supremo Electoral proclamó a Pérez Jiménez como Presidente Constitucional de la República para el periodo 1958-1963. No le resultó al dictador ni a sus epígonos escribir la historia la víspera. El tiro les salió por la culata. El 1° de enero del 58 estalló la crisis dentro de las FAN, justamente, donde el dictador no lo esperaba. En la madrugada del 23 de enero, a bordo de la “Vaca Sagrada” el dictador arrogante y todopoderoso tomó las de Villadiego, y fue a pedirle amparo al superhéroe de La fiesta del Chivo, el generalísimo Rafael Leonidas Trujillo y Molina.

Esta es apenas una de las historias de quienes osaron escribir la historia en la víspera. O, sea, el fiasco de quienes pretenden decidir el futuro, (no leerlo, como los quirománticos), sino gobernarlo, suplantando a los dioses y trazando el curso del porvenir. Ahora nos prescriben otras promesas que, como las antiguas, nos ilustran sobre el curso de los astros y lo que será, según esos pronósticos, la vida de cada uno de los venezolanos, y las características generales de la sociedad. No se detienen ahí, también el mundo deberá orientarse según tales designios. Se nos prescribe el “comunismo del siglo XXI”, no sólo para Venezuela sino para la América Latina y para todo el mundo.

No importa que el comunismo como sistema no haya tenido éxito en ningún país, ni grande (como en la antigua superpotencia conocida como la Unión Soviética o en la China de Mao), ni en pequeños como Cuba. O de diferentes escalas y culturas como Alemania Oriental, Checoslovaquia, Polonia, Rumania, Hungría. Contra el testimonio de la experiencia, lo que interesa es “la historia escrita la víspera”, la abstracción fantasiosa de un mundo feliz.

Se nos prescribe el “partido único”. O sea, el No partido. Tal como lo quería y postuló Juan Vicente Gómez. La trampajaula del pensamiento único, o del No pensamiento. La sociedad robot. El venezolano obediente y silencioso, resignado; la abolición, en fin, de la persona humana. La rendición ante el dogma. Eso es el “partido único”.

Como corolario, algo más se nos regala, el presidente vitalicio: hasta que San Juan agache el dedo, como solían decir las beatas de otros tiempos. Si se trata del “comunismo del siglo XXI” y del régimen de “partido único”, no hay nada más lógico que el presidente vitalicio.

Para una sociedad robot, y para un país de “partido único”, una nación de débiles mentales, al superhéroe de La fiesta del Chivo lo que corresponde, según la naturaleza de las cosas, es el presidente vitalicio. En otra época y con diferentes excusas, se conoció con el nombre de “gendarme necesario”. Como la gente no tenía capacidad de gobernarse, ni de pensar o decidir por sí mismos, alegaban los positivistas, era preciso el gendarme: Juan Vicente Gómez. O Marcos Pérez Jiménez. Ambos generales se consideraron indispensables en nombre del anticomunismo. Ahora, según el récipe bolivariano que cambia de colores como un camaleón, se aboga por un gendarme para que nos conduzca al reino de la felicidad del “comunismo del siglo XXI”, y permanezca en el poder sin que nadie tenga por qué preocuparse por su destino. Yo, El Supremo, cuidará de nosotros, y nosotros le obedeceremos en silencio. El desenlace de la historia está escrito en El otoño del Patriarca.

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